"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

lunes, 8 de febrero de 2016

Cuadernos balcánicos: Mostar, Bosnia-Herzegovina


(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex Yugoslavia)

Agosto 21
Estoy acostado, semi desnudo y medio dormido, sobre la cama enclenque de un hotel barato. 
Mientras transpiro observo el techo de vigas retorcidas y veo las paletas del ventilador lleno de polvo que gira lentamente sobre mi cabeza. Recuerdo una frase del periodista español Arturo Perez Reverte: "Todos los reporteros, cuando los matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinches en la pared y una botella de whisky sobre la mesita de noche”
Entonces me visto rápidamente y me obligo a salir a la calle.
Otra vez de noche. El asunto de llegar de noche a ciudades desconocidas ya es una constante en este viaje.
Con las mochilas que parecen pesar cada vez más y mi cara de hambre y de mala leche, caminamos por la calle Mariscal Tito en busca de una nueva pensión. 
Un río corre plácidamente por debajo atravesando todo el pueblo, y la luz que se refleja arriba forma puntos luminosos sobre él, como si fuera una tela metálica que cuelga de las montañas. La tierra germina en esta noche primaveral, y un aire suave y sosegante sopla en el cielo tapizado de estrellas, en esta noche de terciopelo negro y cálido que nos recibe.
Quince minutos antes de las veinte horas, un lamento trémulo y áspero desciende desde los minaretes sobre la ciudad, que se estremece bajo el eco apagado y duro del clérigo, rebotando contra las piedras. Es un sonido aplastado pero a la vez brillante, que vuelve de regreso a las mezquitas, donde los fieles acuden al llamado de la oración. No importa cuántas veces lo hayas oído, pero una página cantada del Corán nunca deja de impactarte. Recuerdo ahora aquel lejano y polvoriento puesto en la Isla de Chipre, donde me tocó hacer guardia entre iconos ortodoxos griegos y estampas turcas. El sonido de los parlantes de aquellas mezquitas era igual a este, con la diferencia de que aquí ya no hay bases militares de la ONU.
Entrar en la ciudad es como recibir un puñetazo en la boca del estómago, porque las marcas de la metralla en todas las paredes parecen gritar en silencio, denunciando el cling-clang metálico de aquellos salvajes disparos serbios. Hemos llegado a Mostar, la capital de Herzegovina.
Ubicada en el sur de Bosnia, esta es una región histórica de los Alpes Dináricos. Una zona de frontera, de montañas que separan a los cristianos ortodoxos de los musulmanes, a los serbios de los bosnios, a los eslavos balcánicos de los turcos (o los de la región europea de Estambul). Es una de las más extrañas tierras que me ha tocado visitar, porque aquí coexisten culturas demasiado fuertes como para que pueda germinar en ella la semilla de la paz. Y me refiero a una paz verdadera. Los geógrafos la llaman Balcanes. Yo la llamo polvorín.
Esta mañana hemos desayunado comida bosnia a base de carne especiada y un pan circular llamado “burek”, con el té turco de rigor. Un sabor realmente exquisito. Y me he quedado sosteniendo por un instante una moneda de 5 KM (konvertible Mark), que es la moneda local, y debo decir que me han gustado mucho sus detalles. Es el precio que pagamos por comer, 5 KM. Barato, simple, abundante y de buen sabor.



