"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

domingo, 26 de marzo de 2017

Un día de junio




Ocurrió el 14 de junio de 1982, el último día de la guerra de las Malvinas.
Habían sido los últimos hombres en dejar de combatir, aceptando a duras penas las directivas de los comandantes que ordenaban rendición. Y mientras bajaban del monte Tumbledown para replegarse hacia la ciudad, aquel guerrero anónimo, un infante de marina, recogió el momento en una foto. 
Allí se los ve, marchando de cara al viento a paso redoblado en dos columnas ordenadas, temblando de frío, con sus uniformes empapados por la humedad y el sudor pero arranchados y con las armas todavía en apresto a pesar de las duras semanas peleando a la intemperie, bajo la lluvia y la nieve. A lo lejos, detrás de las colinas, se observan antenas de radio y columnas de humo mezcladas con niebla que vienen de la ciudad. Puerto Argentino ha caído y ahora arde en llamas. 
La verdad es que estos tipos se han ganado a pulso la reputación de duros después de cincuenta días cagándose de frío; tragando miseria en los parapetos, cavando trincheras y posiciones de ametralladora, pala va y pala viene, con los ingleses haciéndoles incursiones nocturnas por retaguardia y acuchillándolos en cuanto cerraban un ojo. 
Pero allá en Puerto Argentino ya flameaba, en un campanario bajo el cual los generales habían instalado su puesto de mando, la bandera blanca, grande como una sábana. Al final les habían roto el orgullo y la esperanza, sus propios comandantes.
A media mañana de aquel 14 de junio se encolumnaron, bajo la nieve que caía, a ambos lados de un camino encharcado de barro que bajaba desde una altura pedregosa: capitanes y tenientes por delante, suboficiales a vanguardia, cabos y conscriptos cerrando el grueso de la fila, en perfecto orden, sacando pecho, escupiendo e insultando por lo bajo cuando pasaban frente a la jeta a los ingleses. Habían combatido toda la noche, toda la madrugada y parte de la mañana hasta agotar munición. El capitán Vázquez puso en las filas delanteras a los que tenían la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en impresionar al enemigo con una apariencia marcial de sus tropas. La inspección que los paracaidistas ingleses le habían pasado con las primeras luces de la mañana había sido brutal, un calvario digno de Jesucristo: patadas y puñetazos a las costillas, diez trompadas a los dientes y al estómago por cada pregunta callada o cada información omitida. Luego le dijo el suboficial Antunez, "jefe, para qué mierda quiere impresionarlos más, si después de la paliza que les dimos nunca más se van a olvidar de nosotros, estos hijoeputas". 
Y mientras tanto, uno de los últimos paracaidistas ingleses que controlaban el repliegue, un cabo llamado Bramley, con una mano en la culata de la Sterling y la otra sosteniendo un cigarrillo, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, ladraba como un perro bajo su boina color vino, obligando al enemigo a mirar al suelo mientras caminaba.
El asunto es que estos bravos están aquí en la foto, en un camino que baja de un cerro llamado Tumbledown o Destartalado o algo por el estilo, con todas sus armas y sus equipos a cuestas, con el casco colocado, con sus fusiles FAL, sus lanza cohetes y sus ametralladoras MAG a la cabeza, como una guardia de honor, cargando al hombro sus bolsas de embarco y toda la parafernalia.
El resto de los regimientos y de las compañías ya se han rendido varias horas antes. Están dispersos y no salen en la foto. También marchan rumbo a la ciudad pero en un caos total: líneas desordenadas que serpentean ladera abajo, penosamente, con heridos y mutilados y desnutridos montados sobre carretillas porque ya no pueden más, esperando a que lleguen los rezagados en los cruces de los caminos que vienen desde el monte Longdon, desde Sapper Hill, desde Dos Hermanas, desde Harriet.
Pero en nuestra foto, desplegadas ante nuestros ojos, espaldas encorvadas de guerreros que han perdido la batalla pero que igualmente marchan orgullosos porque lo han dejado todo: mantienen la distancia entre hombre y hombre, alinean bajo el sobaco las culatas de sus fusiles, cascos bien ceñidos a la cabeza, bolsas de embarco y mochilas al hombro. Es un gusto empañarlos con la vista hasta esa línea de horizonte recortada por colinas, desde donde la artillería apunta al valle y a la ciudad. Y al fondo, difuminada y gris entre el humo de los incendios, con manchas de sol que van y vienen entre las motas de las fortificaciones y de los edificios, Puerto Argentino a nuestros pies.
