"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Un arma llamada blog

Generalmente, lo que medio mundo utiliza hoy en sus momentos libres (para distraer la mente o para pasar el rato durante días grises, frescos o lluviosos en cualquier lugar del planeta), se llama blog. Por eso escribo esta nota, porque allí, en ese lugar donde otros encuentran sus mejores horas de ocio, para mí se convierte en jornadas de lectura, de reflexión, de aprendizaje y, finalmente, de redacción. Es una actividad que, además del deporte, francamente me apasiona. Lo hago convencido y con mucho gusto. Me encanta.
Escribir en el blog es una actividad que realizo usualmente robándole horas al sueño o durante mis días libres (que son raros y muy pocos), cuando el trabajo con que me gano la vida flaquea o se vuelve intermitente por culpa de la nieve o del hielo o de las lluvias o vaya uno a saber porqué. Y entonces debo recordar a los lectores que quien abajo firma se gana el jornal cargando al hombro bolsas de port-land o cavando zanjas a punta de pala o picando piedras con martillos neumáticos o manejando un tractor o cortando hierros colgado como un murciélago al último piso de un edificio en construcción. Es que soy obrero pues, a mucha honra, y así es como me gano la vida de este lado del mundo; al menos por ahora.
Esta mañana, viendo pasar el paisaje nevado a través de una ventanilla de tren, mientras viajaba rumbo a Berna, se me vino a la cabeza una frase de Mark Twain: "El periodismo es la manera más interesante y culta de ser pobre". Y entonces pensé que era verdad, que aquel viejo de bigotes tenía razón. Pero que además de ser una actividad interesante y que no aporta más que unos pocos centavos al bolsillo flaco de quien lo ejerce, el periodismo es también una vocación que te conecta con el otro, con el ser humano duro y crudo, con la gente que no se ve ni se escucha y que lee en silencio sin opinar pero que piensa y reflexiona. Entonces, si solo eso sucede, ya habrá valido la pena el esfuerzo de escribir.
Pensando en ello viajaba, y entonces me di cuenta de la poderosa herramienta que estoy utilizando: mi blog.
Es que tengo entre manos un mecanismo potente para transmitir cualquier cosa que pretenda poner en él. Me fascina además su aspecto profundamente democrático. En un mundo en el que a veces o a menudo o casi siempre, la voz ha estado durante siglos limitada, reservada solamente a quienes disponían de medios, dinero, fuerza o poder para pagarla o canalizarla e incluso silenciarla. El blog ha roto esas cadenas de un modo extraordinario. Con esta herramienta ya no hay excusas ni obstáculos. El talento de escribir puede abrirse paso dejando al criterio de los receptores su sanción, su aprobación, su difusión. Las ideas, los hechos, la realidad de las cosas, la diferente y necesaria interpretación de los mil matices que el mundo contiene.
Pero también es cierto que el blog (igual que las redes sociales y muchas veces sujeto a la miserable condición humana), da vida a mucho ruido, a mucha inutilidad y a mucha basura. Pero ahí está precisamente lo bueno del asunto: que los buenos blogs y los buenos narradores acaban imponiéndose siempre sobre toda esa mierda mediática, destacando al fin en función de sus méritos, sin depender de cabeceras de diarios ni editoriales ni productoras. Y no se trata (y esto es lo mejor), de oponerse a esos medios tradicionales de información sino todo lo contrario. El blog ayuda a potenciar y a difundir otra mirada de la actualidad y del mundo, y lo hace de una manera mas libre, mas rica y más democrática. 
Diarios, televisión y medios diversos, tienen blogs magníficos que los engrandecen, del mismo modo que antes lo hacían columnistas extraordinarios. Estoy convencido de que en los blogs (esta herramienta rápida, multidisciplinar y potente), puede encontrarse lo mejor de las redes sociales, la voz necesaria que se alza cuando las circunstancias lo exigen para desbordar, superar y derribar los discursos parciales, los límites interesados, la rigidez de los cauces tradicionales y oficiales. El blog es, hoy, la voz libre en un mundo que se tambalea.
