"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"
Ernest Hemingway.
sábado, 9 de enero de 2016
Llegando a México
El sol cae a plomo sobre toda la explanada del aeropuerto.
Los aviones deambulan, grises, por una pista llena de pájaros metálicos que quieren escapar del calor. Algo llama mi atención en una librería. La sociedad se refleja en las vidrieras tapizadas por las tapas de los libros. El problema de la violencia es noticia de última hora, pero también es un gran negocio.
Tras el vidrio del comercio leo títulos muy gráficos: “Estamos hasta la madre”, “Confesiones de un narco”, “Hielo negro”, “El cartel de Jalisco”…
Una publicidad gigante anuncia:“BIENVENIDO A LA TIERRA DEL TEQUILA”.
Mochila al hombro, voy por el camino de salida hacia el mediodía luminoso. Más allá de la oficina de migraciones, veo un brazo levantado y un puño cerrado agitándose al viento.
Es mi bienvenida, también un reencuentro muy esperado, de esos que tienen sabor a viejo, a una vida pasada y a un nuevo comienzo.
Emociones inundan la mente y el abrazo con un hermano marca el comienzo de un día distinto, cargado de expectativas.
La ciudad es considerada la más emblemática de México, porque le dio al país una imagen y un icono.
Del estado de Jalisco son originarios el Mariachi, el Tequila y la Charrería y su capital es ésta ciudad, Guadalajara.
Viajamos hacia el centro de la ciudad con las mochilas cargadas en una camioneta color azul. Autopistas gigantes se entrelazan en una maraña de acero y cemento.
Contrastan con portales coloniales de estilo español y planteras de arcilla de las que cuelgan ramas con floridos colores.
Todo tiene color rojo, blanco y verde. Las muchachas lucen cintas con colores patrios en las cabezas y regalan sonrisas amables.
Los puestos callejeros venden comidas típicas y refrescos variados a precio económico.
En los mercados se sienten los verdaderos sabores locales. Burritos, tortas ahogadas, tacos, toritos y aguas de jamaica, son una fiesta de alegría para un paladar forastero.
Caminando por las calles, el viajero echa a volar la imaginación.
De repente pareciera que el tiempo se detiene y las imágenes traen a la memoria la figura de “El Zorro” caminando por tejados rojos perseguido por soldados de sombrero ancho y espadas de plata.
En el centro de la ciudad se mezclan elementos de tiempos lejanos.
Catedrales españolas se levantan con sus enormes torres y campanas, moles de arenisca barroca que emulan a la Basílica de San Pedro, y en la vereda del frente, cuelgan ropas de balcones con rejas de hierro forjado secándose al viendo, bailando en la brisa.
Es la mitad del mes de septiembre, vísperas de la Independencia y el pueblo entero está de fiesta.
La noche del 16, la ciudad se viste de sombreros y bigotes para celebrar, con ríos de tequila, el aniversario de “EL GRITO”, la proclama insurreccional que el cura Manuel Hidalgo pregonó al pueblo reunido en una plaza, incitándolo a revelarse contra la autoridad española en 1810, dando así el origen al proceso de Independencia.
Ahora, sentado en en pequeño escritorio frente a una ventanita luminosa, escribo estas notas mientras escucho el bullicio de las calles, y siento los olores de las tortillas de maíz.
Desde un cuadro que cuelga en la pared me observa, inquisidor, el rostro de Pancho Villa, apuntando con su índice derecho en busca de simpatías para su causa revolucionaria.
Esa es otra historia apasionante y todavía desconocida para mi.
Pronto me iré metiendo bajo la piel de su vida, buscando, como siempre, ese sabor a aventura que me hace sentir tan vivo.
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