Vean la foto como si la estuvieran tomando ustedes e imaginen también a los ingleses, a la izquierda y a la derecha de la imagen. Observen sus caras. Todos están exhaustos, con los pómulos flacos y huesudos y los ojos hundidos en sus cuencas. Han sufrido bastante también. Habían subido al monte Tumbledown dando tumbos, a duras penas, despacio, tomándose su tiempo, sin pensar en realidad que los que iban a rendirse finalmente serían los otros.
El capitán Robacio, comandante del batallón argentino, con su uniforme cubierto de barro y de sangre ajena, Saltó desde la piedra donde estaba parado con cara de asistir a su propio funeral. Miró a su alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre hombre le temblaba la mano que sostenía su pistola seca de municiones. Por un momento pensó que algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en un negocio como la guerra, pero habían peleado como animales acorralados y esa idea le gustaba. Habían estado cincuenta días mal abastecidos, comiendo salteado raciones frías cuando podían. Eran hombres curtidos que habían aceptado tener pocas cosas que perder salvo la vida. Uno de sus oficiales, un guardiamarina rubio de apellido Koch, jovencito, que acababa de perder en combate a tres de sus soldados, miraba con desprecio las botas de los ingleses, desde abajo, porque le apuntaban a la nuca y no le dejaban levantar la cabeza.
El resto de la tropa también eran jóvenes pero demostraron ser soldados formidables: habían logrado aclimatarse para pelear en el frío, con agujeros en los pantalones y partidas las suelas de sus botas, las barbas mal afeitadas por la urgencia de la vida de campaña, las caras de lobos flacos, peligrosos y asesinos.
Entonces ahí van ellos, los guerreros de la foto en retirada; fusiles terciados y apuntando hacia afuera de la columna. En torno suenan, a lo lejos, las últimas explosiones. Cientos de cascos abandonados a los costados del camino, ingleses dando órdenes como latigazos. Y allí, marchando a la cabeza de sus hombres, va su capitán comandante, con su parka verde oliva, su boina negra, un pañuelo camuflado que le cubre el cuello y una mueca de amargura que le cruza los labios, Capitán de Fragata Carlos Robacio, el viejo zorro.
Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente habla de la guerra de Malvinas imagina que todos los que pelearon fueron mocosos asustados e imberbes. Por ignorancia se omite que también han sido hombres valientes los que dejaron el cuero colgado allá. Pero esos malos tragos siempre se tragan los soldados, son el telón de fondo de todas las escenas. Y sin embargo allá en Malvinas, como pasó antes en Vietnam, o en la Alsacia ocupada por los nazis, o en Stalingrado, o después en Bosnia, Irak o Afganistán, quienes en realidad hacían el trabajo duro eran ellos, los mocosos inocentes. 
Muchos de los que pelearon en las batallas de Malvinas, aparte de ser jóvenes eran también tipos secos y duros como la ingrata tierra que los parió, hechos a la medida del hambre, al sufrimiento y a las miserias. Provincianos venidos de los cuatro rincones del país. Crecidos sabiendo lo que cuesta un pedazo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de un siglo y medio de acogotar indios en las pampas y llanuras o de acuchillarse entre ellos, crueles e inocentes a la vez, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia con el pretexto de tantas palabras idiotas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas fanfarrias compuestas por cobardes héroes de retaguardia.
Fíjense en las espaldas de los soldados de la foto: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todas las imágenes y en todos los monumentos y en todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los generales que nunca se mancharon el saco, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al político de turno: "Descuide, señor diputado, ordene usted tranquilo, que ahora estamos entre caballeros". 
El resto quedó para ellos: cruzar un río helado entre la niebla, arrastrándose para confundirse con la nieve y el barro, el cuchillo entre los dientes arruinados por la desnutrición. Levantarse y correr ladera arriba con las esquirlas de metralla rebotando por todas partes, porque al capitán, aunque es un hijo de la gran puta, les da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarse sin municiones en la ladera oeste del monte Tumbledown y empalmar la bayoneta balbuceando una oración para tragarse el miedo, mientras los gurkas se acercan para el último asalto.
Echen un vistazo tranquilo a la foto, sin apuros, e intenten reconocerlos. Son la humilde piel del tambor sobre la que redobla toda esa podrida hipocresía de los generales y de los políticos que posan de perfil para los actos patrióticos, los cuadros y la Historia.

