El río Mekong marca una frontera triangular al norte de la provincia de
Chiang Rai, allí donde convergen Laos, Tailandia y Myanmar. Esta anomalía
geopolítica fue bautizada en su tiempo por la CIA norteamericana con el nombre
de "Triángulo de Oro", pues la región era el mayor productor mundial
de opio, superando a países como Afganistán, México o la India. Pero esa
producción de droga ha pasado ya a la historia, y hoy existen fuertes penas y
restricciones en Tailandia con el fin de controlar su flujo. Ahora, la
principal atracción de la zona son los relatos de la conquista de esa frontera
y las historias sobre los personajes de aquel comercio ilícito.
Sin embargo existen otras historias muy interesantes y mayormente
desconocidas de la zona. Son relatos acerca de grupos tribales que lucharon en guerras
secretas y que fueron traicionados por las potencias que los utilizaron, como
los mercenarios Hmong o los guerrilleros Yao, que sirvieron como soldados a
sueldo contratados por el gobierno de los EE.UU.
En la década de 1970 y durante la guerra que Estados Unidos libró en
Vietnam, los Hmong, un pueblo nativo que vivía en las montañas de esta frontera,
fue reclutado y lanzado a luchar en favor de la CIA en su campaña secreta contra el
comunismo de Laos.
Los Hmong tenían razones muy poderosas para combatir contra los
comunistas laosianos y vietnamitas; querían defender lo que daba valor a su
vida: la libertad en su forma más exagerada. El gobierno laosiano había querido
obligar a aquellos montañeses nómadas a radicarse en un lugar fijo. Los habían
inundado de propaganda comunista, los obligaban a asistir a reuniones, a
comités políticos, a respetar las leyes de la higiene y a vivir como ellos no
querían. Los Hmong se habían rebelado contra los comunistas: aquellos
hombrecillos tristes y puntillosos que venían trayendo la doctrina roja desde
los deltas vietnamitas del sur del Mekong.
La Agencia Central de Inteligencia de los EE.UU, la CIA, que luchaba en
ese entonces contra el comunismo en Asia, vio que el momento era oportuno para
desencadenar un gran desorden en todas las crestas de las montañas desde el Yunnan
(en China), hasta Tran Ninh (en Vietnam).
Entonces comenzaron a realizar el mismo trabajo metódico que ya habían
hecho los franceses durante su guerra colonial en Indochina: enviaron pequeños
grupos formados por cinco o diez soldados de las fuerzas Especiales (Boinas
Verdes y comandos Seal de la Marina), quienes se internaron en lo profundo de
los picos de las montañas, al otro lado de las nubes, donde permanecieron aislados
durante meses con el objetivo de ganarse el corazón, la mente y la confianza de
aquellos nativos deseosos de recuperar su libertad.
En menos de un año, pequeños equipos de guerrilleros estaban organizados
en el norte de Laos y en las regiones altas de Tailandia y Vietnam. Impedían el
paso de las divisiones vietnamitas, pues bloqueaban los puntos elevados y los desfiladeros.
Los Hmong ayudaron a los blancos porque pensaban que los norteamericanos eran
menos molestos que los vietnamitas.
Eran soldados perfectos pues dominaban el terreno, conocían a fondo los
valles y las selvas y eran expertos en el arte del camuflaje y del engaño.
Durante el día pasaban por simples hombres y mujeres, campesinos que llevaban
collares de oro y plata alrededor del cuello, que cultivaban el opio y el arroz
en los verdes campos inundados que se extendían hasta los bordes de las
colinas. Pero durante la noche hacían la guerra de guerrillas. Como si fueran
hormigas, llevaban adelante complejas y silenciosas operaciones militares. Salían
a las oscuras selvas junto a sus consejeros norteamericanos a colocar minas, a
tender emboscadas contra las patrullas y a dar golpes de mano en los senderos
que solían recorrer los pequeños hombrecillos de Ho Chi-Minh, aquella famosa
guerrilla de fantasmas que se hacía llamar Vietcong, y que portaba fusiles de
asalto y lanzacohetes rusos, vestía pijamas negros y calzaba sandalias
fabricadas con los restos del caucho de neumáticos usados.
