"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 13 de febrero de 2016

Perros de batalla


Al teniente Sergio Morales, que fue mi amigo y no llegó a capitán.

La definición del diccionario los califica como "grupo de soldados equipados para prestar servicio a pie" o simplemente "muchachos, jóvenes colectivamente"
Dentro de las Fuerzas Armadas de todo el mundo consideran a la Infantería como la "reina de las batallas", pero aquellos agotados fusileros que conocí, poco y nada tenían que ver con la nobleza, con los reyes o con la aristocracia. Eran simples Infantes de marina, hombres rústicos haciendo su trabajo, que consistía en entrenar para el combate, y prepararse diariamente para marchar a alguna guerra lejana bajo banderas azules de la ONU, o la cruz de los vientos de la OTAN. Los conozco bien porque solían ser mis compañeros. Yo mismo fui uno de ellos.
Eran muchachos jóvenes que se lanzaron al camino a pelear y a buscarse la vida. Venían de ciudades y de pueblos. Eran citadinos o agricultores. Algunos se alistaron simplemente por aventura (como yo), otros formaron filas por hambre de gloria o por dinero; y otros, la mayoría, por hambre de verdad. 
Desde el sur de Argentina hasta la isla de Chipre, desde el norte de África hasta los Balcanes, en todas las tierras y en todos los climas, bajo la nieve, bajo el sol, bajo la lluvia o el viento, huestes de hombres medianos y recios, fanfarrones algunos, crueles otros, hechos a la medida de las miserias, a sufrir y a las largas fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la vida, caminaron por países lejanos y volvieron a su patria con historias fascinantes que escuchar.
Cuando has vivido durante un tiempo en el mundo íntimo de una compañía de infantería, llegas a conocer tan bien a quienes han compartido contigo ese mundo, que pareciera tu propia familia. Luego te queda para siempre grabado en la memoria, el vivo recuerdo de aquellos días.
Tal vez no lo sepas porque, o no lo has vivido o simplemente te importa un carajo. 
Pero si estás leyendo esta nota es porque algo te interesa. Entonces, ¿quieres una historia?. Pues te la cuento. Aquí la tienes:
Estas metido hasta el cuello junto a tu patrulla en la selva amazónica, al norte del Perú, muy cerca de Colombia. La sección de quince hombres está exhausta luego de abrirse camino, penosamente, hasta la cima de una colina de cien metros. Los dos hombres que marchan en vanguardia se turnan para cortar la vegetación a punta de machete. Cuando ya no pueden resistir más, se acercan otros dos o tres soldados y aplastan el muro de malezas arrojándose contra él. Luego el resto de la sección avanza unos cuantos metros. A continuación dos hombres más relevan a los de la punta. Todo esto ocurre bajo un calor abrasador. Cuando salen de la jungla entran en una ciénaga, que tienen que cruzar saltando de un charco al otro. Un fusilero pierde pié, cae en una charca apestosa y cuando logran sacarlo de ahí está hundido hasta el pecho, cubierto de mierda y de lagartijas. Al llegar a la cima de la colina los soldados forman un círculo y se dejan caer en el suelo, apoyando sus cabezas contra cascos y mochilas. Entonces los observas: parecen espectros que caminan. Sus botas de cuero y lona están impregnadas de barro y podridas a la altura de los pies, sus piernas hinchadas y cubiertas de sanguijuelas, su equipo individual, el correaje, al igual que sus uniformes, se ve desteñido y deshilachado. Todos (incluso tú), tienen la piel apergaminada y blanca como el cutis de los ancianos.
Luego del respiro en la colina la sección baja pesadamente por un furtivo sendero abierto por animales de monte, al ritmo uniforme y laborioso que es una de las características de la infantería veterana. Ya nadie puede negar que esos hombres son veteranos. Si se los observa, resulta difícil creer que varios de ellos solo tienen veinte o veintidós años. Sus rostros carecen de juventud y sus ojos tienen la expresión fría y opaca de los hombres que están encadenados a una existencia de implacable espíritu práctico. Están ojerosos, barbudos, hechos polvo tras largas marchas y jornadas infames durmiendo a la intemperie. Todos los días se esfuerzan por mantenerse secos, por evitar que su piel se cocine en la putrefacción de la jungla y por seguir vivos. En el embrutecido mundo que habitan, el mero acto de caminar podría significarles la muerte. Tal vez alguna senda por la que deben patrullar está sembrada de minas. Un mal paso y estallarían en fragmentos o quedarían tullidos de por vida. Un mal paso o un instante de negligencia en la mirada y no notarían la delgada hebra de alambre tendida a través del sendero.
Llegan a un camino que marca la línea del frente. Te arrastras por el barro hasta la posición de tu jefe, que es un charco redondeado lleno de aguas negras. Allí recibes la orden: excavar trincheras y esperar a que anochezca. Extienden ponchos verdes sobre el fondo de los pozos, y se sientan a fumar el último cigarrillo antes de que caiga la oscuridad. El operador de radio descarga de su espalda el incómodo PRC-77 (una radio vieja y pesada), y la apoya en un costado del foso.
El viento sopla con firmeza: la lluvia barre la selva horizontalmente y golpea el poncho como si se tratara de perdigones zorreros.
Te corresponde la primera guardia de radio. El operador y los demás se han tendido a dormir, acurrucados en posición fetal. Miras hacia afuera y tratas de familiarizarte con el paisaje. Una parte de la línea del segundo pelotón sigue el curso del camino, rodea una aldea miserable habitada por niños desnudos y perros esqueléticos, y desemboca en el río. Tu posición y la de tus otros compañeros parecen islas que flotan en un océano verdoso. Al frente ves la jungla cerrada, y a la derecha unos matorrales gris verdosos que se pierden en la noche. Bajo la luz menguante solo logras distinguir los manchones gris-oliva de los ponchos y las pequeñas siluetas de los otros hombres que al dormir parecen muertos. No hay mas nada frente a tu trinchera, salvo más jungla llena de árboles enormes que se elevan hacia las nubes.
En breve oscurece. Todavía no oyes nada excepto el viento y el crujido de las ramas y ahora solo ves los variantes matices de negro. La aldea es un lunar oscuro como la boca de un lobo y los árboles tienen un color gris negruzco. Más allá del azabache de la selva que bordea el riachuelo, incluso cuando tus ojos se adaptaron a la oscuridad, no consigues ver la más mínima variación de color. Todo es absolutamente negro. Un vacío. Al contemplarlo sientes que miras algo que es todo lo contrario al sol. Es la fuente y el centro de la oscuridad universal.
El viento no deja de soplar, implacable y entumecedor. Calado hasta los huesos, comienzas a temblar. Te resulta difícil sostener con firmeza tu fusil, y cuando quieres enviar un mensaje por la radio tus dientes castañean. Estás empapado y no recuerdas haber tenido nunca tanto frío. Una violenta ráfaga de viento acuchilla la trinchera, tira el poncho camuflado y arranca un costado de sus amarras. Gomosa y empapada, la lona te golpea la cara. Le pasas la radio a Morales: es su turno de guardia. 
Tendido de costado y con las rodillas dobladas dentro del pozo tratas de dormir, pero los charcos y el frío te lo impiden.
Cerca de medianoche y desde la selva del frente, se escucha un intenso crujir de ramas y se siente el crepitar de un arma automática. Una de las posiciones cercanas al claro de la aldea responde con el chasquido de una bengala que se eleva en un sonoro destello. Dibuja círculos rojos mientras cae lentamente flotando en el cielo negro. Ves como ondea la lluvia oblicua a través de aquella luz espectral, mientras dos ametralladoras escupen anaranjadas municiones trazadoras de 7,62 mm, que vuelan por encima de tu cabeza con ese intenso ruido de succión que siempre producen, en dirección a la selva de palmeras y maleza. Desde los árboles no reciben mas respuesta, y esperan casi media hora para convencerse de que no sucede nada más.
Te acurrucas en el fondo de ese agujero oscuro, húmedo y sombrío que tienes por trinchera, y abrazas con fuerza tu fusil M-16. De a ratos sueñas que estás enredado entre cabellos, tetas y piernas de mujer, y que juntos flotan entre sábanas limpias. 
Los hombres Duermen a intervalos durante el resto de la noche y llovizna cuando despiertan al amanecer. Aturdida, la sección vuelve sobre sus pasos hacia el punto de exfiltración fluvial, en las riberas de un arroyo donde los espera una lancha. Igual que una cuadrilla de prisioneros condenados a trabajos forzados, los infantes de marina marchan hacia el punto de extracción sin alegría y sin esperanza, de que el nuevo día les brindará algo diferente o mejor.

