El asunto que me trae a contestarle por aquí es su malintencionada opinión al respecto de que soy un cobarde por haber emigrado de la Argentina y por dedicarme a escribir luego lo que pienso al respecto del país donde nací, según usted "con la liviandad y la comodidad del extranjero". Y es entonces cuando caigo en cuenta de que estoy frente a un estúpido, que además de idiota es un analfabeto, dueño de una profunda falta de comprensión lectora. Un "burro", como dirían en el barrio de mi madre. De manera que, por favor, tenga a bien tomarse unos minutos para leer esta respuesta que más abajo le dedico.
Ante todo debo aclararle que su edad cronológica o su experiencia como ciudadano del mundo no me impresionan, ni le hacen más lúcido ni más capaz que yo. Respeto sus 51 años de edad y sus circunstancias de vida, simplemente porque no lo conozco, y porque ignoro las causas que le han llevado a emigrar de la Argentina, al igual que yo. No le he faltado el respeto como usted lo ha hecho conmigo. Y porque desconoce también mi historia de vida, debería de respetarme y no cometer el grueso error que ha cometido: enfrentarme así, gratuitamente y con mala leche. Es por ello que me veo en esta necesidad de aclararle quien soy.
Ante todo soy su compatriota y además un antiguo soldado. He servido durante mas de 10 años en la vida militar, tiempo en el que todavía creía en la imagen de aquel guerrero romántico de la literatura, en utopías y en palabras huecas que hoy me suenan tan vacías como el honor, el coraje y la fidelidad. Lo hice en pos de la defensa de la soberanía nacional argentina, colaborando con abnegación y nobleza para proteger los intereses y la bandera de aquella patria cruel y ahora lejana donde me tocó nacer. Sepa que soy un ex Infante de Marina, a mucha honra, y que serví en las tropas de asalto anfibio, en las fuerzas de élite de la Armada Argentina.
Desde finales del año 2000 hasta el 2011 inclusive, viví entrenando y preparándome para pelear. Varias veces me tocó la suerte de viajar a regiones de un mundo en conflicto, a zonas castigadas por la guerra, sitios miserables en donde la vida de la gente no valía más que una munición del calibre 7,62 milímetros. No valía un carajo, como quien dice. Digamos que fue una mezcla de acumulación de decepciones y la transformación que experimenté durante esos años de vida las causas por las que abandoné aquella actividad, hasta que un buen día decidí que ya no era el chico que salía al mundo con una mochila camuflada y un fusil colgado al hombro, sino que era un veterano con cicatrices en la mente y la mirada cansada, y que ya no creía en nada de lo que estaba haciendo ni en causa alguna. Le cuento estas cosas para que me conozca un poco más.
Cuando tenía 20 años me enviaron a mi primera misión militar en el extranjero. Fue en el norte del Perú, en medio de la selva amazónica, en la frontera con Colombia. Allí, en medio de la jungla, enfermó un buen amigo mío. Se llamaba Sergio y era teniente. Estuvimos juntos en la misma patrulla durante unas operaciones de contra-insurgencia. Murió enroscado en una cama de hospital, flaco y huesudo como un mendigo, poco tiempo después de terminar aquella misión, por causa del cáncer que le provocaron las drogas que nos daban, supuestamente para "contrarrestar los efectos de la malaria". Mefloquina. Aún tengo en la cabeza el nombre del frasco de esas jodidas pastillas.
