Hacía un frío atroz. Al sentir en
el rostro la violenta ráfaga de viento que les llegó del sudeste, los cuatro hombres
supieron que si no se disponían a matar, definitivamente morirían de hambre y
congelados antes del amanecer.
Llevaban semanas marchando a pie
por aquellas dunas solitarias y aisladas que bordeaban el mar, cargando al
hombro mochilas de lona engrasada y fusiles automáticos terciados al pecho y
aplastando con sus botas de cuero curtido los pastizales color coyote. Estaban
deshechos y dormían de a ratos, enroscados en hondonadas y envueltos en ponchos
impermeables como perros callejeros, sobre la tierra empapada y endurecida por
la escarcha y con aquel viento salvaje y cruel del sudeste cortándoles las
mejillas como navaja de barbero. Sus bocas secas de agua y sus labios partidos resoplaban
expulsando un humo blanco parecido al que suelen echar al aire los trenes de
vapor, y hacía cada vez más frío y la oscuridad azul posterior al crepúsculo
caía sobre ellos. Llevaban tres días con sus noches sin probar bocado y el
hambre comenzaba a mellar la voluntad pero seguían adelante estoicamente,
dobladas las espaldas bajo el peso del equipo y con los cuellos quebrados hacia
abajo con la cabeza bailando dentro del casco y la mirada perdida clavada en el
suelo. Caminaban en fila india, medio dormidos, insensibles los pies y
chocando entre sí cada vez que el de adelante se detenía.
Llegaron a una alambrada que se
perdía a izquierda y derecha en aquella pampa húmeda y había una arboleda sin
nombre pegada al límite fiscal. El viento había amainado y detrás de un velo
amarillento que parecía de algodón la luna salió y la mitad de ella se vio como
un barco de juguete medio hundido en el cielo anochecido y plagado de nubes
grises que la iban cubriendo lentamente como si fuera un vendaje.
El líder de la patrulla habló en
voz baja; Vamos a entrar, dijo, y el resto de los hombres asintieron en
silencio con un solo movimiento de cabeza y sonrieron mostrando los dientes y
el blanco de los ojos les brilló un instante bajo aquella extraña luz de luna
desde las caras ennegrecidas y embadurnadas de camuflaje y de barro y de mugre.
El
hombre que mandaba el pelotón era un moreno de espaldas anchas y la nariz
achatada como de boxeador y había cruzado una pierna sobre la alambrada y
estaba sentado a horcajadas sobre uno de los postes de aquella minúscula
frontera, con el cuchillo desenvainado en una mano como si fuera un cuervo esperando
a su parvada.
Llevaba puesto el overol amplio, verde
aceituna, liso y sin insignias que muchos soldados de infantería del mundo suelen
utilizar durante sus operaciones. Llevaba también sobre los hombros una cincha
de lona que le cruzaba el pecho en dos tiras verticales de la cual pendía un cinturón
lleno de bolsas oscuras y de cartucheras en las que transportaba munición.
Tenía un botellón plástico para almacenar el agua a cada lado de ambas caderas
y a sus pies, apoyado en el alambre, descansaba sobre el suelo un fusil automático
de origen belga, con veinte cartuchos del calibre 7,62 milímetros alojados en
el cargador. Todos los demás iban igualmente vestidos y equipados.
Vamos a entrar sin correaje y sin
fusil. Solo el cuchillo y las botas, dijo el moreno.
¿Crees que no habrá nadie?
No hay nadie, está vacío.
¿Estás seguro?
Si, ¿Tienes miedo o qué?
Tengo más hambre que miedo,
imbécil.
Pues entonces apura, salta el
puto alambre y entra de una vez.
El otro hombre que hablaba con el
jefe trepó de un salto la línea y cayó pesadamente del otro lado.
Dentro del potrero había una oscuridad
total y un olor a tierra mojada mezclada con mierda fresca de animales. La
alambrada partía el campo en dos y detrás de ellos saltaron también los otros
que faltaban. Avanzaron arrastrándose lentamente en la penumbra, agazapados lo
más que podían, cuchillo en mano y el pecho pegado al suelo para poder ver y escuchar
mejor. Se habían quitado el equipo y habían ocultado el armamento entre unos
matorrales y se sentían más livianos, más ágiles, más sanos, fortalecidos por
la suave brisa que ahora les llegaba desde el mar y por la idea de que pronto
matarían para comer.
