El hombre fue un tipo distinto.
Tan interesante por su estilo de vida como también por su obra literaria, alejada de la fragilidad y la insolencia con que los intelectuales o los religiosos abordan el tema: la guerra.
Escuché su nombre por primera vez durante mis años de joven soldado, durante una operación militar en las tierras bajas y húmedas de la selva amazónica del Perú.
Cuando me contaron de él, yo estaba sentado en medio de un charco de barro sobre mi mochila, en el descanso de una marcha de patrulla, que es una rutina habitual entre los infantes de marina. Me lo contó mi antiguo jefe de compañía, un teniente de ascendencia italiana, bajo, macizo y de gran aptitud para el mando. El oficial habló en medio de aquella jungla acerca de ese escritor francés desconocido para mi, y me recomendó leerlo. Hoy le doy las gracias, por haberme introducido en la obra de este grande, que sin dudas ha marcado el camino de mis letras.
El viejo Larteguy se ha transformado en un escritor injustamente olvidado, y, a causa de esa deuda histórica, hoy escribo este texto.
Jean Larteguy nació en Val de Marne (en las afueras de París), bajo el nombre real de Pierre Lucién Osty, el 5 de septiembre de 1920.
Jean fue un hombre que vivió en y para el fenómeno más monstruoso que produce el ser humano: la guerra.
Su primer y brutal contacto con la guerra lo tuvo en 1939, al ser movilizado para enfrentar a la Whermatch alemana, en el seno del ejército francés. Era ya la etapa de la debacle final, y vivió una experiencia que lo marcaría para el resto de su vida...
Por un error logístico en esos últimos y desesperados días, con un ejército francés disolviéndose caóticamente, perdió a su unidad. Una vez que ubicó a su regimiento, se dirigió allí a marchas forzadas. Iba caminando de prisa, la vista en el suelo, con su ridículo casco coronado por un pincho, cuando al doblar una curva cerrada escuchó una carcajada a la que siguieron muchas otras. Alzó la vista y quedó aterrado al descubrir que acababa de meterse en una columna de infantería alemana. Sin saber que hacer siguió caminando, mientras los nazis le sacaban fotos. Creyó que lo matarían, o que lo tomarían prisionero. Pero no, le tiraron chocolates y lo saludaron llamándolo "soldadito de plomo"
Se reincorporó a su unidad justo a tiempo para la firma de la rendición francesa.
Sería inútil hacer un resumen del resto de sus actividades: escapó a España en 1942, donde fue apresado; logró escapar y unirse a De Gaulle, se entrenó como comando en el legendario Orde Wingate (el padre de las fuerzas especiales), peleó en mas batallas de las que pueden contarse. Una vez retirado, no pudo adaptarse a la vida civil: tenía inoculado el virus de la guerra. Fue corresponsal en Vietnam, Indochina, Argelia, Corea, Latinoamérica, y un brillante escritor.
Todos los que alguna vez leímos a Larteguy, nunca podremos olvidar el vibrante relato de la vida en el frente, las penurias de los combatientes, la solidaridad y el honor, el hastío, la amistad nacida en una trinchera, la desgracia sin gloria de una última hora bajo la lluvia. Como tampoco olvidaremos la romántica aventura de las expediciones coloniales, vistas con los ojos de simples granjeros transformados en soldados.
Una fría tarde de enero, cuando vagaba por las calles heladas de París, me dí de frente con el lugar donde vivió sus últimos años y murió, en 2011. Era el "Hotel de los inválidos", justo bajo la tumba de Napoleón, donde pude ver la gran plaza de armas que él contempló tantas veces.
Una emoción inexplicable atenazó mi garganta, y supe que su marcial espíritu habitaba eternamente en esos claustros militares que serán, tal vez y para siempre, el último bastión del soldado internacional.
Gracias por tantas letras, querido y olvidado Jean.
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