Todavía recuerdo a los niños nativos de aquellas aldeas de la selva. Eso es siempre lo peor, en cualquier zona de conflicto: los críos llorando a moco tendido. Todavía hoy, cada vez que veo las fotos de esos años, me remuevo incómodo en el asiento al verlos pasar ante mí, llorando de la mano de sus padres por la frontera polvorienta camino del exilio, agazapados bajo un portal de palo mirando hacia arriba mientras suena el estrépito de los helicópteros, esperando semi desnudos con ojos grandes de hambre y miedo para conseguir un mendrugo de pan antes de la evacuación o del zumbido de una granada de mortero. Las aldeas ardiendo. El rancherío que cruje entre las llamas sobre las aguas de un río marrón que ni siquiera tiene nombre ni figura en el mapa. El hijo muerto del campesino que ve pasar a la patrulla con ojos perdidos, la mirada vacía, sin odio ni rencor ni compasión ni nada. Un hombre muerto en vida. La bala que el enfermero le acaba de sacar de su pierna herida, y el trozo de madera que, a falta de anestesia, apretó entre los dientes mientras le arreglaban el agujero que le hicieron unos paramilitares cerca de Leticia.
Cuando tenía 23 años fui enviado a mi segunda operación militar en el extranjero. Fue una misión de los cascos azules de la ONU para el mantenimiento de la paz en una zona de conflicto internacional; la isla de Chipre. Campos de cultivo ardiendo en el horizonte. El largo patrullar por el desierto y las montañas. Disputas entre musulmanes turcos y descendientes de guerrilleros ortodoxos griegos que tiempo atrás asesinaron y violaron a jovencitas en el norte.
Tal vez usted jamás haya siquiera escuchado hablar de aquellos lugares remotos olvidados por Dios, pero déjeme decirle que existen y que yo estuve allí. Mientras usted estaba en la comodidad de su hogar en una noche de invierno, yo me jugaba la vida junto a mis compañeros en una montaña o en una jungla de mierda perdida en el culo del mundo, en nombre de la bandera argentina, de la retórica patriótica, de las buenas costumbres y de los putos ideales.
Tuve varios compañeros que acabaron mal y que junto a otros colegas intentamos contenerlos cuanto pudimos, hasta que reventaron, por alcohol o por suicidio. Uno de ellos se llamaba Kempes, era sargento y le decíamos "gringo". Su última misión militar transcurrió durante 6 meses en Kosovo: medio año malviviendo en un puesto fronterizo polvoriento y remoto de aquella provincia rebelde de la Serbia ultra-nacionalista. Cuando volvió a la Argentina era incapaz de mantener a su familia unida, porque con la miseria que cobraba no le alcanzaba para la renta de una vivienda digna, trabajando a destajo y a doble turno, debatiéndose entre las guardias del cuartel y su servicio como mercenario en el oscuro mundillo de la noche porteña. Lo encontraron una mañana de junio, colgado del cuello como un muñeco roto con unas cuerdas de paracaídas enroscadas alrededor del pescuezo, bajo las escaleras de ingreso al batallón.
Así es que, pues, desconocido lector, le puedo asegurar que lo he visto casi todo. En ocasiones vi el cielo y también me asomé al infierno. He perdido amigos como consecuencia de las acciones del combate o por suicidios derivados de una enfermedad llamada estrés post traumático. Hoy tengo 36 años cronológicos pero también la experiencia de un anciano de 80, y cuando critico a la Argentina lo hago porque tengo la suficiente moral para poder hacerlo. He sangrado y dejado lo mejor de mi juventud para defender la causa de esa sociedad miserable, enferma e ingrata llamada Argentina. Por eso emigré y por eso resisto afuera.
Como ve, soy un soldado, y he vivido mucho más de lo que su pobre comprensión ha podido imaginar alguna vez. La edad cronológica por si sola no garantiza la sabiduría, mi estimado desconocido. Por gente que piensa como usted, mi patria de origen sigue hundida en un pantano, y no saldrá nunca de él a menos que se limpien esos elementos nocivos de raíz. Dudo que eso ocurra.
Por todo lo vivido y lo dicho anteriormente es que doy batalla a todo aquel que se atreva a llamarme cobarde. He pasado diez años yendo a zonas de conflicto y viendo guerras que no eran mías, y por eso sé de qué van los bastardos como usted. Por eso me cago en su nombre y en la madre que lo parió.
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