Hace un año, cuando me encontraba viajando por un país llamado Myanmar
(antigua Birmania), cerca de un río marrón y en lo profundo de la selva
fronteriza pegada al norte de Tailandia, recordé que en mis años militares un antiguo
jefe me había hablado una vez acerca de un hombre extraño. Era un inglés
excéntrico y a la vez brillante que durante su niñez había sido unos de los primeros practicantes del escultismo, y es el dueño de la pintoresca historia que a
continuación les paso a relatar.
El 12 de febrero de 1943, hace setenta y cuatro años, ocho columnas inglesas mandadas por un coronel llamado Charles Orde Wingate, de treinta y nueve años de edad, marcharon secretamente desde la India
a Birmania, atravesando las líneas japonesas, y sembrando por más de tres meses
la confusión y el pánico entre los alarmados nipones. Se movían éstos con
frenética agitación de aquí para allá, como las abejas de un panal desbaratado,
buscando y persiguiendo a los atrevidos irruptores, pero nunca pudieron
atraparlos ni alcanzarlos. Las guerrillas de Wingate ejecutaban sabotajes y emboscadas, barrían las avanzadas
japonesas, volaban puentes y ferrocarriles y destruían aeródromos y carreteras.
Los Chindits (nombre que Wingate dio a sus soldados, tomándolo del de
los dragones que guardan los templos de Birmania), penetraron cerca de 500
kilómetros en el territorio ocupado por los japoneses y efectuaron una heroica
retirada a la India. Las bajas que tuvieron no alcanzaron ni aun al mínimo que
los jefes más optimistas habían calculado.
Aquella expedición fue sin duda uno de los episodios más novelescos de
la Segunda Guerra mundial. He aquí sus resultados: alivió a los chinos de parte
de la presión que sobre ellos ejercían las fuerzas japonesas; obtuvo valiosos
datos que la fuerza aérea inglesa (RAF) aprovechó para varias irrupciones
devastadoras; estorbó el avance de los japoneses, y, probablemente, hasta
impidió la invasión de la India. Sirvió, sobre todo, de ejemplo de la táctica
que debe adoptarse para la reconquista de países con geografía selvática y de
la preparación que ha de darse a las tropas que tomen parte en ella. Los
gurkas, birmanos e ingleses que componían esa expedición demostraron que los
japoneses no eran ya amos invencibles ni irresistibles de la jungla.
El regimiento inglés de los Chindits de Wingate lo formaban tropas de
segunda línea, compuestas, en su mayoría, por hombres casados, de veintiocho a
treinta y cinco años de edad, reclutados en el norte de Inglaterra.
"Tendrán ustedes que volverse unos Tarzanes", les dijo Wingate a
estos soldados, y los tuvo seis meses enteros en las selvas de la India,
ejercitándolos, bajo una temperatura abrasadora, en el paso de ríos, en la
infiltración de las líneas enemigas, en largas machas con equipo pesado. Así
sacó de ellos tropas de asalto bien instruídas, resueltas, capaces de
sobrellevar la mayores fatigas. De lo riguroso de tal programa, podrá juzgarse
por lo que decía un soldado al volver de la incursión: "Comparada con los
meses de instrucción, toda la campaña fue tortas y pan pintado":
A los oficiales los sometió igualmente Wingate a un interminable curso
de aplicación, en el cual les tocaba resolver problemas, no en el mapa, sino en
el terreno. Transcurrido un tiempo, estos oficiales tuvieron la satisfacción de
ver que ninguna de las situaciones tácticas que se les presentaron en Birmania
los tomaba por sorpresa, pues todas correspondían a alguna de las que se habían
ejercitado en resolver prácticamente.
Un Mariscal norteamericano pasó revista a los Chindits cuando estaban a
punto de partir de la India. Les rindió el significativo homenaje de saludarlos
antes de que ellos lo saludaran a él. Bien sabía, como lo sabía todo el mundo,
que, a cuantos cayesen heridos o enfermos habría que abandonarlos probablemente
en poder de los japoneses.
