Cada persona tiene sueños por realizar o diversos horizontes que alcanzar.
Hay quienes son felices siguiendo la línea normal de las tradiciones, el cumplimiento de las reglas y la adaptación personal a esos parámetros de seguridad, de confort y de tranquilidad. Se arraigan en un sitio determinado y se limitan a continuar en él durante todas sus vidas.
Hay otros que buscan cosas distintas, tipos que eligen vivir vidas diferentes. Yo he sido uno de ellos.
Buscando ese horizonte distinto fue que un día descubrí la Infantería de Marina.
Era un lugar en donde cada hombre llegaba por propia elección. Todos eran voluntarios. Algunos escapaban de la pobreza, Otros buscaban desafíos y querían ver el mundo. Otros exigían aventuras y escuchaban el llamado del guerrero. Así fue como me uní a ellos una mañana calurosa de febrero. Yo quería descubrir de cuanto era capaz, mental y físicamente. Quería saber de que material estaba hecho, si podía soportarlo o si de plano era un cagón. Y entonces allí lo supe.
Me dieron el número de matrícula 419588-7, y ese fue mi nombre y apellido durante diez años.
Una vez que dejé atrás esa tropa de élite, decidí comenzar a escribir pequeñas historias como ésta, para contar lo que vi, viví y aprendí dentro de aquella unidad de combate tan especial, donde lo único que contaba era la fuerza, la voluntad y los valores morales de cada persona.
Decidí contarlo para hacer un mero acto de justicia, porque en un país con una generación de jóvenes tan cobardes como el mío (donde la mayoría es licenciado en la alta escuela del griterío anónimo y son muy pocos los que salen bajo el ala de mamá a pelear de verdad y a romperse la nariz por ideales propios), casi nadie los conoce o a nadie le interesa, y eso, simplemente me motiva.
Algunas veces por ignorancia, otras por culpa de un pasado oscuro y otras tantas por heridas sociales que aún no han cicatrizado, aquella actividad que abracé con tanto orgullo durante mas de una década todavía hoy tiene mala prensa y una despreciable reputación en esa patria a la vez amada, cruel y ahora lejana que dejé atrás.
Allí quedaron muchos amigos y hermanos de armas que nunca voy a olvidar, y es por ellos que también cuento estas historias compartidas durante diez años. Junto a esos hombres duros experimenté momentos y vivencias inolvidables, algunas veces muy fuertes, en regiones remotas de la Argentina y en sitios lejanos del mundo durante el transcurso de diferentes operaciones militares.
Gracias a la Infantería de Marina descubrí nuevos horizontes, crucé varios países de América, de Europa y del Medio Oriente, me introduje en el corazón de la selva amazónica, en lugares como el norte del Perú, donde la pobreza extrema podía llegar a impresionar, pero al mismo tiempo nos brindaba la posibilidad de participar en operativos para apoyar el desarrollo en esas comunidades aisladas del país.
En aquellas jornadas yo me concentraba pensando en que cada día allí era una valiosa experiencia, y en que tenía la enorme posibilidad de ver el mundo con los ojos de un privilegiado viajero y aventurero.
En cada misión real o de entrenamiento conjunto con ejércitos de otros países, sentía que estaba viajando permanentemente a distintos lugares del planeta, experimentando diferentes estados mentales, diferentes religiones, diferentes estatus sociales, diferentes culturas. Fue una experiencia de vida única, una formación plural que en ninguna universidad convencional hubiera podido obtener.
Se podía ver el mundo entero en una sola escena, en un solo y amplio mosaico, compartiendo con individuos que hablaban otras lenguas y que habían vivido otras experiencias. Ellos habían estado en la guerra, en la guerra de verdad y no como en la tele.
La vida en la Infantería de Marina fue una sucesión de situaciones únicas. Me llenó y me enseñó a cada paso. Era un lugar en donde valía la pena soportar ciertos rigores y sacrificios para poder acceder a esas vivencias, para ser parte del equipo, integrante de ese ambiente.
Allí conocí soldados despiertos y listos que se buscaban la vida como nadie, que desaparecían de repente y de pronto, cuando todos creíamos que habían desertado, reaparecían con dos gallinas debajo del sobaco y un pedazo de pan para sus compañeros. Nadie me lo contó. Lo vi con mis propios ojos. Sucedió en los campos de la provincia de Buenos Aires, en los montes inundados del delta del Paraná, en la isla de Chipre, en Haití o en Kosovo: aquellos héroes llevaban niños en brazos, repartían tabaco a los ancianos, regalaban sus raciones de campaña a las mujeres que lloraban junto a los escombros de sus hogares. Y de noche, cuando se hallaban en sus puestos de centinela, se les acercaba la gente agradecida para traerles un trozo de pan, una taza de té o incluso una destartalada hamaca para que pudieran hacer sentados sus turnos de guardia.
Aquellos tipos no eran altos ni apuestos, ni les dieron medallas, ni salieron en primera plana de los diarios, ni en los noticieros. Nadie aplaudió sus hazañas, y ni los políticos ni los almirantes que explotaron en su provecho esas virtudes ajenas hicieron discurso al respecto.
Intenten imaginar el siguiente cuadro: oscuridad, disparos de francotiradores, munición trazante que pasa recortando los esqueletos negros de los edificios. Un ambiente cargado de tensión e incertidumbre. Una anciana civil que no habla una palabra en otra cosa que no sea el dialecto albanés de las montañas de kosovo y que cae herida en medio de un fuego cruzado. Entonces un soldado que observa la escena se mueve inquieto dentro de su posición excavada a toda prisa. De pronto mueve la cabeza como si acabara de tomar una decisión. Nervioso, toma su F.N y comprueba el cargador.
Le tiemblan las manos pero igual se cala el casco, aprieta los dientes para morderse el miedo y corre en la oscuridad hacia la vieja campesina que se desangra sobre el asfalto.
Ese soldado se llama Iván y fue mi compañero, mi amigo. Nunca nadie le dio una medalla ni lo nombraron en ninguna formación. Hoy es policía y hace guardia en una plaza de la ciudad de Buenos Aires. Nadie lo conoce.
Creo que la enseñanza más importante que me quedó de todo aquel servicio fue haber comprendido que todos los individuos que vivimos en este planeta somos al final parte de una misma bolsa; la enorme familia de los seres humanos, y que si todos los tipos de esas nacionalidades pudimos servir juntos en las mismas circunstancias, significa que el ser humano podría llegar a crear un mundo unido, alguna vez.
Agradezco a la Infantería de Marina por haber cambiado en mi mente esa parte del ser que llega cerrado al mundo, que reconoce solamente a su familia, a su grupo nativo y a su tierra de procedencia, y que no acepta realidades diferentes.
Tiempo después lo supe y descubrirlo fue genial: en aquellos años no solo estaba aprendiendo a sostener un fusil, a disparar con precisión o a marchar muchos kilómetros transportando una mochila. Aprendía también a abrir mi mente y mi espíritu a tal punto que hoy puedo sentir que el planeta entero es mi hogar.
Eso significa básicamente para mi las palabras Infantería de Marina. Cada vez que lo recuerdo me sigo sintiendo orgulloso de haber pertenecido.
Pues nada, era solo eso. Otra vez quise contarles.
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