Casi me olvido de decirles. Esos hombres de la foto son infantes de marina, guerreros de un batallón llamado BIM 5. Así entraron a la ciudad de Puerto Argentino alrededor de las 1500 horas del 14 de junio de 1982, manteniendo en su poder la totalidad de sus armas, con toda la tropa encolumnada, marchando a paso redoblado y con el orgullo de haber combatido a la elite de las tropas británicas como nadie hubiera imaginado.


Fíjense en la foto de una puta vez. Esos tipos son los que le dieron sentido a esas islas lejanas de las que poco se oía hablar antes de todo aquello, y cuando el circo terminó, apenas se los vio. Los taparon, y no por casualidad, invocando el buen nombre de payasos disfrazados de generales, de políticos imbéciles y de la jodida bandera.

sábado, 25 de marzo de 2017

Seis hombres silenciosos



Había que ser un tipo muy especial para ser un "LURP" en Vietnam. Eran solitarios y estaban entrenados para la supervivencia. Nadie, absolutamente nadie se metía en líos con los equipos de reconocimiento.
Los llamaban "LURPS" por el indicativo de radio que utilizaban, una sigla en inglés con la que se identificaba a LONG RANGE RECONNAISSANCE PATROL(LRRP), o en español: PATRULLA DE RECONOCIMIENTO DE LARGO ALCANCE.
Durante la guerra de Vietnam, los Rangers del ejército tuvieron la tarea de realizar este tipo de patrullas. Aquella actividad militar fue catalogada como 11F4P (operaciones de infantería especializadas en inteligencia). Cada hombre se había ofrecido voluntario para integrar esa unidad y estaban dispuestos a todo, incluso para los cursos de formación intensiva en pleno combate, y por lo tanto sabían a lo que se enfrentaban. Habían elegido el sitio correcto en el momento preciso para llevar a cabo misiones especiales, y todos ellos sabían exactamente en donde estaban. Operaban bajo órdenes directas de las oficinas “Nácar  2” y “Nácar  3” (inteligencia y operaciones de cada batallón). Su misión era reconocer previamente las áreas en las que un comandante planificaba sus operaciones. También tenían que patrullar a lo largo de los flancos durante el movimiento de columnas blindadas, informando de todas las novedades a los jefes de éstas. Reglaban el tiro durante el fuego de artillería y por medio de transmisiones radiales comunicaban al escalón superior en donde estaba el enemigo y en donde no. Protegían al resto de las tropas de emboscadas y de ataques sorpresa y optimizaban el uso de la fuerza. 
Algunas veces fueron tildados de asesinos macabros y sin escrúpulos, porque en ciertas ocasiones utilizaban cartas de póker para marcar los cuerpos de enemigos abatidos.