Solo
a la cría más pequeña. No apunten a las grandes porque es demasiada carne, dijo el moreno.
Todos entendieron pero nadie dijo
más nada. Se levantaron lentamente del suelo y comenzaron a avanzar a pasos
cortos y decididos desplegados hacia adelante en línea horizontal formando una
cadena. Marcharon por una pequeña planicie surgida entre dos médanos y en la
penumbra final de aquella fría tarde azul vieron a lo lejos las siluetas de unas
ovejas que pastaban recortándose sus figuras contra el horizonte. Siguieron
adelante. El rebaño estaba en un rincón del campo, todos juntos los animales,
como si se hubieran reunido presintiendo la amenaza que se cernía sobre ellos.
Era una masa de patas embarradas y de pezuñas negras y de lana sucia,
amarillenta, compacta y solidaria entre sí que se movía junta en un solo
bloque, rumiando y abrevando en las esquinas de aquel potrero que pronto se
transformaría en una tumba de osamentas ovinas.
Los cazadores avanzaban
encorvados y sigilosos con rumbo norte y entonces el moreno hizo una señal con
los dos brazos abiertos y los dos hombres de los flancos se abrieron hacia
oriente y occidente agrandando lentamente la formación de línea que ahora se
curvaba campo arriba buscando envolver al rebaño que pastaba en silencio. Un
animal levantó la cabeza y olfateó el aire. Oyó los pasos de los hombres y comenzó
a balar y las dos crías que tenía cerca trotaron a paso torpe y se refugiaron
entre sus patas. La oveja corrió y baló y se detuvo y olfateó el aire y corrió de
nuevo. Los corderos siguieron adelante persiguiendo a su madre. Los cazadores
también.
El
sol se puso definitivamente y la oscuridad ganó el horizonte y arreció el frío
pero los hombres ya no sintieron más nada y solo corrieron hacia adelante
motivados por la excitación y por la sed e impulsados por el hambre que les
mordía las tripas. Una tropa de figuras inciertas pasó fugazmente frente a
ellos haciendo zig-zag y nuevamente se arrojaron al suelo con el pecho en
tierra para escuchar y vieron como los animales huían en diagonal, desesperados
y balando y lanzando patadas al aire. Un cazador estaba echado en mitad del
potrero y se arrastró hacia una esquina cortándole el camino a un animal que
corría enloquecido y directo hacia su posición. Se agazapó como lo hacen lo
felinos antes de atacar y esperó con el cuchillo en mano y la hoja relumbrando
bajo la luna. Al incorporarse de un salto sintió que las piernas le fallaban y
erró la puñalada. El animal se perdió en la oscuridad lanzando patadas y gritos
como de conejo. Siguieron acechando.
Estaban ahora tumbados todos boca
abajo, en el barro, dispuestos en una línea separada e irregular de cuatro
hombres que se extendía a lo ancho de aquel corral al aire libre, los músculos
tensos empuñando con firmeza el cabo del cuchillo, la mano libre abierta y
apoyada en el suelo, flexionada una pierna en un gesto ágil y la otra extendida
con la punta de la bota encajada en la tierra como un pelotón de soldados
listos para pasar al asalto. Esperaron.
La enorme oveja pasó de largo,
forma oscura y vibrante. El hombre del flanco izquierdo dio un salto y corrió
imitando las gambetas laterales que daba el animal en su huida. Los otros hombres
le siguieron. El animal se topó con el alambre, dio la vuelta y esperó. Los
cuatro cazadores le bloquearon el camino. Le hablaron en vos baja. Pudieron oír
el rumor de su respiración pulmonar y la vieron vacilar un instante con los
ojos encendidos de un lado a otro y pudieron oírla balar débilmente también.
Los otros corderos gritaban y lanzaban patadas desde el otro rincón del corral.
