"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Un proscripto

Argentina, década del 1900, años finales del siglo XIX. Son tiempos de huidas y de mandigar, tiempos de robos. Días de cabalgar por donde nadie mas cabalga salvo él. 
Ha dejado atrás la región de los puebluchos de mala muerte y la estación del ferrocarril y la sombra de los saucedales y ahora solo tiene por delante una llanura horizontal de paisajes pastoriles. Sangre italiana corre por sus venas, reciedumbre siciliana. Pañuelo al cuello, cuchillo al cinto, tatuaje azul en la piel y un rifle terciado dentro de su funda que cuelga por la derecha sobre el lomo de un alazán. 
No ve un alma durante leguas. El sol declina frente a él mientras escruta el horizonte siguiendo con la mirada la línea que dibuja el ala de su sombrero. La noche cae como un relámpago y el viento crudo hace rechinar la maleza. Duerme bajo un cielo de terciopelo negro tapizado de estrellas que tiemblan y palpitan colgadas aquí y allá en medio de la inmensidad que lo envuelve.
Se mantiene alejado de los caminos arenosos por temor a otros gauchos y a la policía. Reposa en las hondonadas con serpientes y arañas que pasan sobre su cuerpo durante toda la noche. La madrugada lo sorprende en un barranco donde había ido a buscar reparo del viento.
El sol que sale al otro día es del color del hierro. Al atardecer sigue el rastro de unas ruedas de carreta y en la distancia una columna de humo sube en diagonal entre una arboleda de eucaliptos. Ahuecando las manos sobre los ojos alcanza a ver otra población.
Llega a una cantina y pide de beber y bebe pero luego se da cuenta de que no puede pagar porque no tiene dinero y entonces pide al cantinero que le de trabajo para saldar su deuda y este se niega.
El cantinero es un hombre viejo, de pelo rojo, bajo y taciturno y lleva bigotes gruesos que terminan en punta a la manera de los marineros franceces del puerto de Marsella.
Largo de acá, matrero, dijo el cantinero y apoyó sobre el mostrador una escopeta de caza del calibre 12 que estaba recostada contra la madera humedecida por alcoholes ajenos.
El italiano puso mala cara. Hijo de puta, dijo. Avanzó hacia el hombre armado. La cara del cantinero no cambió. 
El viejo amartilló la escopeta con el pulgar derecho y el índice de la misma mano sobre el gatillo. Un chasquido metálico en medio del silencio. Tintineo de vasos en todas las mesas. Luego un arrastrar de sillas retiradas por los parroquianos. Nadie en el lugar salvo ellos dos.
El italiano quedó inmóvil. Abuelo, dijo.
El viejo no respondió y se movió a la izquierda. El italiano lo siguió con la mirada.
Estás borracho, dijo el viejo. Señaló la puerta con el cañón del arma.
El italiano retrocedió hacia una esquina del salon y otro hombre surgió de la nada y se le fue acercando despacio como quien se dirige a cumplir una tarea. Llevaba una pistola en la mano. El italiano giró sobre su cuerpo y quedó frente a frente con el hombre. Vas a salir, dijo el de la pistola. El italiano no dijo nada.
Con un movimiento rápido tomó una botella vacía que estaba caída sobre una mesa y dió un golpe sobre una silla y pedazos de vidrio salieron volando en todas direcciones.
¿Me vas a matar? dijo el italiano, y comenzó a avanzar de frente con el pico de la botella rota en una mano.
El hombre de la pistola saltó agazapado hacia adelante y amartilló el arma e hizo fuego. El cuerpo del otro giró sobre si mismo y cayó pesadamente sobre el suelo entre el humo del disparo. 
El cantinero estaba en medio del salón y tenía dificultades para respirar. El italiano estaba tumbado boca abajo y no se movía pero seguía empuñando la botella rota.
El hombre de la pistola se acercó lentamente apuntando hacia el cuerpo inerte y cuando estuvo cerca se agachó para revisar y entonces el italiano giró furtivamente de nuevo como un gato y le hundió el borde de vidrio mellado en un ojo. Un grito y luego silencio. Sangre y vidrio se desparramaron sobre el suelo y el hombre se dobló por las rodillas y se le puso el otro ojo en blanco y cayó a tierra y quedó inmóvil.
Otros hombres miraban la escena aferrados a los barrotes de las ventanas pero cuando el italiano se levantó y juntó su sombrero y salió a la calle nadie dijo nada. Sangraba por un costado pero el balazo había sido solo un roce.
Ya era noche cuando desenganchó el alazán que esperaba atado a un palo y lo montó y salió al galope por el camino vecinal rumbo al monte. 
Abrieron un prontuario policial a nombre de un tal Juan Bautista Vairoleto.
Quedó fuera de la ley.

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