Aún es posible encontrar aldeas perdidas en lo alto de las montañas de Tailandia, en Laos o en Birmania, es decir, en aquellos lugares en los que todavía viven pueblos que fueron los primeros habitantes del sudeste asiático, como los Akha, los Karenes o los nativos de la etnia Yao.
Según una antigua leyenda del norte de Tailandia, esos antiguos pueblos
tuvieron la misión de defender las comarcas meridionales de la China, y de
enfrentarse a los ataques extranjeros. Así fue como lucharon contra los
innumerables ejércitos invasores que trataron de someterlos (japoneses y
comunistas vietnamitas por ejemplo), permaneciendo largos años en las alturas
de las montañas, sin atreverse a descender a los valles.
Todavía hoy existe un antiguo proverbio tribal que dice: "si no
temes al hambre, permanece en la montaña; y si no temes a la muerte y a las
armas del enemigo, vete al llano"
Este es el relato de un viaje a esas aldeas perdidas en la selva,
habitadas por antiguos productores y traficantes de opio, y por descendientes
de guerrilleros tribales.
Durante el período en que transcurre esta crónica, Tailandia vivía bajo
un hermético régimen militar, la moneda local (el Baht) cotizaba 35 a 1 con
respecto al Franco suizo, los comunistas controlaban el vecino Laos y era el
final de febrero, el tiempo en que termina la estación seca, la Nham Heng.
El inicio
Salimos de Bangkok una tarde calurosa y nublada.
A las 16 horas caminamos por la pista de aterrizaje hacia el pequeño
avión de una aerolínea local. Los únicos occidentales éramos nosotros y un
muchacho francés. El resto del pasaje estaba compuesto por thais de la
provincia o nativos asiáticos. Cinco minutos más tarde despegábamos. El aparato
sobrevoló el Golfo de Siam a una altura de siete mil metros, y nos llevó
durante algo más de una hora por una ruta de circunvalación que conducía al
norte de Tailandia. En un mapa aéreo, el piloto había mostrado la ruta.
Viraríamos por encima de Laos para volver a bajar sobre las cuatro fronteras,
en aquella zona en que limitan la China, Tailandia, Laos y Birmania.
A través de la ventanilla procuré en vano divisar el paisaje. El suelo
se veía con dificultad. Los últimos rayos del sol inflamaban las nubes, y sus
bordes de algodón se volvían negros como papel de diario quemado. Sin embargo,
a través de aquella mala luz pude ver un trozo de río de colores suaves como el
viejo estaño. Era el Mekong.
Aterrizamos en una pequeña y polvorienta pista ubicada entre Chiang Rai
y el Mekong, que los norteamericanos habían utilizado entre 1960 y 1970 como
base para el lanzamiento de sus patrullas de reconocimiento, y para incursiones
de Fuerzas Especiales en los territorios del norte, durante la guerra de
Vietnam.
Cuando dejamos el aeropuerto ya había caído el sol. Cargamos nuestras
mochilas y subimos a una moto-taxi que nos sumergió en una pequeña y desconocida
población rural. Así llegamos a Chiang Rai.
La misión
El objetivo de la travesía era intentar tomar contacto con los nativos
de las minorías tribales.
Antes de viajar al norte de Tailandia había leído mucho acerca de esa región, pero de todos los textos y autores que consulté, me interesó uno en especial. Era el relato de un fotógrafo australiano llamado Philip Blenkinsop, quien en 1989 conoció la tragedia de los campos de refugiados en la frontera entre Tailandia y Camboya, y desde entonces se dedicó a viajar por países como Timor Oriental, Birmania, Indonesia y Laos. Él había descubierto en las montañas y selvas de Laos, la historia de un grupo de nativos de la etnia Hmong (originales de China), que habían sido reclutados y entrenados por la CIA norteamericana con el objetivo de librar una guerra secreta contra el gobierno comunista laosiano y sus aliados vietnamitas. Esas gentes nativas actuaron como mercenarios pagados y equipados por los norteamericanos.