Y así pensando terminé recordando también, esta mañana en el tren, una definición de Horacio Verbitsky que me gusta mucho: "El periodismo se reduce, simplemente, a contar todo aquello que alguien no quiere que se sepa. El resto, es propaganda"
Justamente es eso lo que intento hacer en este espacio.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Una historia de Argentina (I)


Érase una vez un lugar lejano y muy al sur del mundo nuevo al que los gentiles llamaban "Terra Argentea". Lo llamaban así los portugueses, porque fueron ellos los primeros en creer en el rumor sobre un posible rey todopoderoso y cruel que vivía en un país muy rico en plata, que tenía largas leguas de montañas, mares de aguas dulces color piel de león, extraños salvajes que andaban desnudos, con los cueros engrasados campando a sus anchas libremente, y que a veces llegaban al trote corto y boleadora en mano, hasta las costas de la mar. Relataban esos hombres lusitanos que en aquel país había sobre todo mucho campo, unas pampas con llanuras inmensas de rojos y azules horizontes, de amaneceres y crepúsculos interminables, una tierra enorme, misteriosa y nueva que solía estar habitada por decenas de tribus, cada una de las cuales tenía su propia lengua y protegía sus propios asuntos. Vivían aquellas gentes peleando unos contra otros, descalzos, violentos, melenudos, gritadores, procurando destriparse a la menor ocasión, y solo se unían para destripar a sus vecinos más débiles o para enfrentarse a un enemigo más fuerte.
Una mañana de finales de enero, llegaron a sus costas unas huestes de forasteros enviados por un rey muy apurado en conocer cuanta riqueza allí existía. Aquellos individuos eran hombres recios y barbudos, de ojos azules, fuertes, macizos, crueles o sanguinarios algunos; ex convictos, piadosos o borrachos otros, todos ellos muy cansados de un largo viaje que les traía desde un mundo viejo y lejano, una tierra de vinos y de molinos de viento y de caballeros y de hidalgos. Algunos eran mercenarios que vivían alquilando su espada, otros eran soldados reclutados de los tercios viejos que habían combatido en las campañas de Italia, de Alemania y de Austria; hombres curtidos que habían sufrido mucho y visto la muerte, y que solo perseguían un botín. Otros eran simples campesinos aventureros en busca de fortuna o fama. Pero todos ellos tenían el mismo permiso impune de robar y de matar y de violar, y traían una patente de corso que los autorizaba a hacerse con las riquezas de cuanto iban encontrando en su camino. Ninguno de ellos rehusaba al sueño de una fortuna personal o del honor y la gloria para el rey.
Los primeros cristianos desembarcaron luego de una travesía larga y dura, tormentosa y crujiente. Unos cuantos fueron devorados por los tigres nomás tocar tierra. El comandante ordenó que el resto de la tripulación aguantase a bordo, y así lo hicieron. Luego de unos días, el hambre y la sed los obligó a aventurarse nuevamente y regresaron a explorar. Allí fundaron un fuerte primitivo y levantaron una iglesia y celebraron misa. Bautizaron el campamento con el nombre "Del Buen Ayre", en honor a una Virgen que protegía a los marineros de la isla de Cerdeña. Doy fe que todo aquello ocurrió de verdad, el 3 de febrero del año de Nuestro Señor de 1536.
Allí toman contacto con salvajes de unas tribus desconocidas. Al principio, los querandíes se muestran cautelosos con los blancos, curiosos pero amigables. Inclusive un cacique y un curandero se acercan a la empalizada para regalarles obsequios y ofrecerles alimentos. Una mañana, una partida de exploradores regresa al galope con la novedad de que han avistado un grupo enorme de nativos: 
"Habemos vido muchas desas bestias que no deprenden fablar. Son cientos, quizá miles, y van farmados con bolas y con palos y descalzos lanzando gritos. Es de ver como son diestros con el lazo".
El maltrato de algunos soldados hacia los nativos motiva que estos dejen de frecuentar el campamento.
Después de varios días, apoyados sobre el cerco de palos, los soldados españoles reprimen el escalofrío del hambre mientras se ajustan el cinto y se ciñen la espada. Les crujen las tripas. Sobre la tierra negra y mojada, a un costado de la empalizada, las alimañas y la humedad de la noche han destapado los pozos y disuelto en regueros pardos las manchas de sangre que escaparon de los cadáveres de los compañeros devorados por los tigres. Los entierran de nuevo y clavan cruces de madera encima de cada tumba. La situación comienza a ser desesperada: hay muertos, varios hombres más están enfermos, se acabaron las jodidas provisiones y poco a poco todo se va yendo al carajo. Pedro de Mendoza, el adelantado, que sufre de llagas y de sífilis, envía guarniciones en todas direcciones en busca de alimentos para paliar la hambruna, pero las mismas son inmediatamente rechazadas por terribles partidas de querandíes. La noche triste se acerca.