Se habían vuelto a reunir todos de nuevo formando la misma masa compacta de
lanas amarillas, patas y pezuñas.
Uno de los hombres silbó y estiró
un brazo y escupió en el barro. Cuando estuvo lo bastante cerca el animal
comenzó a llorar como una criatura y sacó la lengua negra fuera de la boca y
empezó a babear. Se le tiró encima y la oveja dio un salto y pateó al aire y
con una pezuña trasera le abrió un profundo tajo en la frente al hombre. La
sangre manaba a borbotones del parietal frontal pero igual siguió corriendo.
Tenía la cara ensangrentada y le costaba ver y se limpió un ojo con el dorso de
la mano libre y continuó corriendo cuchillo en mano y sin detenerse. Dos hombres
más corrieron detrás de él. Los otros dos miraban y reían.
Ya
cerca del rebaño que esperaba reunido estoicamente bajo la escarcha que
comenzaba a caer, el hombre herido se lanzó nuevamente en el aire y cayó
pesadamente con el músculo dorsal y el brazo izquierdo extendido sobre el suelo
embarrado y húmedo. Logró empuñar una mata de lana amarillenta que colgaba del
flanco derecho de la oveja y se aferró a su presa con las dos manos como si
fuera un tigre dando caza a un jabalí. Soltó el cuchillo. El animal siguió
corriendo pero ahora su ritmo era más lento y jadeaba con esfuerzo y babeaba por la boca con la negra
lengua fuera y su balar era un sonido ronco, opaco, apagado, deshilachándose en
el viento bajo la helada que caía. El cazador iba colgado sobre el costado del
animal como un extraño jinete con la silla rota arrastrándose por el campo. Había
quedado solo en aquella lucha personal mientras sus compañeros reían y escupían
al suelo con el blanco de los ojos y los dientes brillando intermitentes en la
oscuridad.
Le rodeó una pata con las dos
piernas y lo hizo caer a tierra hecho un ovillo. El hombre fue el primero en
levantarse y el animal forcejeó un instante y cayó de nuevo y volvió a llorar y
babeó y se retorció en el fango como si suplicara. De un solo movimiento el
cazador giró el cuerpo de la oveja y juntó y sujetó con fuerza las cuatro patas
provistas de pezuñas como quien cierra con un nudo la boca de una bolsa de
lona. Se quitó el cinturón y aseguró la presa. El animal estaba tumbado con el
lomo en tierra y las patas apuntando hacia arriba y ya no balaba ni lloraba ni
pateaba. Tenía los grandes ojos negros muy abiertos y brillantes y contemplaba
la escarcha que caía desde el cielo anochecido y su respiración pulmonar era
ahora más fuerte. Se había hecho el silencio y los otros hombres ya no reían ni
escupían ni hacían nada. La cacería duró cerca de dos horas.
Desde la noche cerrada surgió un
bulto que fue a pararse al lado del hombre que había sometido al animal. Extendió
un brazo con el arma blanca que había caído durante la fajina. El cazador asió
el cuchillo.
Aquí no, llevémosla a los
árboles, dijo el moreno.
Dos hombres arrastraron la oveja
fuera del corral y el cazador y el moreno se adelantaron y descendieron hacia
el sur por el camino arenoso que conducía a la arboleda sin nombre. La noche helada
era prieta y oscura como la boca de un oso y a los costados del camino crecían
chañares espinosos y matas color verde claro y algunas perdices noctámbulas se
movieron nerviosas en sus madrigueras. Invisibles y traicioneros, los huecos
abiertos en el suelo por las vizcachas estaban sembrados aquí y allá alternativamente
en aquella llanura miserable y ventosa. Muy a lo lejos vieron las fogatas del
enemigo, unas luces anaranjadas y trémulas que vacilaban débilmente en aquel paisaje
horizontal. Siguieron adelante.
Los hombres que traían la oveja
maniatada escucharon un rumor que nacía de los árboles. Es por aquí, dijo la voz.
Giraron hacia esa dirección y
escucharon de nuevo aquel rumor que les llegaba desde la oscuridad y uno de los
hombres soltó al animal y apoyó una mano sobre el hombro de su compañero a modo
de advertencia. Es ahí, dijo.
