Siete de la mañana en Koh Chang, una isla selvática y montañosa que flota en las aguas del Golfo de Tailandia, frente a las costas de Camboya.
La jungla tiene ese olor denso y fresco que las plantas difunden siempre por la mañana: un aroma a flores perfumadas y a frutas silvestres. Por la carretera desierta que serpentea la selva rumbo al norte, hacia Camboya, se levanta un paisaje exótico y extraño formado por árboles gigantes y montañas verdes, salpicado de chozas de paja y de templos budistas al borde de los caminos, y de palmeras flacas que agitan al viento sus hojas brillantes como si fueran hélices.
En una curva del camino aparecen unos monjes que regresan a su pagoda.
Antes del amanecer y al sonido del gong, se han reunido en el templo para recitar la primera oración del día. Luego salieron por el camino que conduce a las aldeas a mendigar orgullosamente su comida. Unas mujeres respondieron a la colecta juntando las manos y arrodillándose frente a cestos de arroz humeante.
Son hombres medianamente jóvenes y llevan la cabeza afeitada en señal de respeto y de sumisión a Buda. Pasan caminando en silencio a través de la jungla, desdeñosos, impasibles, vestidos con sus túnicas color naranja y llevando marmitas de madera donde mezclan sus alimentos. Uno parece mas grande y tiene las manos tatuadas. El otro lleva un hombro descubierto. Son bonzos, monjes que han hecho el voto de pobreza. Marchan descalzos y en fila india, con el mismo paso largo de los cazadores de la selva, y se oye el ligero ruido de sus pies cuando rozan el asfalto de la calle.Más atrás camina otro monje mas viejo, de piel oscura. Va solo y encorvado sobre un bastón. Habla raramente en una lengua incomprensible. Parece una sombra salida de la gran selva. Lleva la cabeza rapada del mismo modo que sus discípulos y viste el mismo hábito color naranja.
El budismo que se practica en esta parte de Asia es pacífico y se llama Theravada, que significa "la palabra de los antiguos"
Durante la guerra de Vietnam los monjes negaban la incineración a todos aquellos que sucumbían de muerte violenta, como los soldados que morían en combate. Sus cuerpos debieron pudrirse primero en la tierra y el alma permanecer durante meses encima del cadáver en descomposición, padeciendo horribles sufrimientos antes de poder desprenderse totalmente del cuerpo.En Tailandia se sigue aplicando la antigua norma de no levantar monumentos para los que han muerto en acciones de guerra. Pero los monjes son tolerantes y, como todos los sacerdotes del mundo, saben adaptar sus principios a las circunstancias.
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