"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

lunes, 8 de febrero de 2016

Cuadernos balcánicos: Sarajevo y los recuerdos del infierno


(Año 2014. Apuntes de un viaje por la ex-Yugoslavia)
Agosto 20
“Aparentemente a salvo”, como dijo Alfonso. 
Llegamos anoche pero todavía intento comprenderlo. Ya no caen granadas en la carretera, y los cañones han callado su charla de plomo contra los tejados. Al menos por ahora.
En los últimos kilómetros del viaje sentí esa familiar tensión que me recorre la espalda y el cuello, cada vez que ingreso a un territorio hostil, desconocido.
Por un momento recordé las noches de patrulla en aquellos caminos polvorientos de la isla de Chipre, cuando tenía poco más de veinte años y me ocupaba de una ametralladora de 12, 70 milímetros, instalada en el techo de un blindado de los cascos azules argentinos, desplegados en aquel perdido rincón del mundo. 
Pero anoche, en Bosnia central, la luna bailaba su danza sobre los penachos del maíz, en la carretera, y a través de la ventanilla observé las primeras luces de Sarajevo. 
El crepúsculo ya había caído con su aliento azul, turbio, y pensé en que algo emocionante podría suceder al otro día.
Pero me he equivocado como siempre, como siempre cuando la esperanza es asesinada. El recuerdo de una guerra nunca tiene nada de romántico ni de emocionante más que esto: cuarenta por ciento de paro con bajo salario y corrupción; un vecino viejo, alcohólico y cojo, que se arrastra por una calle cualquiera; un marido sin esperanza y transformado en contrabandista del mercado negro para sobrevivir; una hermana joven pero marchita después de ser violada por una pandilla de hijos de puta, o la marca de un mortero en plena vereda, bajo la parada del transporte público y pintada ahora con cera para ocultar los rastros de sangre seca y coagulada. La guerra no es nada más que eso, y es necesario olvidarla rápido, para seguir viviendo.
Esta mañana despertamos en una ciudad extraña, dominada por montañas que se levantan rodeándola por las cuatro puntas. La llamada a la oración que cantan los parlantes de las mezquitas islámicas ha sido nuestro exótico despertador, mezclado con el sonido opaco de las campanas de los templos católicos.
Todavía no puedo dejar de pensar en la tensión vivida al llegar, cuando bajamos del taxi en aquel callejón oscuro, bajo miradas amenazantes de tipos con aspecto neonazi, en los suburbios del barrio musulmán. 
Las casas de madera, que en la penumbra de la media noche se convertían en grises, se alineaban a lo largo de la calle en una sórdida desolación. El número 7 de la calle Sokak era el destino, de la habitación de esta pensión barata en donde ahora escribo notas.
He venido en busca de una historia, pero creo que esto será más fuerte.
Nos arrojamos a las calles en esta mañana soleada y fresca de mediados de agosto, y tras los cadáveres de los viejos tranvías que se arrastran sobre el estrecho acero, descubrimos una ciudad hermosa y fascinante, pero con muchos rastros de haber sufrido recientemente la brutalidad y la barbarie.



Vuelvo a perderme en la crónica terrible de una ciudad y hoy, en la capital de este país reciente y roto por la guerra, no puedo olvidarme de ellos, de los ciudadanos comunes que murieron haciendo la cola para el pan, o de los que fueron víctimas de la destrucción y del desastre cuando llovían las granadas de mortero, o de los que reventaron simplemente sin saber porqué.
Caminamos por la calle Mula Baseskije, y descubrimos porqué llaman a esta ciudad “la Jerusalén de Europa”. Sobre esta misma vía (que lleva el nombre de un clérigo musulmán), y separados por distancias de no más de cuatro cuadras, se levantan templos de religiones diversas. En un extremo asoma imponente el minarete de una mezquita. Más adelante, barbudos sacerdotes de bonete negro y rostros eruditos, comienzan la oración diaria en un templo ortodoxo. En la cuadra siguiente, el portón de hierro que protege una sinagoga judía, luce perpetuos orificios de los disparos de un fusil. Y al final de la vía, brillan cruces doradas en las torres blancas de una catedral católica. Este es un paisaje surrealista, y francamente impresionante.