Los pequeños equipos “LURPS” estaban formados por sólo cinco o seis hombres fuertemente armados, pero su ventaja táctica no consistía solamente en el número reducido de sus integrantes (lo cual les permitía moverse muy rápido), sino también en el sigilo y en el duro entrenamiento previo que habían recibido. Todos estaban capacitados en navegación terrestre, en medicina de combate y tenían las condiciones para ser jefes de patrulla o jefes de equipo. Eran graduados de la Escuela de Fuerzas Especiales del quinto grupo del Ejército de EE.UU. Sus jornadas de campaña oscilaban entre cuatro y ocho días, cargando 40 kilogramos de equipamiento en sus mochilas, incluyendo varias comidas deshidratadas. Pero nunca pudieron llevar suficiente agua, entonces rellenaban continuamente sus caramañolas en las corrientes de los numerosos ríos y arroyos que iban encontrando a su paso, cada vez que la suerte les ayudaba a marchar a través de ellos. Utilizaban pastillas de cloro para purificar ese líquido tan vital.
Todos sabemos que la vida depende del agua y de la luz solar, pero aquellas patrullas de reconocimiento de largo alcance dependían en realidad del silencio y de la oscuridad. Mantenerse con vida significaba no ser vistos. Tenían que ser fantasmas invisibles: permanecían en las sombras, viviendo en lo profundo de la vegetación, intentando ser indetectables, y siempre estaban alerta para poder encontrar al enemigo primero.


Llevaban un amplio arsenal de armas: carabinas de asalto AR-15 de 5,56 mm, fusiles M16 del mismo calibre, lanza granadas M-79, pistolas calibre .45, decenas de cargadores y cientos de cartuchos de munición, granadas de fragmentación M-26 y M-34 de fósforo blanco, minas antipersonal Claymore, bloques de medio kilogramo de C-4 y TNT, explosivo plástico de alto poder, bengalas iluminantes, luces estroboscópicas, binoculares y cuchillos de supervivencia. Pero esas armas eran meramente defensivas. Su verdadera arma de asesinato masivo era el PRC-25, una radio portátil para infantería ligera de diez kilogramos y medio de peso, con baterías de nickel cadmiun y radio teléfono., comúnmente conocida como "Prick Veinticinco". Dependiendo del clima y del terreno utilizaban varios tipos de antenas diferentes. Tenían una antena que llegaba a cubrir veinticinco kilómetros y era como tener un teléfono conectado directamente a la oficina de Dios (o de Satanás, dependiendo de que lado de la selva se encontraran). Con ese artefacto infernal podían convocar al horrible poder de fuego de la Fuerza Aérea de EE.UU, a sus helicópteros o a grandes unidades de infantería para solicitarles su apoyo. Podían también llamar a la artillería, que llegaba silbando en un violento e impersonal rugido de vidrios rotos para golpear una posición hasta que el terreno se reducía a un descampado de tierra batida, y el enemigo se convertía en simples manchas de barro color rosa.
Al menos así era como se suponía que funcionaba el asunto. Pero las cosas no siempre salían según lo planeado. A veces el enemigo los veía primero.
Cuando eso pasaba, los equipos de reconocimiento hacían todo lo posible para mantenerse con vida.