Los Hmong preferían realizar ese tipo de guerra irregular junto a los
extranjeros blancos, en lugar de someterse a un invasor comunista local.
Los Boinas Verdes norteamericanos estudiaron primero lo que podían valer
esos montañeses, y se dieron cuenta de que, a su manera, eran excelentes
soldados: cuando se sentían más débiles que el enemigo o habían sufrido
demasiadas bajas, se dispersaban en pequeños grupos y volvían a reagruparse en
la selva, de acuerdo con la vieja táctica de las guerrillas. A pesar de
vestirse como querían (descalzos algunos, otros llevando pollos en sus mochilas),
tenían las cualidades necesarias para tomar un puesto aislado o asaltar un
camino.
Comenzó entonces el intercambio de conocimiento. Los norteamericanos enseñaron
a los nativos a operar equipos de radio, a preparar emboscadas y a despejar
zonas de lanzamiento para recibir desde el cielo abastecimiento por paracaídas,
a disparar con fusil en la selva, a valerse tácticamente de una ametralladora.
Aplicaron con ellos todos los secretos de la propaganda clandestina y los
desarrollaron entre esas poblaciones primitivas. Estudiaron la manera de crear
movimientos de resistencia y de utilizar en provecho propio los groseros
errores cometidos años antes por los franceses, respecto a los pueblos que
habían intentado conquistar.
Los nativos les enseñaron, a su vez, a hablar los diferentes dialectos
de su idioma, a montar trampas para atrapar caza, a conocer los senderos y en
qué dirección corrían los ríos, a orientarse en las montañas, camuflarse,
marchar descalzos, protegerse de la lluvia y cocinar el arroz.
Juntos, nativos y blancos, llevaron a cabo delicadas operaciones
militares encubiertas en contra de los comunistas laosianos y del ejército de
Vietnam del Norte. Estas operaciones fueron solo conocidas por los altos
jerarcas de la CIA durante más de treinta años: Guerra subversiva y guerra en
la jungla, sabotaje de instalaciones militares y asesinato selectivo de
personalidades, bloqueo de vías de comunicación y puestos de escucha avanzados
en plena montaña.
Cuando los norteamericanos fueron derrotados y se retiraron en 1975,
abandonaron a su suerte a la mayoría de esos guerrilleros en la selva, donde
han vivido ocultos hasta hoy. Miles fueron asesinados cuando trataban de
escapar o regresar a Tailandia, y los supervivientes siguen sufriendo
actualmente el genocidio y la persecución por parte del gobierno comunista de
Laos, debido a su vieja alianza con los EE.UU. Estos combatientes y sus
familias viven hoy con el miedo constante de ser atacados y con pocas
esperanzas de que el gobierno laosiano los deje en paz.
Un poblado en la selva
Por la ruta que conduce a Sop Ruak (un pueblo fronterizo lleno de templos budistas en ruinas y lanchas que traen mercancías desde el interior de la China), llegamos a la aldea de Huai Tong.
Huai Tong estaba enclavada en plena selva, en la ribera de un arroyo de
aguas marrones y quietas, cerca del recodo de un río en forma de herradura. Eran
unas veinte chozas de paja y un viejo portal de madera que tenía las marcas de
fuegos pasados. Al llegar a la aldea avanzamos con cautela a través de un
camino de tierra que bordeaba el arroyo, intentando respetar lo más que se
podía su ritmo de vida.
El poblado estaba protegido por cocoteros y las chozas construidas al
ras del suelo, apenas elevadas sobre pilotes de bambú y dispuestas alrededor de
una explanada libre de árboles.