Mezcladas con este panorama sacrosanto, las casas acribilladas y los edificios bombardeados que yacen hoy en ruinas silenciosas, son mudos testigos del espanto que aquí ocurrió. Fachadas renegridas, machacadas por las balas, son todavía hoy, un vago lamento a lo largo de muchas calles de esta bella ciudad.
Imagino que a la mayoría de ustedes, Sarajevo les importa un carajo. Y no los culpo, porque de verdad está ubicada en el patio trasero de lo que fue la Unión Soviética, bastante lejos de todo, y más próxima a Rusia por el idioma, que a Italia por el glamur.
Me importa muy poco que me juzguen más tarde por lo que hoy escribo sobre este lugar. Tal vez lo mío sea simplemente una necesidad meticulosa de contar lo que veo, o algo parecido a lo que dijo Borges una vez: “Me siento justificado, porque estoy cumpliendo con mi destino de escritor” 
En este caso siento que estas notas sirven para que la gente no olvide lo que pasó aquí, en la década de 1990, y si eso ocurre, si los lectores se toman tan solo un momento para recordarlo, yo ya habré ganado.
Contar esta historia y la de su gente es difícil, pero también necesario. Por eso hoy voy a tomar partido, ¿y cómo no tomarlo si estás escribiendo, si te paras de este lado del cementerio, donde han caído las granadas más terribles? 
La verdad, me tiene sin cuidado que me juzguen por no mantener mi neutralidad periodística, como aquel perfecto desconocido lector de Enlace Crítico, que desdeñaba mis relatos de otras zonas de conflicto con argumentos infantiles y ademanes de matón. 
Quien escribe humanamente acerca de la guerra, necesariamente debe tomar algún partido, elegir un bando, sentirse comprometido. De lo contrario será solo un pedante redactor de enciclopedias, o un híbrido cobarde que alaba por igual a Sodoma y a Gomorra. 
Y ahora me pregunto con que parte del cuerpo debo seguir escribiendo, ¿con el cerebro, con el corazón, con las tripas? Ya no me importa, porque ya he dado este paso.
Hoy ya no soy soldado ni soy nada de todo aquello, y hago uso de mi legítimo derecho ciudadano de romper la sutil línea que separa la información de una denuncia. Lo hago porque personalmente siento el deber moral de denunciar. De manera que lo contaré todo desde el lado del pueblo bosnio, el lado de los musulmanes con los que hoy charlo y bebo té, el bando de estos habitantes comunes que tienen rostros reales para mí, los que venden escarpines de lana para bebés en el mercado central, los que me regalan un pedazo de sandía y una sonrisa desdentada, los que no saben hablar en ningún otro idioma que no sea el de las montañas, y los que todavía son considerados bastardos o animales por los carniceros serbios, aquellos imbéciles que desde las colinas ejercieron a mansalva su irracional y estúpido “derecho” de matar.
Asedio, francotiradores, limpieza étnica, refugiados, diez mil muertos (entre ellos mil quinientos niños), cincuenta y seis mil civiles heridos por munición, metralla o minas terrestres, más de dos mil víctimas de amputaciones, fueron solo algunos de los números de la barbarie que han dejado los mil doscientos días de asedio medieval a esta capital, multiplicando así por tres, el sitio de Stalingrado. 
Sarajevo parece haberse quedado anclada en un mar de sombras, y lo único que sabía acerca de esta ciudad antes de venir, era una frase que leí en un libro de historia: “El asesinato del heredero del trono austrohúngaro en Sarajevo desencadenó la I guerra mundial”. Nunca imaginé que vendría a escribir acerca de este lugar.
Estoy en la capital de la República de Bosnia, una región montañosa del mundo a la que llaman Balcanes, colinas pardas y de acceso difícil en los Alpes Dináricos, enclavadas entre la Hungría post comunista y una Grecia en plena crisis capitalista.  
Este pequeño país, que declaró su independencia de Yugoslavia el 3 de marzo de 1992, con el reconocimiento de las Naciones Unidas, fue el escenario de una brutalidad que no debe olvidarse. 