Nadie respondió mientras los
hombres seguían arrastrando la oveja hacia el monte. Cuando llegaron al pie del
árbol solo observaron a través de lo oscuro el bulto de las mochilas, las
colchonetas enrolladas en la tapa, los cascos de acero puestos encima y los
fusiles apoyados en línea sobre ellos. El cazador afilaba su cuchillo y el
moreno estaba inclinado sobre el pozo que cavaba, una fosa alargada y sombría
de alrededor de un metro y medio, parecida a una tumba. Siguieron adelante y
dejaron el animal junto al pozo. El cazador se alejó un momento para orinar y
regresó.
El
moreno había terminado de cavar y se había arremangado la camisa y su frente
estaba perlada por gruesas gotas de sudor. Respiraba con dificultad y sostenía
un pedazo de cuerda en una mano y una pequeña pala plegable en la otra. Todos los
hombres tenían un aspecto fatal. Lograron verse un momento entre sí, a duras
penas, a través de aquella oscuridad azulada y espectral y comenzaron a pensar
que cada uno veía al otro como si fueran fugitivos en plena huida. Estaban
exhaustos y hambrientos, embrutecidos por la sed y por la falta de sueño, con
restos de sangre seca pegada a la ropa y mugrientos de pies a cabeza. El
cazador regresó de mear y se paró junto a la oveja. Solo sus dientes brillaban
a la tenue luz de la luna. Llevaron al animal un poco más cerca de la fosa y
entonces el moreno sujetó la cuerda trenzada alrededor del pescuezo de aquel
ovino infeliz y la estiró mientras que el cazador se ponía a horcajadas sobre
él y empuñaba su cuchillo de hoja lisa y mediana. El animal se asustó y pateó y
defecó y volvió a llorar soltando las amarras de las patas y entonces el hombre
del cuchillo apuñaló con fuerza dos veces sobre el cogote pero la oveja giró sobre
sí misma y logró ponerse en pie gritando como un cerdo y vomitando sangre y pateando
al aire y buscando un hueco para escapar entre medio de sus asesinos. Junto al
árbol solo estaba echado otro hombre que tomó en sus manos la gran piedra sobre
la que apoyaba la cabeza y se paró de un salto. Cuando el bulto oscuro pasó
corriendo y gimiendo frente a él levantó la piedra y descargó con furia todo su
peso aplastando el cráneo del animal de un solo golpe. La boca
y los ojos se le desplazaron hacia abajo y adelante como si fueran de goma y las
orejas escupieron sangre y uno de los ojos le quedó colgando fuera de la órbita
y prendido de ligamentos fibrosos como si fueran cables blancos y entonces la
oveja mordió el barro con tanta fuerza que una pata delantera estalló bajo su
cuerpo con un sonido sordo, como cuando se parte un pedazo de madera seca para
hacer fuego.
Faenaron el cuerpo del animal y
las vísceras y las coyunturas y los huesos fueron a parar al pozo excavado para
tal fin. Los hombres cortaron filetes de los cuartos traseros y comieron la
carne cruda que chorreaba sangre sin encender fuego, sentados sobre el borde y
con las piernas dentro de aquel hoyo alargado y excavado en tierra como si
fueran fieles de alguna oscura secta celebrando un sacrificio ritual. Tragaron
aquella carne correosa todavía tibia en los momentos previos al “algor mortis”, trozos de masa
húmeda y vibrante llena de vasos sanguíneos y de músculos tensos por los que
hacía apenas un momento habían corrido manantiales de vida. Cortaron en lonjas
el resto de la carne y la guardaron cada uno en sus mochilas.
El moreno designó puestos de
guardia y el resto se echó a dormir apoyando la cabeza sobre cascos, piedras y
mochilas en aquel suelo helado y duro. Estaban nuevamente envueltos en sus
ponchos impermeables pero ahora con el estómago lleno de carne fresca y cruda, con
el fusil abrazado al pecho, las botas puestas y listos para huir o pasar al
asalto.
Antes del amanecer taparon el
pozo, cargaron el equipo y siguieron adelante.
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