UNA HISTORIA REAL


Una tarde del mes de julio de 1968, el sargento Robert Ankony (en el centro de la foto con el cañón del fusil cruzado sobre la pierna), de tan solo diecinueve años de edad pero a la vez un experto hombre de la selva, dirigía un pequeño equipo de 6 hombres en una misión de reconocimiento de 5 días en territorio enemigo. No se trataba de una misión ordinaria.
El incidente ocurrió con la última luz del día mientras el explorador de vanguardia, un cabo llamado Jym Anderson (autor de la fotografía), el segundo jefe de patrulla, Charles Williams (primero desde la izquierda en la foto), y el sargento Ankony sembraban minas Claymore en una posible avenida de aproximación del enemigo. Era un sendero estrecho cubierto de barro y maleza, muy utilizado, a seis kilómetros y medio al oeste-suroeste de la ciudad de Quang Tri. Habían escuchado un movimiento de tropas enemigas justo la noche anterior. Casualmente iban hablando mientras caminaban. Estaban seguros de que más tropas enemigas volverían. Justo cuando estaban activando los detonadores de las minas, una oscura figura apareció de repente frente a ellos en medio de la pista, a unos treinta metros de distancia.
Era el viernes 19 de de julio de 1968 al atardecer, la segunda patrulla del sargento Ankony como líder de un equipo de reconocimiento de largo alcance, y sería su segundo contacto con el enemigo. En el primer incidente, once noches atrás, el equipo de seis hombres había chocado de frente contra una patrulla enemiga. El operador de radio, Tony Griffith, había disparado rápidamente una larga ráfaga en dirección a la posible amenaza y optaron por buscar un escape, romper el contacto y retirarse a la selva. Pero esta vez no tenían la protección de la jungla y solo había una pequeña lengua de tierra entre ellos y el río Quang Tri, así que tuvieron que pelear.
Los tres hombres se quedaron petrificados en posición rodilla a tierra, inclinados como estaban sobre la mina terrestre que estaban colocando, luchando por ver a través de la penumbra de la tarde, aquella figura desconocida que se acercaba. Al parecer, el hombre anónimo que venía hacia ellos no estaba seguro de quienes eran. Se detuvo. Dio un paso atrás y levantó ligeramente su fusil. Jym Anderson era el que estaba más cerca, y Charles Williams el más lejano, arrodillado sobre un costado de la brecha. Jym miró a Charles y a Robert, y al ver que todo el mundo estaba todavía en posición, levantó su rifle automático e hizo fuego. El tubo cañón del arma debió haber estado lleno de barro, porque cuando disparó un arco de luz anaranjada salió por la boca y el disparo produjo un extraño sonido. El tiro golpeó la cara del hombre e hizo que las rodillas del pobre infeliz se aflojaran mientras la fuerza del impacto lo arrojaba de espaldas y hacia atrás. Robert estaba tan cerca que una masa de huesos y de fragmentos de cráneo y de sangre y de pelos habían ido a parar sobre sus brazos, su chaqueta y su rostro. La cabeza del guerrillero había estallado en pedazos.
Pero seguían en posición desventajosa y habían perdido el factor sorpresa. Había más siluetas que se debatían entre la penumbra del sendero. John Bedford se enfrentó mano a mano con uno de ellos y resultó herido de una puñalada en el costado. Encontró el momento oportuno para levantar su AR-15, colocar el selector en automático y vaciar el cargador de veinte rondas en dos largas ráfagas de trazadoras que barrieron las piernas y el pecho de su enemigo.
El sargento Ankony estaba preocupado porque pensaba que esos guerrilleros podían ser exploradores de una fuerza mucho mayor, por lo que lanzó granadas junto al sendero y transmitió un mensaje por el PRC-25 a su centro de operaciones tácticas para notificarles del contacto. 
Enviaron dos helicópteros UH-1H en los que fueron extraídos y llevados de regreso hacia subase en la LZ Betty, a 27 kilómetros al sur del último contacto sobre el río Quang Tri. Los artilleros de puerta del helicóptero dispararon con ametralladoras sobre la zona para cubrir la retirada. 
A la mañana siguiente, dos pelotones de infantería regresaron al área de contacto y realizaron un barrido, pero sólo encontraron un cuerpo junto con su AK-47, dos cargadores llenos, una bolsa de arena y un saco de tela lleno de arroz, un pequeño poncho de goma, y dos pares de medias militares de Estados Unidos. Aquel día habían entrado en combate sin medias, porque andaban descalzos a lo largo de todo el sendero colocando minas explosivas en sitios determinados. Hacían lo mismo que los guerrilleros del Vietcong para no dejar huellas: marchaban descalzos mientras tendían emboscadas.
Esa decisión de moverse igual que su enemigo y de disparar antes de preguntar, les había salvado la vida.