El Ejército Federal yugoslavo (con una gran mayoría de serbios étnicos en sus filas), declaró la guerra al gobierno legítimo de Sarajevo, elegido en las urnas. Comenzaba así, una carnicería de tres años y medio transmitida por la tele en directo a todo el mundo. Y toda Europa se cruzaba de brazos, observando la barbarie.
Sarajevo quiere decir “rayo entre las montañas”, y desde las cimas que dominan la ciudad, los serbios separatistas bombardeaban con artillería la ciudad de casi medio millón de habitantes.
La gran Serbia de Radovan Karadzic, se convertiría entonces en el verdugo feroz de un martirio a manos de francotiradores, y de una infantería cuya única táctica sería la de aterrorizar a una población civil, que se jugaba la vida yendo a buscar agua, o a comprar el pan.
Sarajevo, el testigo maldito y privilegiado del inicio y del fin del siglo XX, en la última década del siglo pasado iba a pagar el precio del vacío en la transición de la Europa de la Guerra Fría, a la de un mundo unipolar.
Por primera vez una población civil de un centro de la Europa civilizada, iba a sufrir en carne propia el síndrome de Vietnam. Hasta entonces, solo los militares destacados en Asia habían sido víctimas del shock post traumático típico de la exposición prolongada a la vida en el límite.
La limpieza étnica de musulmanes era el único objetivo de las fuerzas separatistas serbias en Bosnia, y de católicos croatas en Herzegovina. Antes de la guerra, el 52 % de los habitantes de la república eran bosnios de religión musulmana, el 31 % serbios ortodoxos, y el 17 % croatas católicos.
Limpieza étnica significa nada menos que eliminar, asesinar o matar sistemáticamente a todo aquel que no pertenezca a una misma raza, y de paso se hace extensiva una persecución religiosa feroz. Ocurrió ya varias veces en la historia, desde tiempos bíblicos hasta nazis gaseando judíos, turcos degollando armenios, y ahora nuevamente con palestinos resistiendo a piedrazos frente a los tanques sionistas.
Limpieza étnica. Eso fue lo que ocurrió en la década de 1990 aquí, en este país que se llamó Yugoslavia.   
“Los serbios todos juntos y en todas partes, desde Belgrado al Adriático”, había escrito el ministro del interior serbio en 1844, en un documento con el título de “El plan”, que resucitado solo tenía un problema: cómo deshacerse de todos los que no fueran serbios.
El asedio a la ciudad provocó miles de desplazados, que huyeron a las zonas rurales próximas, a intentar salvar el pellejo. Pero a los serbios no les bastó, querían borrarlos del mapa. Entonces los cercaron y estrangularon lentamente, en pueblos como Srebrenica o Gorazde, donde ya son célebres la infamia y las fosas comunes. 
Los “Chetniks”, aquellos locos desgraciados que jugaban a la guerrilla ultra-nacionalista, y que no hacían diferencias entre hombres, mujeres y niños, fueron los autores. Ya lo he dicho: los serbios fueron. 
Esa fue la raíz de la tragedia ocurrida en estas calles, donde hoy camino y me estremezco.
Me invade ahora una melancolía extraña y distante, mientras comienzo a andar por la calle Mariscal Tito, esta avenida que atraviesa la ciudad de punta a punta, paralela al río Miljacka, unas mínimas aguas marrones, que parecen lavar las heridas bajo este suelo castigado y maldito. La ciudad termina a un costado de ella, antes de las colinas pardas y verdosas, que se levantan y oscurecen bajo una nube pasajera.
Esta es la célebre “avenida de los francotiradores” (frente a un cruce de calle abierto y al hotel Holliday Inn que albergaba a la prensa internacional que cubría la guerra), donde los guerrilleros “Chetniks” disparaban contra civiles indefensos que intentaban cruzar en las esquinas. 
Intento imaginar ese cuadro, aunque hoy resulte un poco imposible: columnas de humo en la oscuridad de un día cualquiera, tipos mascando chicles disfrazados de guerrilleros y apostados a 800 metros en las colinas, con sus fusiles automáticos, disparos de francotiradores, trazadoras que pasan recortando los esqueletos negros de los edificios, hacen impacto en el asfalto y todavía hoy se dejan ver. 
