La experiencia de este nuevo viaje me produce un fuerte flujo de adrenalina, pero la sensación de lejanía ya me ha abandonado el cuerpo hace tiempo.
He estado en pueblos que huelen a tortillas grasientas y aromas de jazmín. Están rodeados de cerros cubiertos de selva y desde arriba se ve como si una gran manta verde y arrugada los cubriera. En la montaña puede uno volverse verde con los infinitos verdes de las plantas. La selva disfraza, la ciudad despoja.
Ahora viajo por una ruta guatemalteca desde Antigua hacia el oriente, rumbo a Nicaragua. Mi cabeza se mantiene alerta, preparada para lo inesperado.
De nuevo voy trepado en un vehículo todo pintado de colores, haciendo malabares para caber con mi mochila, y evitar pisar a alguien.
La gente viste ropas coloridas pero en sus rostros se refleja el profundo abismo de la necesidad. Surcos en las caras y ojos oscuros que miran hacia abajo cuando los veo.
En un asiento de atrás va sentado un tipo con aspecto de neonazi. Se nota que es extranjero. Tiene el pelo rubio cortado al rape y una cicatriz que le cruza la cara huesuda. Bien podría ser un mercenario. El resto del pasaje es nativo de la etnia cakchiquel y hablan ese idioma tan alejado de mi mundo.
Voy en busca de las historias que la sierra tiene guardadas. Historias de una región siempre muda y reprimida, porque en Guatemala hubo una cruenta guerra civil hace no mucho tiempo, que suprimió miles de voces sepultadas bajo toneladas de la tierra mas pesada que pueda existir. Es la tierra de la impunidad.
El colectivo vuela sobre el asfalto serpenteando el abismo de las montañas y cada tanto se detiene para subir o bajar pasajeros. Suben señoras vestida con telas color turquesa y rosa chillón, y hombres descalzos llevando canastos cargado con pollos vivos que cantan y cacarean en una sinfonía desastrosa. Observo la escena curioso e impasible.
A pocos kilómetros de llegar al pueblo Santa María, veo una columna de vehículos militares detenidos al costado del camino. Es una patrulla del ejército guatemalteco.
Los músculos tensos de mis piernas no impiden que me baje de un salto y me acerque a ellos. De inmediato reconozco las armas, las botas, los equipos, las miradas tensas, y percibo el sentimiento de un sargento que fuma nervioso. Reconozco en ellos el tedio de esperar. Porque siempre es lo mismo en cualquier parte del mundo: no importa a que país pertenezca el soldado, la espera es siempre el peor enemigo, porque te obliga a pensar.
Hace demasiado calor para vestir esas botas y esos gruesos uniformes camuflados y, a pesar de la ametralladora MAG que hace el papel de tercer ojo sobre el techo del camión, me acerco y se los hago saber amablemente (una conversación simple para romper el hielo). Pero esos muchachos de 17 años, al igual que otros miles que también sirven en el servicio militar guatemalteco durante dos años y medio, están orgullosos de vestir esos sudados y arcaicamente diseñados uniformes de hule verde, mientras protegen este puente rural construido por el gobierno 8 años atrás.
Una banda de municiones calibre 7,62 chorrea plomo por un costado del vehículo, y me resulta una imagen muy familiar.
La verdad es que si la guerrilla todavía existiera y hubiese querido, habría podido poner una bomba en la base misma de los cimientos, a 50 metros de distancia, escondidos entre los árboles, sin que nosotros lo hubiésemos siquiera notado. Podríamos estar volando a la mierda en mil pedazos ahora, pero en vez de eso sólo se escucha el canto de los pájaros.
Mi jóvenes amigos, sin embargo, atribuyen la invulnerabilidad de este puente a otras razones, “Si no fuera por lo bien preparado de nuestro ejército, la guerrilla ya habría instaurado el régimen comunista, como en Nicaragua, o como le va a pasar a El Salvador si siguen jodiendo”
Levantando los brazos me despido de los soldados de la patrulla y regreso a la ruta a hacer auto-stop rumbo al pueblo.
Busco algún medio de transporte que me saque de este páramo verde y desolado. Pasa un niño montado en un burro llevando cañas sobre su lomo. El animal avanza con la cabeza abajo, doblado por el peso.
Un viejo sucio con aspecto anglosajón se detiene y se ofrece a llevarme. Habla un mal castellano y supongo que es norteamericano. Me cuenta que lleva muchos años viviendo en el país y no se porqué vuelvo a pensar en los “boinas verdes”. Después de todo y a pesar de que ya callaron las armas, la invasión extranjera continúa en Guatemala.
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