Una vieja con el rostro oscuro y agrietado
como una lija permanecía sentada en cuclillas junto a un pequeño telar donde
enrollaba hilos de colores. Más adelante había una pequeña fogata donde otras
personas calentaban estacas sobre la llama, aparentemente para endurecerles la
punta. Apenas había hombres en los alrededores: solo algunas ancianas, con los
dientes manchados de rojo negruzco de tanto mascar betel (una especie de fruta
parecida a la nuez) y un par de viejos ociosos que vestían camisas de color
azul índigo y cómicos sombreros de paja. Un perro flaco rondaba en el polvo.
Las chozas eran todas iguales. El interior de ellas estaba mal
ventilado, olía a humo de leña y el piso de tablas era tan duro y liso como el
hormigón. El lugar era oscuro, sombrío.
Nos acercamos a las mujeres. Tenían rostros aplastados, faldas negras
tableadas y llevaban grandes polainas de colores que las hacían renguear al caminar;
pero todas ellas estaban cubiertas de adornos de oro y plata.
Un jefe tribal me contó que mandaba a sus mujeres a cubrirse de joyas y
cencerros, porque de esa manera sabía continuamente donde estaban. Cuando por
la noche querían escaparse para reunirse con otro hombre, él las podía
escuchar. Es una antigua práctica que siguen manteniendo.
Numerosos nativos Hmong viven actualmente en aldeas similares a Huai
Tong, y adoptaron el nombre más antiguo con que se identifica a su etnia: los
Akha.
Optaron por este cambio debido al temor que tienen de recibir posibles
represalias o ataques por parte de autoridades o infiltrados laosianos.
Cerca de 300.000 miembros de la tribu de los Akha viven en situación de
extrema pobreza en las montañas del norte de Tailandia, sin ser reconocidos
como ciudadanos de pleno derecho por el gobierno del país. Desde hace unos
años, sin embargo, afloran las ONG ´s locales que tratan de situar en el mapa a
esta minoría étnica a través de programas de voluntariado educativo. Muchos
familiares, descendientes y sobrevivientes de aquel tiempo atroz se refugian
hoy bajo la sombra de tranquilas aldeas, y es posible llegar a ellos a través
de agencias que regulan y controlan los asuntos tribales.
Viven al margen de la ley, sin documento de identificación que los
acredite como tailandeses y con escaso acceso a las prestaciones más básicas.
Sus poblados son de difícil acceso, habitualmente están situados a kilómetros
de la civilización, y solo si uno se escapa de los circuitos turísticos y
planes de viaje más habituales logra acceder a ellos, a esos grandes olvidados
del país. La tranquilidad con la que asumen su destino, sin embargo, no deja de
sorprender.
Subsisten gracias a pequeñas plantaciones de arroz y maíz que les
alcanza para comer, pero no para sacar rendimientos económicos con su venta, y
a la cría de animales. Poco más. Por eso, y ante las bajas expectativas de
progresar, los más jóvenes han optado en los últimos tiempos por abandonar el
poblado. Mucho de ellos, sin embargo, lo hacen sin fortuna y acaban en manos de
las redes del tráfico de drogas y explotación sexual que dominan una de las
zonas más conflictivas y peligrosas de la región.
La complejidad de la tribu nunca ha facilitado las cosas. Los misioneros
religiosos no fueron del todo bien recibidos ya que, por su raíz animista (creen en espíritus), los
Akha no aceptaron que se les intentara evangelizar o imponer otra cultura
diferente a la suya después de tres siglos de periplos por el continente. Por
eso, no ha sido hasta la aparición de ONG’s autóctonas cuando las condiciones
de vida de esta tribu han empezado a mejorar, vinculándolos también con
circuitos turísticos, que en realidad terminan siendo siempre una especie de
lamentables zoológicos humanos.
Esas gentes eran descendientes de treinta y seis razas diferentes, y habían
practicado treinta y seis oficios.
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