El paso del río Chindwin, de 800 metros de ancho, límite entre las
tierras ocupadas por los nipones y las ocupadas por los ingleses, fue el primer
tropiezo serio de la expedición. Las tropas enviadas a reconocer las
inmediaciones volvieron con la noticia de que no había ni rastro de japoneses
en varias leguas a la redonda. El material de campaña pesado se pasó en
sampanes, botes de caucho y canoas. Jefes, oficiales y soldados se desnudaron y
pasaron a nado. El cruce duró toda una noche, todo un día y la mitad de la
noche siguiente. Wingate tiró su casco y su ropa al interior de la última
canoa, y se arrojó a la impetuosa corriente.
Los Chindits atravesaron densas selvas, treparon altas cuchillas por
cuestas escabrosas, bordearon precipicios, bajaron a valles profundos cubiertos
de hierba que los tapaba. Hallaron esqueletos que jalonaban el camino por donde
las tropas de las Naciones Unidas se habían retirado el verano anterior.
Wingate evitaba las trochas conocidas. Prefería casi siempre abrirse su
propio camino a través de la espesura. A veces hacía veredas falsas para
engañar al enemigo; pero su regla general era avanzar con la mayor rapidez
posible. Las patrullas japonesas andaban a menudo tan cerca, que sus soldados
chocaban muy seguido con las avanzadas de Wingate, en medio del bosque. El
tiroteo era continuo. Los Chindits dieron muerte a más de 1.000 japoneses. El
grueso de las fuerzas japonesas no pudo alcanzarlos nunca.
Con frecuencia los Chindits recorrían 48 kilómetros en un día con
temperaturas superiores a los 40 grados centígrados. Wingate, siempre alerta,
no permitía que se desperdiciara ni un solo instante. Prohibió a sus soldados
afeitarse, para que no perdieran esos valiosos diez minutos de sueño. Sostenía
que el mejor modo de conservar la salud era estar siempre en marcha. Y quizá
tuviera razón, pues muy contados fueron los casos de malaria que hubo.
A la cabeza de cada columna iba una jauría de perros, enseñados a
olfatear el rastro de los japoneses. Las ocho columnas se mantenían en
comunicación constante entre sí por medio de la radio, palomas y perros
mensajeros. En elefantes montados por baqueanos birmanos, iban los obuses, los
antiaéreos, los botes plegadizos y los aparatos de telegrafía sin hilos. Venían
luego los caballos y los soldados, después las mulas. Finalmente, en la
retaguardia, carros cargados de ametralladoras, fusiles y provisiones, granadas y municiones, tirados
por bueyes. Cada columna tenía alrededor de 1.600 metros de largo. "Esto
se parece al arca de Noé", decía uno de los soldados al ver trepar por una
cuesta la larga fila de hombres y bestias. En la selva, el ruido de la marcha
no se oía a 200 metros de distancia, pues la espesura amortiguaba los ruidos.
Los Chindits, en su mayoría, llevaban zapatillas de deporte con suela de caucho para moverse mas rápido, pero los exploradores que operaban en las vanguardias de las columnas vestían pantalones cortos, calzaban botas de cuero y se cubrían las cabezas con cascos de acero para diferenciarse de los nativos a quienes reclutaban. Imprescindibles en el equipo de los hombres era el sombrero australiano de ala doblada, una tela de mosquitero por cabeza y nuca,
y el machete al cinto. Cada uno de ellos entró en Birmania con una ración de
paracaidista para seis días en la mochila. Los aeroplanos continuaron
abasteciéndolos desde el aire. Recibieron durante las jornadas un total de 225
toneladas métricas de provisiones.
Con cada columna iba un oficial de la fuerza aérea, para elegir los
lugares donde se debían dejar caer los víveres y otros abastecimientos. Elegía,
por lo común, arrozales, cauces secos de ríos, claros de montes en la periferia
de las aldeas y malezas pisoteadas por los animales. Por medio de
comunicaciones en clave se avisaba a la base aérea de Asam cuándo y a dónde
debían enviar los suministros. El humo de grandes fogatas guiaba a los aviadores
durante el día; señales luminosas durante la noche. Los enormes aviones
descendían hasta 45 metros del suelo a arrojar sus cargamentos de armas,
municiones, dinamita y latas de carne, galletas, dátiles, pasas, té, azúcar,
sal y tabletas de vitamina C. La única rotura que hubo que lamentar fue la de
una botella de ron.
