Nací intentando irme. Nadie se dio cuenta. Me metieron como a los demás en una jaula y ahí quedé preso durante años aprendiendo obediencia terrestre. Me rebelé contra la prisión de las ideas y las órdenes. Cuando escapé tenía poco más de 17 años y unas ganas locas de romperme la jeta contra la vida. Mis alas estaban entumecidas, casi arruinadas. Me enrolé en la Marina intentando conocer el mundo y allá me mandaron, bien lejos y arriba del mapa. Al poco tiempo me dí cuenta de que el precio que pagaba era demasiado alto. Entregaba mi libertad a cambio de que unos idiotas me dijeran exactamente lo que tenía que hacer.
La educación consiste en la amputación de la capacidad de volar. Educar sirve para cercenar la imaginación, la creatividad, la singularidad, la locura de cada uno. Educar es igualar: dos por dos son cuatro; esto es bueno, esto es malo. Lo diferente molesta, da miedo, se percibe como una amenaza a la grisura, una provocación en un mundo obediente y terrestre.
Cuando fui soldado nunca acepté una vida sin sueños individuales. Y como no podía volar, soñaba que me iba. La milicia es una fábrica para machacar individualismos, un sistema concebido para eclipsar la iniciativa personal. Allí todo funciona dentro de un engranaje: el hombre pasa a ser una pieza que ayuda a mover la maquinaria. Y entonces me fui.
Me gusta la opinión que tiene Perez Reverte, el escritor español, porque trabaja casi siempre sobre un hecho: las mujeres son las únicas que nos pueden enseñar a los hombres a volar.
Tuve el privilegio de tener lo esencial y poder gastar mi tiempo en viajes más o menos interesantes. En el mundo hay gente aplastada por el hambre y la injusticia que sobrevive en una doble cárcel: la que impide volar y la que impide saber que podrías llegar a volar.
Tuve maestros. Mi padre me enseñó a los 14 años dos lecciones capitales: que tenía piernas para correr y que el aprendizaje para la vida está siempre en los libros importantes. Lo recuerdo corriendo y leyendo, siempre. El resto de las lecciones las aprendí solo, con la mochila al hombro.
Mi padre me enseñó también con el ejemplo, más allá de las palabras dichas, a poner ahí donde se necesita esa virtud que hace diferente a una persona en relación con las demás: la voluntad. Es lo que decía Shakespeare: "El porvenir de un hombre no está en las estrellas, sino en la voluntad y en el dominio de sí mismo".
Y también tuve rescatadoras. Algunas ni siquiera se dieron cuenta de que me rescataban de la vida terrestre. A veces fueron encuentros fugaces, o de meses. Con Montserrat por ejemplo, volé dos años enteros y, de alguna manera, no dejé de volar nunca.
Volar genera inseguridad en los demás. Dicen que la madurez consiste en dejar de pensar que uno es capaz de elevarse, levitar, viajar entre las nubes. Existen mujeres voladoras que se sienten amenazadas por el vuelo de sus amantes, y las que por alguna razón se dejaron atar por una cuerda de miedos que ellas mismas alimentan y miman para que no se rompa.
Tal vez ya nunca tenga certezas terrestres, ni entre mentalmente en una jaula de oro, y quizá cuando muera sea solo cenizas con alas. Quien sabe.
Mientras tanto sigo escuchando la música que me gusta.
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