Una mañana de otoño, en alguna parte sobre la cortina de niebla que velaba la laguna, un sol impreciso iluminaba apenas las siluetas de los caballos y de los hombres que se movían a lo largo del camino, en dirección al bosque bajo y al campo abierto. Era aquel un sol invisible, frío, rebelde y hereje, sin duda indigno de su nombre: una luz sucia, gris, entre la que se movían los capitanes y los soldados que iban llegando cubiertos de hierro, sombríos, con las expresiones duras y las gotas de sudor corriéndoles por los morriones y la cara y las cicatrices y las barbas. Los compañeros se miraban unos a otros, inquietos.
Los barbudos sabían que allí afuera, ya lejos de la seguridad de la empalizada, había miles de indios pampas querandíes sedientos de venganza, pues ellos les habían atacado primero y habían robado sus mazorcas y quemado sus chozas y violado a sus mujeres. Las habían violado como lo que eran: unas perras paganas. Las habían ultrajado disfrutándolas, con rudeza. Aquellas hembras no eran más que simples animales jóvenes y tristes, que nunca sonreían. Muchas quedaron preñadas en el campamento y los soldados las echaron a patadas, los muy bestias, a ellas y a los bastardos paganos que llevaban en las tripas. Los blancos sabían todo esto y por eso ahora temían, temblando de miedo, mientras avanzaban entre aquella neblina espectral en su búsqueda desesperada de comida. Un silencio mudo parecía gritarles...
perros malditos, vais a morir todos hasta el último, y pagaréis el deshonor de nuestras gentes, y vuestra sangre correrá por los arroyos y los campos y llegará hasta el río donde flotan sus galeones incendiados”.
La infantería no recibió otra orden más que andar ligeros, espada en mano, barbijos de los morriones ajustados a la cabeza, pelear como diablos y abrirse paso entre la niebla como fuera. La columna se movía con ruido de pasos, oraciones y blasfemias, y un rumor metálico de armas y corazas. En eso estaban cuando cientos y miles de guerreros desnudos cayeron en turba sobre la columna, aullando y matando, armados y feroces tirando con lanzas y con flechas y con mazas y con todo. Resbalaban los caballos en la brecha mojada de niebla y caían los hombres desventrados, gritando, a la laguna, y avanzaban los españoles en aquellas tinieblas, por los pantanos llenos de barro y de tripas y de mierda, del coraje y del miedo de los compañeros, con el agua por la cintura.
Muchos se ahogaron. “¡Atrás, volvamos!”, gritaban algunos, corriendo a encerrarse de nuevo allí de donde ya no saldrían jamás. Otros apretaban los dientes y seguían adelante entre la turba de indios, arremetiendo a cuchilladas desde una retaguardia sumergida bajo miles de querandíes sedientos de venganza, una retaguardia que ya no era sino una masa de seres aullantes, un desorden de hombres luchando a la desesperada por abrirse paso, gritos por todas partes, gritos de los hombres que clavaban las espadas ensangrentadas, gritos de los heridos y agonizantes, gritos de los indios que caían con valor inaudito sobre los soldados rebosantes de hierro, sangre y barro de la laguna, gritos de los españoles apresados a quienes cortaban los tendones de los pies para que no escapasen, antes de arrastrarlos vivos hacia los toldos y abrirles la cabeza y el pecho a pedradas y lanzazos.
Y apelearon hasta que se hizo noche, todos aquellos salvajes y cristianos entreverados con bravura, indios contra barbudos, a la desesperada, chapoteando en el barro, abriéndose paso a puñaladas, batiéndose todos como perros salvajes, matando y matando sin tregua, hasta que por fin un capitán logró alzarse de entre la pila de muertos y tocar retirada, y entonces los pocos vivos que todavía quedaban se echaron a nadar en la laguna hasta alcanzar el abrigo del monte. Algunos desaparecieron para siempre. Otros lograron llegar al conjunto de ranchos que hacía las veces de Santa María de los Buenos Ayres. Doy fe que todo cuanto se relata arriba ocurrió de verdad, el 15 de junio del año de Nuestro Señor de 1536.
En diciembre, días antes de las navidades de los cristianos, los indios logran vulnerar las defensas del fuerte, penetrar en él e incendiarlo, provocando la destrucción total de puesto adelantado Del Buen Ayre”. Don Pedro de Mendoza, derrotado y enfermo, reúne los pedazos desmembrados que quedan de su ejército y embarca nuevamente rumbo al norte. Ha perdido la batalla.
Antes de irse, Mendoza dejó un pliego de mortaja que decía lo siguiente: 
Me voy con seis o siete llagas en el cuerpo, cuatro más en la cabeza y otra en la mano que no me deja escribir ni aún firmar. Y si Dios os diera alguna joya o alguna piedra, no dejéis de enviármela porque tenga algún remedio de mis trabajos y mis llagas”. 
