Lo llamaban Pepe, o Guadalupe, o Don Luis, o quien sabe cuantos nombres mas.
Siempre le ponían nombres nuevos, los muchachos que llegaban con sus mochilas y sus carpas, cargando sus casitas como los caracoles.
El hombre era de un pueblito al otro lado de la sierra. Su mujer estaba allí, sola con los dos perros, porque los hijos crecieron y se habían ido.
La gente conocía ese pueblo por el nombre de Quimixto, o Boca de Tomatlán, o "ese pueblito cerca de Puerto Vallarta". Muchos pescadores locales y algunos gringos borrachos iban siempre para allá.
Lo que el viejo llamaba casa era una habitación de cuatro paredes blanqueadas con cal y una puerta que daba a la arena, a la selva y al mar. Afuera había una letrina en forma de prisma.
Su único vecino es un islero o isleño que vivía en el fondo de la maleza, cruzando plantaciones a medio día caminando, en una casita de madera.
Sus riquezas eran pocas y consistían básicamente en algunas herramientas, un sombrero de ala, un machete, un hacha y una linterna. Tenía una mesa y una silla donde escribir y comer cuando el tiempo impedía hacerlo al aire libre. Había un desastre con aspiraciones de biblioteca: tres ladrillos en cada punta sosteniendo un tablón y otros ladrillos como sujeta libros.
Imposible olvidar que tenía una hamaca por cama, que todas las noches eran frías (algunas en exceso como las de enero), que tenía un mosquitero, algunas mantas y algo que llamaba edredón: un cobertor relleno con hojas de palma.
Debajo de la hamaca iba siempre a acostarse una perrita que lo acompaña hacía un tiempo. Era una blanquita de raza puro perro, y tenía un exceso de fidelidad. Le resulta imposible apartarla de él.
Dormía bajo la hamaca hasta en las noches mas calurosas y lo acompaña en la lancha cuando iba al pueblo. Todas sus negativas, sus falsos gritos y amenazas, morían en su mirada cariñosa.
Y así termina la enumeración de sus tesoros.
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