Sobre la polvorienta aldea de Monyowa, muy cerca del río Chindwin, se
lanzaron varias veces abastecimientos para ayudar a aquellos duros combatientes.
Hoy, después de setenta y cuatro años, la vida en el lugar sigue siendo prácticamente
igual, sin muchas tecnologías ni modificaciones aparentes a pesar de las décadas transcurridas. Allí los siglos se han congelado en el tiempo.
La RAF ponía heroico empeño en suministrar a los expedicionarios cuanto
pedían. Hubo quien pidió una biografía de Bernard Shaw; otro, una botella de
whisky irlandés para celebrar el día de San Patricio; un tercero, un monóculo;
un cuarto, una dentadura postiza y un faldón escocés. Dos radiotelegrafistas se lanzaron en paracaídas para reemplazar a dos de sus compañeros que enfermaron. Uno de
los oficiales, a quien los japoneses tenían rodeado, hizo que la RAF le enviara
un testamento ya redactado para firmarlo. El principal restaurante de Calcuta
trabajó toda una noche preparando 180 kilos de chocolate que pidieron los Chindits,
y que los aviones les arrojaron al día siguiente en Birmania, después de volar
más de 1.100 kilómetros.
Un grupo de Chindits llegó en cierta ocasión al vivac de unas fuerzas
japonesas que habían salido por la mañana. Los Chindits no encontraron sino a
los cocineros birmanos, que estaban muy atareados preparando la comida. Los
hombres de Wingate comieron hasta hartarse, muy obsequiosamente servidos por
los guisanderos birmanos, y lo que no comieron, se lo llevaron.
La expedición había penetrado hasta 190 kilómetros de la carretera de
Birmania cuando recibió órdenes de regresar. Al llegar en su contrarumbo al río
Irauaddi, en una noche fría de luna, los japoneses, apostados en la orilla
opuesta, empezaron a hacer nutrido fuego de obuses y ametralladoras. Wingate
hubiera podido forzar el paso del río y desalojar al enemigo; pero a costa de
muchas vidas. De pie en la orilla del río, examinando la situación serena y
perspicazmente, con su larga y tupida barba y una frazada que le caía desde los
hombros como un manto, hacía pensar en los profetas de antaño. Con la rapidez
de la intuición vio al punto lo que más convenía hacer. Ordenó a los Chindits
que se dispersaran en grupos de unos 40 hombres y se internaran en las junglas
por diversas partes, a fin de desconcertar al enemigo, y que luego descendieran
a la orilla y fueran cruzando a hurtadillas por diferentes puntos. A las 48
horas, todos habían cruzado. Enterraron los aparatos de radio, destruyeromn
todo el equipo pesado que llevaban y emprendieron la marcha de cerca de 500
kilómetros que debían hacer para regresar a la India.
Sin radio, ya no podían recibir abastecimiento por avión, pues los pilots no sabían a dónde efectuar los lanzamientos. Los Chindits se comieron primero los
bueyes y las mulas, y luego siguieron viviendo de arroz, culebras, buitres,
hojas, raíces y sopa de hierba. Perseguidos sin cesar por los japoneses, tenían
que desviarse de los pocos manantiales que había, y a veces pasaban varios días
sin más agua que uno que otro trago sacado de canutos de bambú. Sabiendo que la
seguridad de la expedición dependía de la rapidez de la marcha, Wingate forzaba
a su gente a avanzar casi sin tregua.
Después de la aventura, dieron afectuosamente a los Chindits los nombres
de "El Circo de Wingate", "Los Locos de Wingate", "La
Chusma de Wingate". Los jefes y oficiales eran tipos curiosos, casi todos
sujetos recios y atrevidos, avezados al servicio de los "comandos".
Mike Calvert, llamado "El Loco Mike" o "Mike Dinamita", era
perito en minas de trampa y en la demolición de edificios viejos; artista en
cuyos ojos brillaba la inspiración cuando hablaba de dinamita y pólvora. Aún no
había cumplido los treinta años, y casi no había teatro de la guerra en que no
hubiera servido detrás del frente enemigo.