El hombre nunca recibió nada. En vez de eso murió en alta mar, el 23 de junio de 1537.

Y así aconteció la historia de cómo unos nativos semidesnudos y descalzos expulsaron a unos altos barbudos de ojos azules, en su primer intento por asegurar la plaza de Indias que más tarde se llamaría Buenos Aires.

jueves, 8 de diciembre de 2016

El niño del blindado


Fue en 2005, en Chipre. Ocurrió en una de esas patrullas de rutina que hacíamos en los territorios divididos entre los turcos y los griegos. Allí vivían campesinos toscos, hombres bajos y barbudos, de contextura gruesa, bigotes anchos y caras cuadradas y pálidas, que iban casi siempre a labrar la tierra sentados en la cabina de un tractor y armados con escopetas de caza. 
Allí vivían con sus familias, con sus mujeres gordas, sus perros lanudos y sus hijos chillones. Eran las semanas previas a la navidad. 
Unas noches atrás habíamos tenido el fin de semana libre y salimos de permiso (de jarana o de juerga, como quien dice), Miguel Cocca, Eduardo Estigarribia y yo, en busca de aventuras o diversión en los bares y burdeles que estaban pegados a los negros murallones de piedra de la ciudad vieja de Nicosia. Algunas veces, en aquellos sórdidos tugurios, en vez de putas terminábamos encontrando mucha lágrima de mujer violada o alguna que otra historia de hijos bastardos o huerfanitos abandonados, malos relatos de mujeres rumanas, serbias o chechenas ilegales, que se habían quedado ancladas entre el muelle de los barcos, el sueño roto de un porvenir mejor y las luces rojas de la ciudad.  

El otro día, revisando un archivo encontré unas fotos de aquel tiempo. Y entonces noté que mi recuerdo se mantiene intacto después de una década; perfecto, al detalle, nítido como en un video o un plano en secuencia.

Allí estamos nosotros, muy jóvenes y valientes, recién afeitados y listos para comer, sentados en la barraca que será nuestro hogar durante medio año. 
Llegamos hace 4 meses en un avión de transporte militar y conocemos bien la zona. A esta altura ya nos sentimos veteranos y creemos saber y haberlo visto todo. Acabamos de acondicionar, en los fondos de nuestra base y a punta de pala y músculo, un sector de tierra arcillosa y aplanada que hará las veces de helipuerto. Diariamente asistimos al despegue y al aterrizaje de las aeronaves, porque los rotores y las turbinas de las máquinas producen sonoros tornados en miniatura, que levantan nubes de polvo, ramas y piedras y que nos obligan a arrancarnos de la rutina para buscar refugio bajo cualquier alero, carpa, lona, o cosa que nos proteja los ojos de la tierra y los oídos de la sordera. Todos los días vemos la isla entera desplegada en un enorme mapa pegado con chinches a la pared de la oficina de nuestro jefe de compañía (un capitanejo flaco y desgarbado que fuma como un murciélago), y en las imágenes satelitales que nos muestran unos tipos de inteligencia. Para nosotros, esas imágenes del mapa siguen siendo solo líneas y puntos de colores que marcan las posiciones de las fuerzas en conflicto. Pequeñas posiciones turcas y griegas que se van moviendo hacia adelante o hacia atrás, según soplen los vientos políticos. Pero íntimamente sabemos que en el campo se vive y se siente diferente.
Anuncian que han comenzado los incendios y nos ordenan ir a ver, a controlar y a reportar. La sensación es rara, una mezcla de adrenalina, de cansancio y de vacío en el estómago. Es una nueva salida al terreno pero sentimos una tensión diferente. Nadie habla o se habla muy poco.
Tengo veintitrés años y voy a salir nuevamente de patrulla, una patrulla terrestre más en la Isla de Chipre. 
La mañana es sucia y gris cuando subo al vehículo blindado junto a mis compañeros, luego de cargar el armamento, las mochilas, comida y munición para 4 días, medicamentos, el agua, los rollos de alambre de púas para las barricadas de control, y más munición para la ametralladora. 
Viajamos rumbo al norte sentados sobre chalecos antibala (para intentar protegernos las bolas en caso de saltar por los aires cuando a algún explosivo desubicado se le ocurra cruzarse en nuestro camino), mientras escuchamos las frituras que emite el equipo de radio, y que enlaza las comunicaciones entre la base y nuestro convoy. 