Aparentemente a salvo nuevamente, como en Sarajevo, o como en el puerto de Dubrovnik, como si la guerra aquí nunca hubiera existido. Pero es imposible, las marcas lo recuerdan todo. Las marcas, a cada paso.
Un viejo puente de piedra, construido por los otomanos en el siglo XVI, domina el paisaje sobre las turquesas y heladas aguas del río Neretva, que en este sector de Bosnia marca literalmente una frontera invisible. En la parte occidental de la ciudad viven los croatas católicos (quienes habían bombardeado el puente en 1993, para frenar un avanzada serbia), y en la parte oriental los bosnios musulmanes. En estas calles de piedra hay culturas demasiado diferentes para ser mezcladas todas juntas en un sitio tan pequeño. Es como si encerráramos a un zorro y a un águila dentro de un gallinero lleno de pequeños huevos, recién puestos e incubados durante un tiempo. La tentación por comer es enorme, como muchas son las ganas de pelear para llevarse la mejor tajada, urdiendo intrigas y esperando el mejor momento para morder.
En todo este lugar flota una oriental mezcla de gente con aspecto de italiano o de turco, pero con expresiones de campesino ruso. Todos los colores se pierden al final en el gris de las paredes, que los rostros de las personas han terminado por absorberlo. A pesar de todo lo ocurrido, en estas caras parece ya no haber musulmanes, ni ortodoxos, ni católicos ni nada: sus fisonomías se han borrado en un mortero anónimo, que las vuelve homogéneas y polvorientas. El gris también está en la dicción. Todos hablan el mismo lenguaje áspero, seco.
La arquitectura a menudo recuerda Francia, a la Europa central o a la Turquía musulmana, pero con servicios públicos en condiciones africanas. Si no fuera por el turismo esto habría muerto, como murieron esos muchos en 1993.
Solo estamos a 40 minutos de vuelo desde Roma, pero las letras del alfabeto en los carteles, nos recuerdan que ingresamos en un entorno diferente. Aquí el idioma serbobosnio es al ruso, lo que el portugués al español, similitudes en la lengua eslava. Hemos pasado la frontera de otro mundo, clavado en pleno corazón de Europa oriental.
La población de este lugar viaja en obsoletos vehículos de origen soviético de la marca “Zastava” o “Yugo”, tan decadentes como aquel antiguo y derrumbado régimen rojo, castigado ahora por el olvido mediático de la tele, como pasa con todas las modas donde los súper héroes fracasan, porque envejecen, o porque simplemente dejan de interesarle a la gente, quienes cansados y aburridos cambian de canal. Pero por aquí la sombra de Lenin todavía se ve en estos viejos autitos de color azul, todos iguales, compactos y duraderos, fabricados en grandes masas para que sean eternos. Eternos como el herrumbrado poder de la hoz y del martillo.
En 1993, en estas calles donde ahora la brisa cálida de agosto acaricia el cabello de mujeres esbeltas, no existía ningún cuarto de hotel o pensión aparentemente a salvo del sol y de los francotiradores. Los agujeros que aún hoy se observan por todos lados en las paredes nos recuerdan que aquí sucedió algo. Aquí ha sido la guerra.
Las paredes ametralladas nos regalan la misma imagen gratuita en todas las esquinas. Y en el camino del puente viejo, más allá de los minaretes reconstruidos, la mesitas de madera sobre veredas adoquinados venden banderas de la extinta Yugoslavia, y por 20 euros te llevas un cargador de Kalashnikov vacío, o avioncitos hechos de vainas servidas de calibre .50 o 7,62, o la mira estropeada de un fusil Dragunova, o un cuchillo de quien sabe quién, o postales de la guerra de 1993, imágenes del hambre y de la muerte.
En un puesto al otro lado del río, todas las postales parecen las mismas, todos los rostros iguales: Milicianos afeitándose en las calles, miradas cargadas de espanto, fusiles colgando sobre espaldas encorvadas, hombres con hambre y demasiadas lágrimas furtivas derramadas. Es el cargamento mediático de esta nueva e incipiente economía del turismo. Lucran con todo, hasta con el sufrimiento pasado. Necesitan vivir.
De los tendederos de ropa cuelgan trapos de colores sobre ventanas abiertas, y lo taxis son demasiado dudosos para ser confiables. Varios comedores en penumbras, canillas públicas para recoger el agua. Se puede percibir que por este lugar ha pasado la negra túnica con guadaña en mano. La muerte ha viajado por aquí.
Esto es Mostar, donde a pesar del fuego pesado de los obuses, los domingos eran como cualquier otro domingo en otra parte. Fútbol y cerveza entre emboscadas y explosiones, viejas fumando sobre el suelo cubierto de cristales rotos, esperando. Esperaban evacuación o rescate o lo que fuera, algún analgésico para paliar los dolores del alma. Sobrevivir de cualquier manera, colgarse de los convoyes de los cascos azules, o cambiar sexo por un poco de agua potable y una ración de combate. Sobrevivir a no morir matando. El ser humano puede ser el animal más duro que existe, cuando se lo presiona a fondo.
El periodista Alfonso Armada escribió esto acerca de Mostar:
“La guerra ha sido especialmente cruel y absurda aquí. Los objetivos eran civiles. Limpieza étnica. Toda una ciudad convertida en objetivo militar, sin defensas y sin capacidad de réplica. Me parece todo tan absurdo, tan estúpido. Todo esto ha sido especialmente muy extraño”. Esto era Yugoslavia.
Perdido en Mostar, me duermo en un rincón sobre mi mochila en medio de un aliento raro, como si esperara algo en mitad del día. Me siento muy cansado. Duermo y sueño…
Mi sueño trata de que tal vez ahora ya no hubiera podido verlo en mitad de la noche, a escasos metros del frente, usando palos para marcar mi sector de tiro en el terreno. Ese enemigo fantasma en el horizonte negro, mientras suenan cañonazos sordos. Siento que no alcanzo mi fusil, que ya ha pasado mi tiempo, el de la brutalidad de los combatientes arrojados a la mierda de las trincheras, el de la vida clavada en un pozo miserable. Cargo municiones en un cargador sin resortes. Sueño que estoy lento, que no llego. Solo pienso en salir de allí.
Despierto nuevamente y ya casi es de noche, y las montañas brillan en un rojo atardecer. Tengo el consuelo egoísta que proporciona el hecho de ser testigo y no protagonista. Y siento ahora esa mezcla de asco y de amargor en la boca, que produce la cercanía del sufrimiento ajeno, con la rabia de imaginarme a mí mismo en aquellos años, con mi miedo o cobardía a cuestas, y con las ganas que hubiera tenido de colgarme del primer camión de la ONU para huir, para largarme de aquí en cuanto pudiera, con la idea fija de no regresar nunca.



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