Antes de viajar al norte de Tailandia había leído mucho acerca de esa región, pero de todos los textos y autores que consulté, me interesó uno en especial. Era el relato de un fotógrafo australiano llamado Philip Blenkinsop, quien en 1989 conoció la tragedia de los campos de refugiados en la frontera entre Tailandia y Camboya, y desde entonces se dedicó a viajar por países como Timor Oriental, Birmania, Indonesia y Laos. Él había descubierto en las montañas y selvas de Laos, la historia de un grupo de nativos de la etnia Hmong (originales de China), que habían sido reclutados y entrenados por la CIA norteamericana con el objetivo de librar una guerra secreta contra el gobierno comunista laosiano y sus aliados vietnamitas. Esas gentes nativas actuaron como mercenarios pagados y equipados por los norteamericanos.
Fue una guerra encubierta y cruel, cuyos detalles han permanecido en
secreto durante más de 30 años. Esa historia de la traición norteamericana a
toda una población tribal extremadamente leal, de la que primero se ganó su
amistad para después abandonarla a su suerte en impenetrables junglas y colinas,
fue la que atrapó mi atención. Así supe que familiares y descendientes de
aquellos guerreros viven hoy como refugiados en Tailandia, en alejadas aldeas
de la provincia de Chiang Rai.
Yo buscaba a toda costa la manera de ver a esas gentes e intentar
charlar con ellos. Sentía curiosidad por todo lo que había en ese lejano país,
por las razas que lo habitaban, por las lenguas que se hablaban.
Además de esos vibrantes relatos de guerra, me seducía también la idea
de llegar hasta el mítico río Mekong, lleno de historias y de leyendas,
investigar el cultivo del opio, ver el paisaje en las solitarias carreteras
desde donde se contempla la triple frontera entre Tailandia, Laos y Myanmar
(antigua Birmania), acercarme a las tribus de diversas etnias desperdigadas en
las altas colinas y contemplar los verdes y exuberantes arrozales. Todos esos
ingredientes eran la excusa perfecta que cualquier aventurero busca, para
cargarse una mochila a la espalda y pasar unos días descubriendo ese misterioso
rincón del planeta.
La marcha
Para llegar hasta las aldeas tribales de la Región Alta fue necesario
encontrar primero un guía local, un baqueano o alguna persona que hablara la
lengua y que conociera bien las sendas que subían por las montañas. Así dimos
con Arthit, un muchacho de 27 años que hablaba inglés, nativo de la etnia Akha.
Con la piel más curtida que la mayoría de los thais, pequeño y robusto,
de rostro ancho y nariz achatada, Arthit tenía la vitalidad de un animal.
Conocía bien las sendas de la selva, las madrigueras de las bestias, sus
costumbres: salía a cazar con una ballesta y un machete. Pero también era
supersticioso y tenía miedo de los “fis” (los genios malos de la jungla), y
cada tanto se ocultaba para ofrecerles pequeños sacrificios.
Nuestro guía tenía la timidez de sus antepasados, la reserva, y esa
ligera tristeza que no los abandona nunca; la tristeza de esos viejos pueblos
hostigados por invasores que llegaron del norte en oleadas sucesivas.
Antes de iniciar la marcha habíamos buscado información en una oficina
gubernamental dedicada a los asuntos étnicos y tribales. Allí aprendimos más
acerca de esas interesantes gentes. Veinticuatro horas después, nos hallábamos
en medio de uno de los pueblos más primitivos y misteriosos del Asia. La
aventura duró tres días y dos noches.
Partimos desde Chiang Rai una mañana bastante nublada, y desde que comenzamos
a rodar por aquella tierra dura, me llamó la atención un olor particular, una
mezcla ácida y podrida de hierbas quemadas y de hojas en descomposición: es el
olor de la jungla durante la estación seca, la Nham Heng. Las mañanas eran
frescas y el aire penetrante, y bajo las ceibas (esos grandes árboles de
troncos blancos), se perseguían pequeños pájaros, cotorras y loros.
