Hoy vengo a traerles una batallita, porque es domingo y está nublado y en días así me entran las ganas. El 5 de julio de 1807, a un ejército inglés de 1.200 fulanos que se retiraba a los tumbos desde la Plaza Miserere hacia la zona del puerto lo hizo trizas, en Buenos Aires, una tropa de paisanos criollos argentinos al mando de un puñado de oficiales españoles. Y como aquél fue el último desastre británico en el culo de Sudamérica, y también una de las primeras veces que un ejército imperial capitulaba mordiendo el polvo y con el rabo entre la patas, hoy se me ocurrió recordarlo. Más que nada, porque ni siquiera estoy seguro de que este asunto figure todavía en los manuales de la escuela. Se trata de una batalla en la que unos entusiastas y desordenados peones mestizos montados a caballo le ganaron al más formidable ejército del mundo, formado por dragones imperiales a pié, disciplinados fusileros vestidos con casacas rojas que llevaban el blasón de la reina pegado al pecho. Esta historia que les traigo pretende ser todo lo contrario, finalmente, al relato cansino que les hacen tragar garganta abajo a los pobres críos de 9 a 11 años, condenados como están a aburrirse y a comerse los mocos frente a la maestra que repite como loro un cuento que ni ella se cree, al confundir historia verdadera con horario de protección al menor, pensando que a la violencia hay que disfrazarla de alegres cuentitos patrióticos con tal de preservar así los corazones y las mentes de la "inocente gurisada". Olvidan (o no quieren aceptar), que esos mismos críos se queman el cerebro visitando sitios porno en internet en cuanto la madre se da vuelta a revolver el guiso. El mundo ha cambiado y con el los niños, señoras, entonces a la violencia hay que contarla como es.
Invito a leer también este relato a los militantes políticos imbéciles que mezclan memoria con guerra de Malvinas, que confunden pacifismo con izquierda, guerra con derecha y militares con fascistas. Pero la cosa no es nueva. Los complejos y la soplapijez no son exclusivos de ningún partido político. Hace décadas que para los sucesivos "titulares y titularas" de Cultura y de Educación argentinos, las batallas tienen mala prensa. Da igual que sin ellas la Historia sea incomprensible. Mejor olvidarlas, para no contaminar de violencia militarista a nuestros futuros analfabetos. Además, en innumerables batallas y durante más de un siglo entero, en la Argentina (porque era lo que había) se cocinaron indios en estofado. Acuérdense. Genocidio, etcétera. Conquista del desierto, Juan Manuel de Rosas, ranqueles, pampas, tehuelches. Para qué les voy a contar.
Pero bueno. Estupideces aparte, lo de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires fue una goleada. Y oigan. Si hay quienes festejan goles de Boca o de River como si fuera lo único interesante del mundo, por qué no aplaudir también la goleada aquella. No fue una final del torneo clausura, pero sí un partido para el infarto. Nadie le había dado nunca una paliza como ésa a los dueños de Europa. Y esos gauchos, paisanos y damas se la dieron. Se la dieron los que hace ahora doscientos diez años aguantaron durante tres días, en lo que hoy es esa plaza de Once llena de putas y de borrachos y de predicadores evangélicos que ladran por altoparlantes, en el barrio de Balvanera, frente a los muros del Colegio de los Jesuitas o de la Iglesia de San Francisco. Aguantaron los embates del ejército invasor del British Imperial Dog. Aunque luego la fanfarria patriotera argentina le echó demasiados adornos al asunto, lo cierto es que aquello no fue un prodigio de competencia militar, ni por la parte inglesa ni por la nuestra. Hubo coraje y sacrificio en ambos bandos, eso si, con apenas seis grados de temperatura al sol, con una lluvia de mierda que caía y empantanados hasta el cuello en potreros de barro donde resbalaban hasta las mulas. Hubo errores, confusiones, desaciertos e improvisaciones. Incluso en la fase principal de la batalla, en el asalto y en la defensa de la ciudad y de los edificios cercanos por parte de los dos bandos. Pero lo que sin dudas hubo más fue suerte. Y huevos.
En la mañana del 5 de julio de 1807, la totalidad del ejército británico se agrupó en los alrededores de la plaza Miserere. Confiado de la supremacía de su ejército, el teniente general John Whitelocke dio la orden de ingresar a la ciudad en 12 columnas, que se dirigirían separadamente hacia el fuerte del Retiro por distintas calles. Iban aquellos piratas cantando y escupiendo y alardeando innecesariamente, tambores y gaitas a vanguardia y marchando a paso gentil, cubiertos de hierro y en apresto los fusiles, arrogantes hijos de su perra majestad. Habían recibido la orden de no disparar sus armas hasta llegar a la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo). Cometieron el grueso error táctico de subestimar al enemigo y marchaban con mucha distancia de separación entre fracciones, lo cual les impedía tomar contacto entre sí y retransmitir las directivas de los capitanes.
Cerca del mediodía, a un jovencito de unos catorce años llamado Cirilo Meza se le va la olla y empieza a insultar en los británicos y a todos sus muertos; y maldiciendo en español se pone el cuchillo entre los dientes, comienza a correr por una calle embarrada bajo una lluvia de tiros, llega al flanco derecho de una columna a puros huevos, arremete contra los ingleses echándoles el demonio encima, y mata a cinco. Tras él, por vergüenza gauchesca y porque está feo dejarlo ir solo, se han lanzado al trote su capitán español y nueve paisanos, que salen chapoteando en el barro y gritando "ingleaijunagranputa", como animales. Imagínense la escena y las fachas de aquellos fulanos: aullando, mojados de barro y con ojos de locos, de mucho matar, con sus barbas, cuchillos, fajas, escapularios y demás parafernalia. De ese modo los colegas llegan a tiempo de ayudar al que pelea a la desesperada, acuchillando a mansalva. Así, entre los diez, hacen un guiso de ingleses como quien moja el pan en la olla. Y mientras los casacas rojas deciden que es momento de salir pitando a buscar un hueco en donde salvar el pellejo, los argentinos, chorreando agua y sangre ajena, desalojan al pirata y reconquistan la plaza. Cuando a las seis de la tarde la mayoría de las columnas británicas han caído, el Virrey Santiago de Liniers exige la rendición. El teniente general John Whitelocke capitula tranquilamente el 7 de julio a primera hora, con los restos de sus fusileros y sus dragones y su infantería ligera de casacas rojas y sus blasones de la reina prendidos a la solapa y su puta madre en retirada. Los orgullosos ingleses regresan a sus barcos humillados como un maltrecho ejército de fantasmas mutilados.
Si quieren ustedes ahondar más en este asunto que acabo de narrar, dense una vuelta por una librería; y más ahora gracias al aburrimiento que genera la estupidez de contenidos que hay en la tele. De los libros clásicos que conozco, el más completo me parece "Las invasiones Inglesas", de Carlos Roberts (Emecé, 1938); y entre los modernos considero excelente "Historieta de las invasiones inglesas ", del revisionista Felipe Pigna.
Este chisme que les acabo de contar prueba que en Argentina tal vez aún sea posible ganar batallas. Al menos, frente a la imbecilidad de tanto "ridículo o ridícula" que confunde pacifismo con desmemoria.
A los chicos habría que contarles la historia tal y como fue, con los detalles de rigor que se merece. Después de tanto bombardeo diario que sufren al ver y al escuchar tanta porquería, estoy seguro de que no se sorprenderán de nada.
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