"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

jueves, 11 de febrero de 2016

La pluma con punta de plomo



A decir verdad, debo admitir que no me gustan mucho las armas de fuego. 
Lo mío son los cuchillos, porque son más simples, mas livianos, muy efectivos y no requieren de tanto mantenimiento. Disculpen si esto suena al epitafio de un cazador, pero yo siento que es así.
En otro tiempo de mi vida he manipulado algunas armas (fusiles en su mayoría), de varios tipos. Sus orígenes eran muy diversos: norteamericanos, checos, belgas, armas francesas e israelíes. Armas provenientes de varios puntos del planeta.
Pero el fusil ruso Kalashnikov es diferente ¿Lo conoces? 
Tal vez lo viste muchas veces pero no sabes como se llama. Es el símbolo de la guerrilla en todas las películas. Flaco y desgarbado igual que sus portadores, esa mezcla de hierro y madera aparece siempre en la tele personificando la pobreza y el hambre en Somalia, Vietnam, Camboya o lugares así.
Durante una década entera lo encontré por todas partes, como cualquier otro soldado de mi generación: latinoamericanos, europeos, asiáticos, africanos y gente así. Era parte del paisaje. 
De modo que, una vez retirado del ambiente de la guerra, quise comprarme uno por aquello de la nostalgia. Cosas de la vida y del dinero me impidieron hacerlo, pero de verdad siempre quise uno.
Si tuviera un Kalashnikov lo llevaría al país de los fusiles usados para que lo legalizaran e inutilizaran, y así no podría hacerle mas daño a nadie. Lo tendría en mi casa, entre los libros, apoyado en un rincón. Y tal vez hasta le pondría una flor en la punta del cañón, como suelen hacer en esas ridículas películas pacifistas. No lo se.
Escribiendo esta nota recuerdo cuando lo armaba y desarmaba a oscuras, como me enseñó mi compadre David Saavedra en la selva del Perú, en el año 2004. 
Me río a solas, con los ojos cerrados y las piezas desparramadas sobre una alfombra imaginaria, igual que en un juego de escopetas, como los niños.
Clic, clac. La verdad es que armarlo y desarmarlo a ciegas es como andar en bici, no se te olvida nunca. Y entonces creo que todavía me podría salir de puta madre. Si un día agoto mi inspiración novelesca o me aburro de trabajar en menesteres cotidianos, podría ganarme la vida adiestrando a los de alguna guerrilla o algo así. Que tomen nota, por si acaso. Tal como viene el presente de mi economía y el futuro del mundo, quizás hasta resulte útil.
El caso es que estaba recordando los lugares donde lo había visto antes (en vivo, no en la tele), y  me acordé de haberlo visto por última vez en Bolivia, colgado del hombro de un policía anti-narcóticos, en Coroico, cerca de La Paz.
Ese día admiré su diseño siniestro, bellísimo de puro feo, y me convencí una vez más de que el icono del siglo que hace algunos años dejamos atrás no es la Coca-Cola, ni el Che, ni la foto del miliciano de Capa, ni la aspirina Bayer, ni la Marilyn Monroe atajándose el vestido.
El icono absoluto del siglo que pasó es el fusil de asalto Kalashnikov.
En 1993 alguien escribió un artículo hablando de eso: de cómo esa arma barata y eficaz se convirtió en símbolo de libertad y de esperanza para los parias de la tierra. Para quienes creían que sólo hay una forma de cambiar el mundo: arrimando plomo de punta a punta. 
En aquel tiempo, cuando estaba claro contra quién era preciso disparar, levantar en alto un AK-47 era alzar un desafío y una bandera.
Se hicieron muchas revoluciones cuerno de chivo en mano (porque en México lo llaman así), y aunque no tuve el privilegio de presenciar alguna, las vi renacer en mis viajes mochileros por los campos y por las sierras de la mayúscula porción de América latina que me tocó recorrer.
También vi revoluciones aplastadas o terminadas en victorias que casi siempre se convirtieron en patéticos números de circo, en rapiñas infames a cargo de antiguos héroes, reales o supuestos, que pronto demostraron ser tan sinvergüenzas como el enemigo, el dictador, o el canalla que los había precedido en el palacio presidencial. 
Víctimas de ayer, verdugos de mañana. Lo de siempre. La tentación del poder y del dinero. La puerca condición humana. 
De ese modo el siglo XX se llevó consigo la esperanza, dejándonos a algunos la melancólica certeza de que para ese triste viaje no se necesitaban bolsas cargadas de carne picada, bosques de tumbas, ríos de sangre ni miseria.
