Hace dieciséis años y un mes que abandoné la provincia donde nací, y hace seis años y un día que falto de mi país. No hay nostalgia ni rencor en mi recuerdo. Solo es eso, un recuerdo.
El día que me fui de la Argentina, septiembre del 2011, Buenos Aires despertaba bostezando en una mañana fresca, nublada, con la misma humedad de siempre.
Como todo final de semana, las calles del barrio de Balvanera eran desde temprano un quilombo de gritos, de bocinazos, de apurones, puteadas entre taxistas y colectiveros que esperaban en el semáforo, diarieros que regulaban su aullido profesional.
Crucé plaza Miserere y avenida Pueyrredón a la altura de Rivadavia y me senté a una mesa del "Escorial", junto a la ventana. Pedí "La Nación", un café y un tostado y sin querer oí la charla de unos borrachos que se acodaban en una esquina del mostrador. Conversaban con un mozo acerca del triunfo de Boca, de porqué la nicotina terminaba tiñendo de amarillo los bigotes y cosas así.
No se porqué recuerdo esto ahora. Tal vez al final sea un poco de nostalgia de la ciudad, que se yo.
Mis recuerdos mas fuertes de Argentina terminan llevándome casi siempre a Zarate, a la casita de la calle 3 de febrero, a la chica rubia de los sábados por la noche, a los compañeros del club y a los amigos de la facultad.
Al final nunca conseguí recibirme de periodista, pero logré obtener unos carnets que me identifican como cronista. Creo que con eso basta por ahora. Y entonces pienso en lo que dijo Mark Twain, en aquello de que "el periodismo es la manera mas interesante y culta de ser pobre".
No voy a explicar las razones de porqué me fui del país como si fuera un marinero borracho en una taberna de puerto. Solo decidí mirar hacia adelante y quedarme con lo mejor.
Ahora la mochila está sobre mi cama. Tiene diez años, muchos trotes y algunas heridas: Tailandia, Laos, Belice, Turquía, Perú, México, Guatemala, Bosnia y su Sarajevo, Croacia, y la lista sigue. Es una buena compañera. A su lado, desplegadas en un desorden ordenado están todas las cosas imprescindibles que le caben dentro. Antes de la última mudanza las guardaba en una caja. Era fácil: bastaba con volcarlas sobre la mesa con la seguridad de que nada importante se quedaría atrás: colchoneta, baterías para la computadora, libros, cuchillo y algo de ropa.
Soy un maniático que no tiene mucho pero que conserva algunas cosas específicas como si fueran amuletos de la suerte, aunque tampoco creo en ellos. Parezco un curandero que arrastra crucesitas y vírgenes. Son parte de un equilibrio invisible que no quiero alterar. Porque con la suerte no hay principios: lo que funciona, funciona, y lo que no, pues no.
Escribo estas notas rodeado de papeles, de libros y de cosas que nunca puedo olvidar: mi vieja billetera de cuero marrón (que mas que billetera es un talismán), pasaporte, apuntes varios y la navaja suiza. Hace un mes comencé el trabajo de escribir mi primer novela y tengo un libro de John Williams que compré hace poco y que según dicen es una historia muy bien escrita. Tal vez me ayude a comprender un poco mas acerca de las letras, y de la gente. Todavía no lo se pero allí sigo. Hay tiempo; las noches son larguísimas.
Cuando me fui de la Argentina no avisé a casi nadie. No me gustan las despedidas ni despedirme en exceso. He leído que existe una tendencia humana a quedarse atrapado en lugares que ya no te pertenecen, bien porque te fuiste, bien porque te echaron. Sucede con los trabajos, con las mujeres, con los amigos, con los países. Entonces uno puede instalarse en el rencor, culpar a otros. El rencor no modifica el pasado, solo perturba el presente, te empuja hacia la melancolía.
Me he ido de tantos lugares que aprendí a cerrar la puerta detrás mío sin dar portazos, en silencio. Elegí mirar hacia adelante, y allí sigo. Pienso en mis amigos y les deseo lo mejor, porque se lo merecen.
Y por ahora no digo ni una palabra más, que por hoy ya dije demasiado.
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