Ellos son los perros de batalla con los que me ha tocado convivir; hombres que se batieron a ciegas por alguna oscura honra, o por la simple desesperación de no tener más nada. Por hambre. Mal pagados e ignorados en su tierra, como siempre. La misma vieja y puta historia.
Tal vez solo fueron perros porque no quisieron vivir de otra manera. Hoy, muchos de ellos ya están fuera de aquel mundo, y deambulan por las calles de pueblos y ciudades intentando ganarse la vida como obreros, vigilantes, sirvientes o bastardos olvidados, despreciados por muchos y con el hambre de las tripas pegado al corazón.
Al recordarlos siento mucho orgullo y cariño por ellos, y me río de todos los imbéciles que los critican y que nunca han arriesgado nada. 
Mis compañeros infantes de marina fueron tipos que tuvieron los huevos y el valor de arriesgarlo todo por una causa que creyeron justa, y eso mas de lo que pueden afirmar la mayoría de los cobardes, que solo han visto acción en las películas de la tele, apoltronados en sus cómodos sillones.


2 comentarios:

  1. Tuve la oportunidad de trabajar con éste Soldado, es sumamente humano y letal a la vez, por sobre todo ser humano, como combatiente con jerarquía es y era preparado, docente y compañero incondicional.
    A pesar de haber sido su jefe me educó en el combate y lamenté su alejamiento de la Armada Argentina.

    Jorge Gustavo BEJARANO
    Capitán de Corbeta
    Armada de la República Argentina

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  2. Muchas gracias por sus palabras jefe. Dan el aliento de saber que todo lo que se hizo no fue en vano.
    Le envío un gran abrazo.

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