Mi mochila iba cargada con los elementos básicos y necesarios para pasar
dos o tres jornadas al aire libre, durmiendo en chozas, en la jungla o en
sitios desconocidos. Llevaba abrigo para protegerme de la lluvia, dos
cantimploras para almacenar el agua, un botiquín de primeros auxilios, mi inseparable
cuchillo de cazador, una pequeña cantidad de ropa interior de recambio (para
mantener mi cuerpo lo más seco posible en todo momento y así evitar las heridas
producidas comúnmente por la humedad), un par de sandalias con tirantes de goma
(a utilizar en caso de tener que quitarme las botas o para descansar los pies),
una colchoneta aislante para dormir sobre cualquier terreno, y mi equipo de
fotografía. En un bolsillo lateral llevaba un mapa topográfico de la región y
una brújula del ejército suizo, y del otro lado tabletas de glucosa y unas
pastillas de quinina para contrarrestar posibles síntomas de malaria. Todo esto
sumaba alrededor de 15 kg.
El primer día caminamos unos 20 kilómetros, deteniéndonos al azar en las
aldeas para comer, beber agua fresca y refugiarnos del calor. En los
alrededores de Chiang Rai habitan algunos centenares de nativos repartidos en
cuatro grandes aldeas enclavadas en el fondo de unos claros.
Caminábamos por un sendero rumbo al norte, en dirección al poblado de
Doi Tung, donde hoy se cultiva el café en lugar de la adormidera, materia prima
de la cual se extraía el opio. Los troncos de los árboles eran de un blanco
lechoso, negros como piedras o rojos como la sangre. Se levantaban como pilares
a treinta y hasta a cincuenta metros de altura, en medio de una luz viscosa,
parecida al de un acuario mal cuidado. El follaje formaba un techo que el sol
no llegaba a atravesar nunca. Muy pocas o ninguna flor. El suelo estaba tapizado
por una espesa capa de humus y las malezas, enredaderas y lianas se elevaban
hasta la altura de un hombre. De a ratos, el guía abría el camino a golpes de
machete, entre aquellos tentáculos que dejaban gotear, cuando se los cortaba,
espesos jugos melolientes.
Muchas otras lianas colgaban desde las ramas altas, flotando como algas
sobre aquel mar verdoso e inmóvil. Se entrelazaban con los árboles igual que
viejos cabos podridos. Muy rara vez la vista alcanzaba a pasar de los veinte
metros.
Nos detuvimos en un cobertizo de bambúes y techo paja, pegado a un arrozal
seco que crujía bajo el sol. Dos mujeres con turbantes cuadriculados sobre sus
cabezas labraban la tierra, y un niño pequeño jugaba dentro de un paraguas
abierto sobre el piso de cañas, bajo la mirada de su madre que lo vigilaba en cuclillas. Los observamos durante un corto tiempo, sin saber
muy bien que decir.
Caminábamos bajo un sol escondido entre las nubes que comenzaba a
tornarse implacable. El aspecto de Arthit, nuestro guía, era pesado y más bien
lento, pero tenía el rostro y las manos curtidos por el sol y la lluvia y
andaba con el paso equilibrado de los hombres que han recorrido la selva. Por
un instante me sentí tranquilo al descubrir eso.
El sendero subía por las laderas de las colinas y se retorcía de a ratos
penetrando una y otra vez en junglas oscuras, habitadas por sonidos de animales
invisibles, bosquecillos de bambúes y árboles frutales, para volver a bajar
luego a amplios valles cultivados entre los picos azules del horizonte. Había
arrozales secos y búfalos de agua que chapoteaban en pequeños charcos de barro,
a los costados del camino.
En aquella senda nos cruzamos con un individuo bajo, flaco, moreno y con
el torso desnudo, que calzaba botas militares. Estaba empapado en transpiración
y al hombro llevaba colgada un arma. Un cazador. Parecía que llegaba desde
lejos y que había vivido semanas en la jungla. Sus pantalones estaban
desgarrados. Iba equipado con un excelente fusil de precisión, provisto de un
sistema de cerrojo Mauser del calibre 7.62 milímetros, y de su gastada mochila
de lienzo verde asomaba la empuñadura de madera del machete.
Llegamos a la choza de un hombre solitario que vivía al lado de un
bosque de bananos, provisto de enormes hojas brillantes que el viento agitaba
como si fueran hélices.
El guía comenzó una charla con aquel hombre evasivo y agachado junto a su perro, de cráneo rasurado, de
rostro desafiante y de marcados rasgos de jefe guerrillero. Me acerqué y me
puse en cuclillas cerca de ellos para escuchar. No entendí una palabra.