Y así, el Kalashnikov, arma de los pobres y los oprimidos, quedó como símbolo del mundo que pudo ser y que no fue. De la revolución mil veces intentada y mil veces vencida, o imposible. De la dignidad y del coraje del hombre, siempre traicionados por el hombre. Del gran combate y de la Gran Estafa.
Existen regiones del mundo donde la ley queda reducida casi exclusivamente a la justicia que imparte esa máquina de cuatro kilos y medio con once partes móviles. 
El torrente de fusiles Kalashnikov de bajo presupuesto que inunda, por ejemplo, Darfur, en el Sahel africano (aquella franja de pastizales semi áridos que separa a los árabes de los negros, a los musulmanes de los cristianos, a los nómadas de los agricultores), ha devaluado la responsabilidad personal de los políticos regionales en esa guerra. Ha debilitado a las autoridades tribales. Los hombres jóvenes que antes entonaban canciones a sus vacas favoritas, ahora dan serenatas a sus armas: "el kalash trae dinero, sin un Kalash eres basura"
Se lo que siente un joven cuando tiene un arma como esa en sus manos por primera vez: se siente fuerte, invencible, casi sobrehumano. Y esa mezcla de inmadurez y de poder nunca resulta del todo bien.
En mis años como soldado de la Infantería de Marina nos enseñaban a cuidar y a mantener bien limpio nuestro fusil, a disparar con precisión y adorar las bondades del equipamiento que el Tio Sam nos regalaba.
"Uno, dos, tres. Izquierdo, derecho, izquierdo", cantábamos orgullosos en el trote mientras nos creíamos verdaderos "Marines". Un sargento con voz de perro siempre ladraba la doctrina como el cura de una capilla en la homilía del domingo.
Clic, clac. La historia se repetía. Armar y desarmar, engrasar y volver a armar. Desde las selvas de Colombia hasta la isla de Chipre, y desde Guatemala hasta la provincia Serbia de Kosovo, siempre fue la misma historia. 
Yo tuve la misma experiencia pero con otra arma, que era de de origen norteamericano: el M16 A2 de la fábrica Colt, que el Papá Noel de los duendes camuflados reparte en copias de plástico a los niños del mundo en sus cumpleaños, y a los ejércitos amigos en su versión de verdad, cuando los generales llenos de estrellas y los políticos llenos de úlceras cierran el trato, apretándose fuerte las manos y tomando café.
Sin saberlo, en aquel juego de color verde fui un joven pistolero al servicio del capitalismo. Pero un capitalismo de puertas para afuera, nada productivo para mi propio país. 
Recuerdo lo valiente que nos sentíamos, "indestructibles" bajo la bandera azul de las Naciones Unidas, como John Wayne o Rambo en las películas. Así, igualito.
Y ahora viene la paradoja.
En este siglo XXI que comenzó con torres gemelas cayéndose a pedazos e infelices degollados frente a cámaras caseras de vídeo, el Kalashnikov sigue presente como el icono de la violencia y del crujir de un mundo que se tambalea. Entonces yo me pregunto si sólo el AK 47 es el símbolo de la violencia.
Este Occidente viejo, egoísta y estúpido que, incapaz de leer el destino en su propia memoria, no advierte que los bárbaros llegaron hace rato, que las horas están contadas, que todas hieren, y que la última, mata.
Pero esta vez, el fusil de asalto que sostuvo utopías y que puso banda sonora a la historia de media centuria, la llave que pudo abrir puertas cerradas a la libertad y el progreso, ha pasado a otras manos. Lo llevaban hace quince años los carniceros serbios que llenaron los Balcanes de fosas comunes. Lo empuñan hoy los narcos de México, los gangsters eslavos, las tribus enloquecidas en surrealistas matanzas tribales africanas. Se hacen fotos con él los fanáticos islámicos cuyo odio hemos alentado con nuestra estúpida arrogancia: los que pretenden reventar treinta siglos de cultura occidental pasando por encima de Sócrates, Martí, Shakespeare, Cervantes, Sabato o Sartre, con el manto espeso, el velo negro de la reacción y la oscuridad. Los que irracionales, despiadados, hablan de justicia, de libertad y de futuro, con la soga para atar homosexuales en una mano y la piedra para lapidar adúlteras en la otra. 
Mientras nosotros, suicidas imbéciles, en nombre del qué dirán y de las malditas buenas costumbres, sonreímos alegremente ofreciéndoles los dientes.

(La foto que encabeza este texto pertenece a Philip Blenkinsop)

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