Las puntas de mis dedos recorren las paredes agujereadas por esquirlas, y siento que los fantasmas aún laten detrás de ellas.
Pesados, solemnes, inmensos, se levantan a la derecha los monobloques de cemento. 
Al otro lado del río y sobre la misma avenida, comienza un paisaje de monoblocks similares a los de las series de la guerra fría. Rectángulos iguales, ventanas que brillan hacia el monótono asfalto de la calle. Elefantes grises salpicados ahora por graffitis, donde todavía asoma el antiguo sello del comunismo. 
En la distancia del amanecer azul, estos complejos de viviendas familiares adoptan un color extraño, lúgubre, sombrío. 
Esto es Novi Grad, un barrio que ha quedado arrasado desde esa época, y que ya nunca pudo levantarse después de aquello. Los bloques de cemento parecen haber sido mordidos por un ejército de termitas, que han transformado el aspecto del hormigón en un enorme y agujereado pedazo de queso Gruyere, y, para quien lo observa sin conocer su historia, pareciera haber sido diseñado por los peores alumnos de arquitectura, en aquella vieja república que hoy yace aquí, en ruinas. Las imágenes de la destrucción, aún son terribles.
Esto fue Yugoslavia, la vieja y señorial República Socialista, la pro-soviética, la hoy desintegrada, que se revela antes mis ojos como un estigma de lo que fue, como el fantasma de lo que sucedió. Es difícil creerlo, pero estoy en Sarajevo.
Hoy es la capital de la joven Bosnia, y fue reconstruida hace poco y a las apuradas, para intentar devolver a los ciudadanos algo de la dignidad perdida en los años de 1990, cuando arrebataron la inocencia de aquellos niños, que ahora lucen como jóvenes occidentales en apariencia despreocupados. Los que lograron huir de los carniceros y regresaron, y son los que habitan hoy, luego del largo asedio de 4 años sufrido, en esta pequeña comarca del mundo donde ahora camino.
En 1992, los francotiradores serbios cobraban aquí una prima por liquidar periodistas, pero a las personas comunes las mataban gratis. El número de muertos fue bastante alto, pero a veces erraban, gracias a alguna intromisión del viento o del mal tiempo, o la mala puntería después de alguna borrachera. Quién sabe, ahora ya no importa.
Detrás del barrio musulmán donde está la pensión y un poco más allá de las mezquitas, se levanta una colina tapizada de lápidas blancas. Desde este sector de la ciudad, parece que todo Sarajevo es un cementerio. Nombres musulmanes y cristianos que se mezclan y duermen todos juntos, con fechas de nacimiento y muerte a veces tan cortos. Resulta difícil pensar que bajo esos fríos monolitos de mármol blanco, yacen cuerpos de niños.



Me paro un momento a pensar y a meditar. No logro comprender tanta violencia.
En esos años de 1990, este suelo fue el dominio de aquellos fanáticos pro-nazis que practicaron el terrorismo basado en el racismo religioso. Mientras que los ciudadanos bosnios comunes de Sarajevo, aguantando como podían y a duras penas contra ese temporal, formaban una maltrecha defensa convertida en milicia de civiles, en la que se hizo famoso el uniforme del overol azul, las zapatillas deportivas y los viejos fusiles checos.
No logro encontrar hasta el momento, muchas más palabras para describir todo esto. Entonces, como lapidario epílogo de este día, tomaré las líneas de un texto del periodista español Arturo Pérez Reverte: “Respecto a los Balcanes, prefiero ser reportero y limitarme a contar lo que veo. Mejor eso que analista lúcido y desengañado. O que ministro de exteriores comunitario, camuflando el cobarde fracaso de una Europa que no responde, entre risitas idiotas y absurdos mensajes de esperanza”.
Hoy creo haber encontrado algo dentro de mí mismo, aquí, a la orilla del Miljacka, en esta ciudad agujereada por las bombas y coronada de iglesias, sinagogas y mezquitas, llamada Sarajevo.



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