Hablaban en un dialecto imposible de identificar. Era una mezcla de chino y de
thai: la lengua de todos los traficantes de opio de la Región Alta y de Laos.
El hombre nos ofrece enseguida algo para fumar. Para un nativo de esas
etnias, fumar equivale a entregarse a un acto viril. Así lo hacían sus
ancestros con la droga extraída de las amapolas que cultivaban ellos mismos en
sus campos. El guía y yo nos tendemos entonces frente al hombre, que nos alarga
una pipa. Al primer contacto con la boca sentí la suavidad de la hierba, con un
ligero gusto a violetas.
Bajo la sombra vacilante de aquella choza, entre la espesa penumbra que
nos protegía del ardiente sol, flotaba el olor penetrante, graso y a la vez
suave de la pipa cargada con la hierba de Chiang Rai. A la primera larga pitada
sentí ganas de toser, pero lo contuve. Inexperiencia de fumador. Repetí la
operación dos o tres veces más. Ya en la boca, un gusto desagradable inundó mi
estómago y me dieron ganas de vomitar. El humo espeso olía a tierra, a plantas
podridas, como un pozo recién cavado en un jardín. Abandoné la aventura tan
rápido como la había iniciado. Solo tenía la inquietud de conocer aquel gusto,
y además había que seguir el camino.
Luego del mediodía nos detuvimos en un claro de la selva para comer. Sentados
en el suelo sobre anchas y verdes hojas de banano, tragamos nuestras pequeñas
raciones de arroz pegajoso con “nuoc-mam”, una salsa picante hecha a base de
pescado podrido.
Durante la comida, el guía Arthit nos contó que era un ex
soldado, y habló de unos combates que se libran en el sur del país (en la
frontera con Malasia), contra una guerrilla islámica que hostiga a monjes
budistas, a civiles y a viajeros. Malditas guerras religiosas, terminan siendo
siempre un gran ajuste de cuentas entre rufianes mal hablados que se jactan de
eruditos.
Al reanudar la marcha pasamos por una aldea de la etnia “Lahu”, que
vegetaba tranquilamente bajo el sol al final de unos senderos bien disimulados
en la selva. En su idioma, la palabra “Lahu” significa “los que asan la carne
del tigre”, y deben ese nombre a unos antiguos rituales en los que sacrificaban
grandes animales atados a un poste. Generalmente eran búfalos de agua, con cuya
sangre se pintaban los cuerpos desnudos de los hombres jóvenes de la comunidad.
El hechicero de la aldea los conducía luego a lo profundo de la selva, frente a
un árbol grande, y les hacía recitar fórmulas mágicas que ellos no comprendían.
Luego les cortaba la piel con la punta de una flecha y mezclaba la sangre con
la tierra. Eran guerreros, cazadores, y creían que con esos amuletos se volvían
invulnerables a las balas, a los cuchillos y a las malas enfermedades que
producían los genios malos de la jungla. Eran gentes crédulas y supersticiosas,
cualidad que fue fácilmente utilizada por los soldados Boinas Verdes
norteamericanos en su carrera por reclutar aliados para la guerra sucia contra
el comunismo en Asia. Esos hombres de la aldea, de apariencia tranquila y
mirada lejana, eran en realidad viejos mercenarios o descendientes de ellos.
Nos invitaron a tomar un whisky fuerte fabricado a base de arroz, y
vimos como trabajaban las mujeres, mientras los hombres se mantenían ociosos,
en actitud de abandono, siempre fumando y recostados en el suelo o en hamacas
que colgaban de las paredes de sus pequeñas chozas.
El sendero subió en espiral bordeando una colina pelada, negra, desnuda
y arrasada por el fuego. Desde la cima se podía contemplar un mar oscuro de
selvas.
Al frente se extendían montañas despanzurradas por las que corría como
sangre una tierra de color rojo.
Llegamos a una nueva aldea al caer la tarde, agotados y embrutecidos por
la sed. Allí dormimos la primera noche.
Geniooooossss!!!! Que hermoso, loco me llevaste alli mismo!!! Abrazo comando sigan hasta china!!!!!��������
ResponderEliminarGeniooooossss!!! Que hermoso, loco me llevaste alli, sigan hasta china!!!! 😉😉😉😉
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