En otro tiempo fue voluntario para todo aquello y lo hizo por gusto, pero sin pena ni odio. No buscó la gloria ni el dinero. Nunca esperó recompensa ni alabanza alguna. Perseguía la aventura. Aprendió con rigor las reglas que utiliza la infantería en la guerra de montaña: ocupar las crestas cuando una columna se arriesga por un desfiladero.
Le enseñaron a vivir de la tierra, a encontrar agua y a procurarse alimento, a marchar durante días a través de la jungla o a cavar un refugio en el desierto. Aprendió a ir al combate despojado de rencor, pero con caridad en su corazón. Fue soldado, zapador, trampero y rastreador. Había nacido en la provincia, allá lejos, tierra adentro, era hombre de frontera. Ahora vive cerca de los bosques pues no sabría hacerlo solamente en una ciudad. Cuando puede huye del ruido y se refugia en el aire libre y puro de las montañas. Un mar de estrellas en el cielo gris pizarra vigilan su descanso. Tumbado boca arriba ve pasar millares de pequeños fuegos que titilan en el crepúsculo azul acerado. En el cinto lleva siempre su cuchillo, pues ninguna otra llave abre las puertas de ese mundo en el que vive.
A pesar de todo supo abrirse camino. Le tocó emigrar de su patria rota. Marchó al norte y así llegó hasta México. Le había escrito a un viejo amigo y éste supo asistirlo en los primeros tiempos de aquel país extranjero.
Llegó a Guadalajara un 16 de septiembre. Las calles hervían de gente y una música de trompetas flotaba en el aire. Portales adornados de banderas verdes, blancas y rojas donde había que agachar la cabeza para salvar el travesaño de los dinteles y bajar escalones de piedra para entrar en la frescura de los patios. Vendedoras sentadas en banquetas ofreciendo agua de horchata y de jamaica y figuras de santos vestidos con ropa de muñecas, burdas caras de madera pintadas de vivos colores. Chiquillos ofreciendo periódicos y pregonando las noticias. Ristras de pimientos secos y unas cuantas calabazas. Botellas de cristal con hierbas dentro.
Entró en la ciudad por una avenida ancha, empujado como una res por la muchedumbre que abarrotaba las calles adoquinadas. Gritos procedentes del gentío que repartía sonrisas y brindaba con tequila, saludando entre flores y copas ofrecidas. Llegó hasta la plaza donde una fuente escupía agua y la gente ociosa observaba sentada en sus butacas y dejó atrás el palacio del gobernador y atrás la catedral en cuyos contornos españoles se amortiguaba la luz del sol. Una vieja fachada de piedra esculpida al estilo colonial que contenía a las figuras del Cristo y de sus apóstoles. Unas palomas hacían guardia en extrañas posturas de benevolencia.
Frente a la puerta de la catedral había viejos pedigüeños con las manos acartonadas extendidas y mendigos lisiados de mirada triste vestidos con andrajos y niños durmiendo a la sombra con las moscas paseándose por sus caras sin sueño. Oscuras monedas en cuencos de plástico apoyados en el suelo, los arrugados ojos de los ciegos y vendedores de tamales y viejas de rostro oscuro y torturado acuclilladas sobre pequeños carritos metálicos atendiendo lumbres de carbón de leña donde chisporroteaban unas tiras renegridas de carne anónima. Entonces él se sentó a una mesilla cercana a un puesto de carne y una mujer joven le llevó un cuenco de frijoles y unas tortillas de maíz caliente envueltas en un trapo blanco e impecable. Parecía feliz y le sonreía, y disimulados entre los pliegues de su falda había traído dulces y en el fondo del plato de frijoles había trozos de carne y en otro cuenco unas salsas de brillantes colores.
Comió velozmente aquella comida sabrosa, picante y caliente, inclinado sobre la pequeña mesita como un fugitivo evadido de la ley que saqueara las ruinas de la ciudad que ha abandonado. Estaba lejos de casa en un país extranjero, y aunque sus oídos escuchaban la música de las trompetas y las risas de la gente, la incertidumbre que se extendía en su camino parecía haberle sorbido el alma.
Al año siguiente viajó más al norte y en Nogales conoció a un tipo que ganaba buenos dólares pasando gente a través de la frontera con Estados Unidos. "El coyote", le decían. Cada vez que cruzaba un cargamento regresaba rico a su tierra, pero mas viejo y con la cabeza poblada de recuerdos de pobres infelices que habían quedado atrás, muertos de sed, alcanzados por las balas o perdidos en el desierto.
El tipo no hablaba inglés y se dirigía a los gringos con gruñidos o gestos. Iba armado con una vieja Colt 45 y tenía mucho miedo de la patrulla fronteriza. Liaba su tabaco en hojas de maíz y se sentaba junto al fuego a escuchar la noche y a charlar.
La pinche migra está bien cabrona, oiga.
¿Porqué?
Dicen que los que cruzamos pal otro lado somos todos criminales y nos meten plomo.
¿Y porqué hacen eso?
Oiga, ¿que usté nunca vio como le hacen los animales?
No, ¿como le hacen?
Cuando los corderos se pierden en el monte, se les oye llorar. Unas veces acude la madre. Otras el lobo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario