Un equipo periodístico de Enlace Crítico viajó al sudeste asiático y se
internó en la selva del norte de Laos en busca de una historia oscura, desconocida
y violenta pero a la vez apasionante. Este es el relato acerca de un grupo tribal
que fue abandonado por la CIA norteamericana, después del último conflicto que
desangró a esa región de Asia. Cuarenta y dos años después, la guerra de
Vietnam todavía continúa para el pueblo Hmong. Esta es la historia moderna de
David contra Goliat, es el “Apocalypse now” del siglo XXI.
Después de tres días de tediosa espera en una húmeda y calurosa
habitación de hotel en Chiang Kong, cruzamos la frontera tailandesa atravesando
en lancha el río Mekong e ingresamos en Laos.
País comunista, Laos intenta promover ante el mundo una falsa imagen de paz
y tranquilidad. “Laos no problem, notigs hapens hier” (aquí no ocurre nada,
nada sucede) ”, dice en un mal inglés el guardia fronterizo, sentado sobre una
pequeña butaca de madera dentro de su puesto de control y con una gran sonrisa
dibujada en la cara. Tiene un fusil automático Kalashnikov apoyado sobre las
rodillas.
Logramos contactar a un guía local que estuviera dispuesto a mostrarnos
el sendero por la selva, después de mucho investigar y luego de sobornar a la
policía turística con 950.000 kypes (moneda local), unos 120 dólares
norteamericanos. Traíamos la información de un posible contacto seguro desde
Tailandia. El hombre cobró su dinero y nos condujo en una moto-taxi a un templo
budista en donde nos esperaban unos monjes. Ellos protegían la identidad de
nuestro guía.
Cuando llegamos, a las cinco de la tarde, el templo de Huay Xay,
con sus mohosas paredes y sus escaleras adornadas con dragones, se hallaba
todavía sumido, como toda la ciudad, en el sopor pegajoso que solo se disipa
con la primera lluvia violenta de la tarde.
Huay Xay se encuentra a dos horas y media de camino por la carretera que
viene desde Chiang Rai, la última ciudad tailandesa de la frontera, al borde de
la selva y a orillas del río Mekong. Esa posición geográfica convierte al sitio
en un lugar discreto y cómodo, para mezclarse entre los turistas y pasar
desapercibidos antes de iniciar la marcha clandestina rumbo al este, a las
montañas. La aguas rojas del río sirvieron de cementerio para todos aquellos a
quienes los soldados comunistas no consiguieron convencer. A veces los
pescadores encontraban los cadáveres, pero no lo denunciaban para evitar
complicaciones. “Notigs hapens hier”.
Cuando tomamos contacto con él, nuestro guía esperaba arrodillado y
descalzo sobre el suelo. Era uno de esos tipos que en la calle no tienen nombre
ni rostro ni nada que lo identifique. Oficialmente no existía. Estaba en una
gran habitación vacía donde otros monjes oraban cantando mantras, con sus
cabezas rapadas. Humos de incienso y olores de sándalo quemado escapaban a
través de dos ventanas provistas de barrotes que daban a un patio de tierra
flanqueado por palmeras, donde unos niños pequeños de piel oscura merodeaban
desnudos por los alrededores.
Gruesas gotas de agua reventaron en el patio, trayendo consigo intensos
aromas de tierra negra, de frutas dulzonas, de pantano y de podredumbre, que
son los olores de la estación de las lluvias en Laos.
El largo viaje comenzó en el ocaso del crepúsculo vespertino, cuando
cargamos las mochilas sobre un tuc-tuc (moto taxi), y pusimos rumbo hacia el
este, hacia los límites de Huay Xay donde cambiaríamos de vehículo rumbo a la frontera
con Vietnam, una jungla virgen y oscura enclavada entre unas montañas donde no
llegan los turistas.
De madrugada llegamos a Muang Phouan, que singnifica “ciudad
horizontal”, una provincia del nordeste de Laos ubicada a cinco o seis horas
desde Huay Xay a bordo de un viejo camión Bedford. El sitio tiene en gran parte
una topografía montañosa, con valles poblados de verdes arrozales entre los
picos dentados de unas colinas azules. En esas regiones apartadas, unos
centenares de personas siguen combatiendo en lo más profundo de la selva, y
muriendo en una guerra que oficialmente terminó en 1975. Cercados por bases del
Ejército laosiano, esos hombres, mujeres y niños se esconden en las zonas más
inaccesibles de la región de Phu Bia.
Son los restos de una guerrilla creada
por la CIA norteamericana, cuyos agentes reclutaron a los miembros de la etnia
Hmong, una fuerza de combate que llegó a contar con decenas de miles de
guerrilleros. Su misión era detener el avance de los vietnamitas comunistas en
Laos y hostigar mediante emboscadas y golpes de mano la crucial ruta Ho Chi
Minh, utilizada para enviar suministros y armamento al sur de Vietnam. Esta
tribu Hmong, que ya había ayudado a los franceses durante la Segunda Guerra
Mundial y en la guerra por la recuperación de la Indochina colonial, se empleó
a fondo también durante la campaña que los norteamericanos libraron contra el
comunismo en esta parte de Asia.
Entre las víctimas anónimas de la Guerra de Vietnam está el pueblo
Hmong, una etnia de origen chino que combatió junto a los norteamericanos desde
la clandestinidad. Este es el sufrimiento de una minoría olvidada por casi todo
el mundo, es el ejército perdido de la CIA.
Los Hmong ya sufrían discriminación y tenían fama de buenos guerrilleros
cuando la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA), los empezó a
reclutar sobre el terreno en la mayor operación encubierta de su historia. En
Laos, país declarado neutral que acabó convertido en otro frente de la Guerra
Fría, estas fuerzas indígenas ayudaron a atacar la ruta de suministros
comunista y a rescatar pilotos de norteamericanos caídos. Una colaboración
contra un enemigo común que les salió cara. En 1971, el ejército Hmong estaba
formado mayoritariamente por menores de 16 años y mayores de 45. La metralla
había laminado a las generaciones intermedias. Tras la retirada yanqui, su
situación empeoró. Los hmong fueron abandonados por la administración
estadounidense debido al carácter no oficial de sus actividades. Desde entonces
las autoridades laosianas persiguieron y masacraron sistemáticamente a muchos
de ellos. A algunos los enviaron a campos de reeducación de los que no
volvieron. Otros lograron escapar a Tailandia. Algunos pocos consiguieron
asentarse en Estados Unidos después de recibir de la ONU el estatus de
refugiados políticos. Pero hubo un grupo que decidió no rendirse y ocultarse en
la jungla. En los años 70, dicho batallón fantasma sumaba 50.000 milicianos. En
los 90 seguía teniendo 10.000. Desde entonces, ha sido diezmado con armas
químicas, ha sufrido tortura y se le ha intentado exterminar como si fuese una
plaga. Huir a la selva y seguir luchando fue la única alternativa viable para muchos. El ejército de Laos los persiguió y, hoy en día, a pesar de que oficialmente niega su existencia, sigue haciéndolo.
El trabajo de los agentes norteamericanos de la CIA consistía en
reclutar civiles Hmong, jóvenes o viejos, darles un entrenamiento militar
básico y equiparlos con radios y balizas camufladas en hojas o piedras para que
pudieran usarlas tras las líneas enemigas. Ellos deambulaban por ahí y cuando
veían una concentración de vehículos, municiones o tropas, dejaban caer estos
dispositivos. Los norteamericanos recibían la señal, recogían al equipo en la
zona y tan pronto como tenían la seguridad de haberlo extraído, solicitaban
apoyo de fuego a la fuerza aérea mediante las coordenadas topográficas del
lugar exacto de donde procedía esa señal. Era un trabajo efectivo y simple, de
bajo costo y alto rendimiento.
En la actualidad el ejército fantasma no llega al centenar de efectivos,
aunque en el campamento hmong cercano a Phu Bia (un punto ciego en el espesor
de la selva), aquellos con capacidad para manejar un arma de fuego tal vez sean
bastantes menos. Es el fantasma de la Guerra de Vietnam y el drama de los que
fueron dejados atrás.
Es necesario hacer un viaje al corazón de las tinieblas para conocer de
cerca a unos hombres, mujeres y niños silenciados por los gobiernos y los
cronistas oficiales. Es, quizá, el relato del final de una civilización. Son
pocos, no le importan a nadie y el mundo puede ignorarles sin mucho problema.
Pero el problema es que existen.
Ocultos en la selva
Con la primera luz del amanecer llegamos a una aldea polvorienta ubicada
sobre un arroyo en el fondo de unos claros de la jungla. La pétrea frialdad de los
campesinos me detuvo. No parecían desear que estuviéramos ahí, o no les
importaba. Se limitaron a permanecer parados, viéndonos pasar, silenciosos e
inmóviles, sin mostrar alegría ni pesar ni ira ni temor. Sus ojos imperturbables
poseían una cruel indiferencia. Me detuve frente a una choza donde una mujer
vieja daba de comer a unos pollos. Me vio y no dijo nada. Iba adornada con
collares que parecían de plata y un extraño tocado en la cabeza del mismo material.
Veía la presencia de aquellos extranjeros como una invasión o un desastre
natural que arrasaba su aldea y, aceptando que eso era parte del destino, no
sentía por nosotros más de lo que podía sentir por una inundación. Tal
pasividad me pareció inhumana. Podría tratarse de una máscara estoica que
ocultaba profundos sentimientos de tristeza o de furia, pero si se trataba de
eso, su capacidad de controlar las emociones resultaba igualmente inhumana. Así
lo exigía su supervivencia. Igual que las grandes montañas de Laos, esos
campesinos duraban.
En aquella aldea nos recibió el jefe de una columna móvil que nos conduciría
por el tramo final del camino, a un día y medio de marcha por la jungla, hasta
el campamento guerrillero. Era un hombrecillo minúsculo y movedizo, con el
rostro triangular y los dientes amarillentos teñidos por la acción de mascar betel
(una fruta silvestre parecida a la nuez). Levaba el torso desnudo, estaba descalzo
y parado sobre el suelo de su cabaña elevada sobre pilotes. Nosotros también
nos quitamos las botas antes de entrar. Hizo fuego en una hoguera y bebimos té.
El recinto era mediano y tenía una luz natural extraña y sucia, que se filtraba
por las rendijas de las paredes de tabla a través del humo de la lumbre. Mazorcas
de maíz, bolsas de arroz y recipientes varios colgaban de las paredes. No había
muebles y nos sentamos directamente en el suelo para charlar.
El hombre habló
con el guía en un dialecto incomprensible, una mezcla de chino y de thai; la
lengua de los traficantes de opio. Habló durante un tiempo con una entonación
nasal, chillona, y se refirió a la situación de los combatientes que resistían
en las montañas, los ataques del ejército. Luego de un rato se levantó del
suelo y se fue en busca de otros hombres.
El guía de la patrulla nos condujo por una ciénaga y luego en el ascenso
de una sierra de doscientos cincuenta metros de altura. La única senda para
escalarla consistía en un paso de animales de caza. Al principio resultó fácil.
Poco después la cuesta se volvió tan escarpada que tuvimos que seguir gateando,
apoyados en las manos, aferrándonos a las grises raíces de las caobas,
adelantando un pie a la vez, jadeando y transpirando en el aire húmedo. A veces
un hombre caía y derribaba a los otros que esperaban abajo. Arbustos espinosos
clavaban sus garras en la ropa y en la carne, enredaderas del diámetro de una
cuerda se enroscaban en los brazos, en las piernas y en las mochilas con una
tenacidad casi inhumana. Cuando finalmente llegamos a la cresta consulté el
mapa y la hora: en cinco horas habíamos avanzado algo menos de un kilómetro.
Nos empeñamos toda la tarde en cruzar aquella maldita colina del
infierno, hasta que la noche cayó sobre nosotros como un rayo y entonces el guía
ordenó a sus hombres asegurar un perímetro para establecer una base de patrulla
reducida. Dormitamos de a ratos durante toda la madrugada, sentados en un círculo
cerrado y recostados sobre nuestras mochilas, las piernas apuntando hacia
afuera y la espalda hacia el centro, todos juntos y apretados, apoyados por
cinco hombres armados que escrutaban la noche como animales perseguidos, con
los músculos agotados, los ojos cansados, sin quitarnos las botas y sin
encender fuego.
Al llegar al campamento nos recibieron unos hombres vestidos con una
especie de uniforme militar; sentados en cuclillas, algunos llevan camisas verdes, otros de tela negra, iban descubiertos o tenían sombreros de jungla. Todos vestían pantalones gastados,
desgarrados, con sandalias fabricadas de viejos neumáticos. Algunos tenían
marcas de viejas heridas alrededor del cuello y en las piernas. Colgados al hombro o a la
espalda y con la correa sobre el pecho, fusiles automáticos chinos, viejos rifles norteamericanos y lanzacohetes rusos RPG.
Algunos llevaban mochila de
campaña y otros transportaban pedazos de una tela alargada con forma de
chorizo: un budín de arroz.
Muy jóvenes la mayoría, muy ancianos otros, de piel amarilla, tenían
bien marcados los finos rasgos asiáticos: párpados tirantes, cejas apenas
dibujadas, pómulos altos. Charlaban entre ellos en una lengua incomprensible.
Eran montañeses, los Hmong. Tenían las miradas duras y las bocas crispadas.
Había niños entre ellos, chiquillos de entre siete y nueve años equipados para
la guerra con fusiles verdaderos, cargando verdaderas granadas de fragmentación. No jugaban a los soldados, ellos iban al combate.
Algunos hombres llevaban a sus pequeños hijos amarrados a la espalda, como pequeñas crías indefensas espiando desde atrás. Asumían el rol de sus mujeres, asesinadas por el ejército o muertas de enfermedad o heridas o imposibilitadas.
Algunos hombres llevaban a sus pequeños hijos amarrados a la espalda, como pequeñas crías indefensas espiando desde atrás. Asumían el rol de sus mujeres, asesinadas por el ejército o muertas de enfermedad o heridas o imposibilitadas.
Durante
las noches las sanguijuelas y los mosquitos los devoraban porque su jefe les
prohibía encender fuego. A las cuatro de la mañana se levantaban a patrullar y
a recorrer los senderos, las posibles avenidas de aproximación del enemigo.
Preparaban su magra comida. Cuando comían arroz era porque encontraban restos abandonados
por los soldados laosianos, pero generalmente se alimentaban de raíces, de
hojas, de tubérculos que recogían durante las jornadas de patrulla. Eran
flacos, huesudos, los músculos anudados y pegados a las articulaciones.
Shang Lin lucha en una guerra que oficialmente terminó hace 40 años.
Dice que cuando sea grande le gustaría ser médico, pero por el momento marcha
de patrulla y hace guardia con un fusil AK-47 casi de su misma estatura.
“Mataron a mi abuelo, tomé su fusil y comencé a disparar. Sólo veía los
fogonazos. Había muertos por todas partes”, relata un niño de 10 años que no tendría por
qué saber cómo funciona el mundo.
Sobrevivir, sin embargo, es lo primero que
aprende cualquiera en los campamentos Hmong de Laos. Allí cada día en pie
cuenta como una victoria. Sólo los más viejos del lugar recuerdan el día exacto
en el que sus vidas cambiaron para siempre. Fue el 30 de abril de 1975, cuando
Estados Unidos abandonó Saigón a la carrera ante el avance de las tropas
norvietnamitas. Con el ruido de los helicópteros de evacuación se despidió del
sudeste asiático la mayor potencia militar del mundo. Un millón de combatientes
y 2,5 millones de civiles habían muerto en dos décadas de enfrentamiento
armado.
Cae la noche nuevamente sobre la oscura jungla que nos devora. Nos disponemos
a intentar dormir cuando un grupo de niños-guerrilleros sale por las sendas a
hacer reconocimientos y a montar trampas. Es una guerra anónima que no cuenta
con un frente delimitado y se tiene una sensación de incertidumbre al atravesar
la línea indefinida entre la zona de seguridad y la “tierra de nadie”.
Por la mañana volvemos al sendero que conduce a los poblados de los
valles e iniciamos el descenso, un accidentado camino de regreso hacia la cruda luz del sol que calcina
los arrozales.
Saliendo de aquella jungla montañosa en Laos tenemos la sensación de que los seres humanos nunca han terminado de aprender ciertas lecciones.
Saliendo de aquella jungla montañosa en Laos tenemos la sensación de que los seres humanos nunca han terminado de aprender ciertas lecciones.
El mundo necesita urgentemente más instrucciones de humanidad, y más horas de historia
en el colegio.
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