"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

lunes, 11 de enero de 2016

Una tumba en Ginebra, Suiza


Ocurrió en un cementerio en el centro de Ginebra, sobre la orilla izquierda del Ródano. 
El gran parque verde y muy bien cuidado equivalía a una cuadra.
En el número 10 de la calle Rois la entrada estaba vacía, como solas las tumbas que en su interior reposaban, a la espera de que alguien las viera, tal vez de paso o en el apuro despiadado del individuo de hoy.
Nadie había en la entrada, nadie para preguntar siquiera donde estaba la piedra buscada. En el silencio viajaba solo el viento que venía del lago.
Un paisaje impecable, impoluto y verde, transcurría bajo la sombra de los cipreses que custodiaban aquellos mármoles grises.
En la última parcela, girando unos metros hacia occidente, me encontré parado frente a la roca robusta, marcada con el nombre de aquel viejo guerrero, soldado de las letras y erudito luchador del conocimiento. No había marcas religiosas, solo una pequeña cruz de Gales que indicaba las raíces celtas del hombre, y las fechas cronológicas del natalicio y la muerte. Una austeridad impactante flotaba en el lugar, sin posibilidad de que germine ningún dogma, enfrentándose al estrépito del mundo que se tambalea.
Sobre la cara posterior de la tumba, una antigua balada noruega rezaba una historia épica de honores y valentías: “y entonces Gram descansó entre sus hombres donde más le gustaba estar, entre aquellos guerreros que él sabía más fieles”.
En el frente y bajo el nombre del escritor, una lápida del norte de Inglaterra representaba, con torpe ejecución, a un grupo de guerreros nortumbrios. Uno blandía una espada rota; todos habían arrojado sus escudos; su señor había muerto en la derrota y ellos avanzaban para hacerse matar, porque el honor les obligaba a acompañarlo.
Una reflexión me nació de esa experiencia: el triunfo de la austeridad sobre el estrépito ruidoso que rodea el entorno por nosotros habitado.
Al referirse a su deseo de epitafio, Borges había dicho: “Sólo pido las dos abstractas fechas, y el olvido que nunca es tenido en cuenta”.
Después de haber visto esa tumba de Borges en Ginebra, tan austera y solitaria, me he quedado con una única certeza...
La vanidad es el estado mental del hombre del siglo XX.

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