El mayor Bernard Fergusson, que jamás se quitaba el monóculo, abandonó su
descansada plaza en la plana mayor de un regimiento de escoceses para ir a
tirarle de las orejas al Mikado. "Me he pasado la vida soñando con volar
puentes", decía jubiloso al ver dispararse por los aires los fragmentos de
la cañada de Bonchaung. Para leer en el monte, Fergusson llevó consigo algunas
novelas clásicas de shakespeare. "Nos fumamos todas las 600 páginas",
decía, "pues, aunque teníamos picadura en abundancia, se nos acabó el papel
de cigarrillos".
Al teniente Albert Tooth, que había sido comerciante de vinos en un área suburbana de Manchester, lo llamaban "la maravilla desdentada del faldón". Con la dentadura podrida y una barba que se dejó crecer hasta el pecho (según él para asustar a los
japoneses), se empecinó en hacer toda la campaña sin quitarse su vistosa falda
de lana escocesa.
Uno de los voluntarios de la expedición era el norteamericano James
Gibson, teniente de aviación, a quien sus compañeros pusieron el apodo de
"Carolina". "Estoy cansado", decía, "de matar
japoneses al vuelo. Quiero ver la cara que ponen esos malvados enanos cuando
les entran las balas".
En el abigarrado personal de Wingate figuraban un príncipe birmano; un ex historiador de Oxford; el teniente William Edge, muy versado en la preparación de bifes de búfalo; y el sargento escocés de comandos Robert Blain, que, cuando la situación se ponía muy negra, decía filosóficamente: "Como dice mi abuelita, ëstas son cosas que el cielo nos manda para probarnos".
Cuando Wingate regresó, le dieron en la India el apodo, o título, de
"Lawrence de Birmania". Sus fabulosas hazañas de guerrillero ya le
habían valido los de Lawrence de Judea" y "Lawrence de Etiopía".
En Inglaterra la gente lo recuerda hoy a secas como "El nuevo
Lawrence". Y hasta la casualidad se sabe de que Wingate es pariente del
famoso "Lawrence de Arabia". Parece que el ejército inglés tiene la
virtud de producir uno de estos excéntricos genios militares en cada
generación: Clive de la India, Gordon "el Chino", Lawrence de Arabia.
Wingate fue un general "de Biblia y espada", de fe profunda en
la eficacia de la oración, místico de la escuela de los yoguis, y soldado
aguerrido que se complace en pelear por pelear. Siempre iniciaba el día con una
oración. A menudo empleaba como cifra palabras y frases bíblicas. La espada, la
Biblia y la adaptabilidad a la vida de los pueblos más extraños parecen ser
atributos congénitos de la índole y la mentalidad de Wingate. Su padre sirvió
treinta y dos años en el Ejército inglés de la India, y cuando se retiró del
servicio fundó una misión entre los pantanos. La madre de Wingate era
profundamente religiosa y lo educó con puritana rigidez.
Como se aprecia en la foto que ilustra el inicio de esta nota, Wingate tenía la cara angulosa y descarnada del intelectual, ojos oscuros y penetrantes, nariz delgada y huesuda, boca austera, mentón saliente y barba oscura que empezaba a encanecer. En Birmania llevaba camisa andrajosa de monte, pantalón de pana burda y un casco de palma pasado de moda que parecía un tarro encasquetado en la cabeza. Profesaba la teoría de que el ser humano es capaz de almacenar energía como el camello acumula agua de reserva. En campaña, marchaba semanas enteras sin dormir más que unas pocas horas por día. Ahora, eso sí, cuando la campaña terminaba, se pasaba días seguidos durmiendo, o abstraído en extática contemplación. Una de sus manías era la conservación de la robustez del cuerpo. Entrenaba diariamente en solitario mediante ejercicios de calistenia. No fumaba. En las marchas, se le veía a menudo mascando cebollas crudas, pues creía firmemente que tenían grandes virtudes preservativas de la salud. Todas las noches se frotaba la espalda con un cepillo de caucho.