Un joven teniente de artillería, de apellido Pegassano, va a cargo de la misión, y el resto del equipo está formado por cuatro cabos de la Infantería de Marina, un suboficial, dos Comandos peruanos y un enfermero del Ejército. Nos dirigimos hacia donde terminan las montañas y comienza el desierto, más allá de "Box factory", nombre en código con el que se indica el OP 32, nuestro puesto de avanzada y observación.
El poblado de Agios Giorgios es el primer caserío que dejamos atrás, cercano a la alambrada que marca el límite de la base. Hundido en el polvo, abandonado y minado luego de ser bombardeado, sus habitantes huyeron para no ser víctimas de la artillería turca. Los techos de las casas presentan enormes agujeros de obuses, y las paredes destruidas ya acusan el paso mudo del tiempo. El color predominante es el marrón oscuro, que se mezcla con el rojo amanecer a través de la ventanilla del vehículo. No hay en el lugar ningún rastro de la vida que debería verse en una aldea como esta: las voces ausentes de los niños que no juegan, los animales que no emiten ningún sonido. Es un pueblo fantasma, frente a una cantera de piedra abandonada sobre una brecha sucia y polvorienta. Ausencia y desolación. Silencio.
El convoy avanza. La bandera azul de las Naciones Unidas flamea al viento, bailando en la brisa. La radio suena, emitiendo frituras y órdenes en idioma inglés. En las cunetas hay cadáveres de animales, y una nube de humo negro flota suspendida entre el cielo y la tierra, con el fondo de un sol naciente sucio y rojo que es difícil de distinguir por sobre los incendios. A un costado del camino yace el esqueleto descuartizado de un tanque británico que voló por los aires cuando pisó una mina.
En la carretera de Nicosia a Dekhalia, cubiertos detrás de bolsas de arena y en trincheras excavadas a toda prisa, algunos soldados grecochipriotas, muy jóvenes y confiados, descansan aguardando la llegada de los tanques turcos, dispuestos a disparar sus escasas municiones y luego a escapar, morir o ser capturados. Pero los turcos nunca llegan ni llegarán, y entonces la espera se transforma en tedio. Ese es uno de los mayores enemigos de los soldados: la eterna espera, porque te obliga a pensar estupideces.
Es la primera vez que veo campos tan inmensos arder hasta el horizonte. Nos cruzamos con un pequeño convoy de dos camiones blancos, protegidos por banderas azules. A bordo van soldados ingleses y algunos palestinos refugiados junto a dos periodistas que buscan una base militar con teléfono para transmitir.
A bordo de nuestro vehículo de exploración, Damian Carrera, con un cigarrillo en la boca y tomando notas con su única mano libre, el Suboficial Taborda que acompaña al conductor, el cabo Gomez de Olivera con su fusil F.A.L apoyado en las rodillas y yo, vemos pasar el paisaje en cámara lenta. Pareciera que estamos dentro de una película. 
"Una patrulla eslovaca dio con un campo minado en la carretera a Famagusta. Transitar con precaución", anuncia la radio. Es el otoño de 2005, mi segunda incursión en "tierra de nadie". La anterior había sido en la frontera entre Perú y Colombia, el año pasado.
Nuestros vehículos pasan por un pueblo abandonado, donde el calor que difunden los incendios del campo sofoca el aire y te pega la camisa al cuerpo. 
Ya casi en las afueras, una familia de fugitivos nos hace señales desesperadas. Se trata de un matrimonio con cuatro niños de los que el mayor no tendrá más de doce años. Van cargados con maletas y bultos de ropa, todo cuanto han podido salvar de su casa destruida por el fuego. Nos hacen señales para que nos detengamos. La mujer sostiene al hijo más pequeño, con dos niñas agarradas a su falda. El padre va cargado como una bestia, y el hijo mayor lleva a la espalda una mochila. Tiene otra maleta a los pies. Saben que el fuego se acerca, y que somos su única posibilidad de escapar. Vemos la angustia en sus caras, la desesperación de la mujer, la embrutecida fatiga del hombre, el desconcierto de los niños. Pero el convoy se usa sólo para reportar incidentes y para las patrullas de observación.
El sargento que conduce nuestro vehículo pasa de largo a gran velocidad. "Son las órdenes", dice impasible.
Sigo mirando al grupo familiar que se queda atrás, en las afueras del pueblo incendiado. Entonces veo al padre que se sienta sobre una maleta y al niño que levanta el puño y que escupe hacia el convoy, mientras nos alejamos por la carretera. 
Lamento no haber podido siquiera dirigirle la palabra. Aquel era un niño valiente.