En un profesional de las armas como Wingate, sorprende ver la variedad
de asuntos en que se interesaba. Por la mañana se le oía tararear canciones
árabes. Tenía pasión por la música, y se pasaba horas enteras escuchando
sinfonías fonográficas tendido en el suelo. Sus gustos literarios iban desde
Shakespeare hasta las tiras cómicas de los periódicos dominicales, aunque
prefiere siempre la lectura seria.
Conoció a su bella esposa en el Mediterráneo, a bordo de un vapor. Ella
tenía quince años; él, treinta. "Vino derecho hacia mí", dijo
Wingate, "y me dijo sin empacho: Usted es el hombre con quien me voy a
casar. Como estábamos de acuerdo no hubo discusión. Aquello fue como la ejecución
de un doble y mancomunado plan de campaña".
Wingate hablaba como una enciclopedia. Entre los jefes y oficiales
discurría sobre los ascetas yoguis de la India, los hábitos sociales de la
hiena, la conducta de una mosca tapada con un dedal, los cuadros de los
pintores del siglo XVIII, o el mejor modo de ganar la guerra. En Etiopía
sorprendió una vez a un grupo de oficiales con una verdadera conferencia sobre
la caza de hienas con pistola en noches de luna.
Wingate no respetaba títulos ni categorías militares. Su indiscreción no
tenía límites. Sin temor y sin problemas sermoneaba a sus superiores cuando
creía que habían cometido equivocaciones. Quizá haya sido el único jefe inglés
de los tiempos modernos que se haya valido de la antigua prerrogativa de
presentar por escrito al rey quejas acerca de jefes de mayor graduación. Sus
ideas anárquicas despertaron la ira de muchos militares encopetados, que lo
miraban de reojo y lo creían un poco desequilibrado. "Pues, hombre",
le decía él a un amigo, "yo no estoy tan loco como la gente se
figura".
En 1938 se le otorgó en Palestina la condecoración de la Orden de
Servicios Distinguidos (a la cual luego se le agregó dos galones), por haber
mandado los destacamentos que exterminaron las cuadrillas de terroristas árabes
a sueldo del Eje. En Etiopía se granjeó la admiración y el apoyo de las tribus
con una serie de irrupciones atrevidas en territorios ocupados por fuerzas
italianas muy superiores a las suyas.
Fue uno de los pocos blancos que en las guerras asiáticas han logrado
cautivar el ánimo de los naturales de tierras de mentalidad primitiva. Llevaba
siempre consigo un altavoz y un grupo de hábiles propagandistas nativos. En
todos los pueblos de Birmania y Etiopía se detenía siempre lo suficiente para
repartir hojas volantes y perifonear una proclama en lenguaje tan sencillo como
pintoresco. "Aquí llegaron los hombres misteriosos que han venido a
visitarlos", decía a los birmanos, "pueden llamar en su auxilio, de
regiones remotas, grandes e incomprensibles poderes aéreos, y los libertarán de
los feroces y ceñudos japoneses". Los birmanos le dieron reverentemente el
título de "Señor Protector de las Pagodas". De buena gana guiaron a los
Chindits por trochas secretas, y ni una palabra dijeron a los japoneses acerca
de la expedición. Sin esta valiosa ayuda, es probable que el enemigo hubiera
descubierto y aniquilado a los irruptores.
Wingate murió pocos meses después de aquella gran operación militar, a los 41 años de edad y mientras volaba en un avión que se estrelló contra una colina cerca de Imfal (India). Creo haberles dicho que cuando niño fue boy scout y que le gustaba viajar y las aventuras. Antes del accidente que le costó la vida había leído la reciente publicación de un francés al que todos consideraban loco: "El principito", de Saint Exupéry. Mientras todos dijeron que ese libro era una estupidez y que estaba condenado al fracaso, él quedó fascinado. Fue uno de los últimos textos que leyó antes de trepar por la escalerilla del avión que lo llevaría a la muerte. Pues nada, esta es la historia que quise contarles.
Me encantó. En toda la lectura mi mente se transportaba imaginando la aventura y su travesia con su equipo.
ResponderEliminarsaludos mi estimadisimo Sebastian
Carlos Gómez af Trolle