jueves, 16 de marzo de 2017

Viveza criolla

Podría gastarme los dedos de tanto escribir o quemarme la cabeza de tanto pensar, pero creo que daría exactamente igual porque casi siempre termina ganando el peor. El más idiota. Digo esto porque estoy convencido de que a quienes quiero llegar con el mensaje no lo leerán nunca, y si lo hacen no entenderán nada, porque el asunto les importa un carajo.
El malo no tiene ningún escrúpulo a la hora de utilizar las herramientas de la maldad. Mientras que el bueno tiene en la mente barreras rojas que le impiden pasar, la famosa “línea moral”, que le dicen. Y si además se unen la ignorancia y la “valentía” que provee esa ignorancia, es cuando a veces uno escucha hablar a un político o a un líder sindical devenido en capanga o a un puntero de barrio convertido en patrón y se dice a sí mismo: “la puta madre, ¿cómo se atreve este tipo/a, que no sabe hilvanar sujeto, verbo y predicado, que no tiene ni siquiera un discurso sintáctico normal? ¿Cómo se atreve a pretender orientar la vida de los demás?”.
Cuanto más preparado estás, te conviertes en un individuo más prudente, más austero y reservado. Porque sabes que el mundo es un campo minado y que está sembrado de explosivos.
En Argentina, la cultura y la palabra inteligente,  desgraciadamente, están dejando de ser peligrosas. Y estoy hablando de la cultura como escudo y de la palabra inteligente como arma. Como el arma de aquel que no quiere otra arma. Es un arma que ha sido eficaz durante 3.000 años. Un arma más afilada que la espada. En un tiempo como éste, la palabra ha sido tan devaluada que acabó sustituida por la imagen. Ha perdido influencia, vigor, eficacia. La gente buena todavía acude donde están las palabras, pero la gente estúpida (que lamentablemente son mayoría), la gran masa, acude a la imagen y esto me provoca mucha gracia, me da risa de verdad. 
Hagan la prueba para divertirse un rato: publiquen alguna foto o cosa escandalosa y luego de un momento compartan algún texto sin imágenes que les parezca interesante. Pronto verán el resultado. Ciento cincuenta likes en menos de una hora al culito aceitado de la amiguita semidesnuda de la foto ( y oigan, no seamos hipócritas porque en realidad a todos nos gusta), contra una o dos manitas arriba de un par de anónimos que ni siquiera sabían que estaban en su lista de contactos. Se divertirán mucho, se los aseguro.
Pero bueno. Dejemos un momento la teoría a un lado y pasemos a la realidad, al día a día. Hoy la gente escribe mucho más, pero lo hace bastante peor, una mierda, diría yo. Ya no digo por los desagradables errores ortográficos que abundan. Hablo de los mensajes por celular, del WhatsApp, de las redes sociales, de facebook y cosas así.
Se escribe mal por muchas razones. La gente no lee. Mira y consume analfabetos hablando por televisión. Y luego escribe lo que le sale de los huevos antes de pensar. Todo eso redunda en un despojo: las redes sociales son un bar de analfabetos. Le preguntas a un mocoso de esos que andan con los ojos hundidos detrás del flequillo quien era Jack London o que escribió Ernesto Sabato y te dice: “no tengo ni puta idea, vieja”. En su perfil de facebook se define como “Te canto lo que veo, poeta de la calle, tengo 18 años y me gusta la cumbia...”. Y el idiota se atreve a ignorar a London, creyendo de verdad que las estupideces que publica en redes sociales lo igualan.
Pues bien, cuantos más hombres buenos haya, el desastre será menor. Pero el desastre es inevitable. Por eso son importantes los combates de retaguardia. Los últimos soldados que defienden la trinchera. Y las posiciones de retaguardia a veces terminan siendo espacios como este, donde uno puede putear, desahogarse. 
Vengo de un país en el que si no le das una patada en el hígado a la gente, no se da por aludida. Esa brutalidad es necesaria. Yo no soy brutal en mi vida normal, pero en la columna de opinión es otra cosa. Ahí acudo a la brutalidad, al insulto, a la violencia, porque sé muy bien que si no pateas la cara de algunas personas esa columna pasaría inadvertida. 
Además de la ignorancia y de la ociosidad, yo creo que el otro gran flagelo que castiga a la Argentina es la estupidez. Antes creía que lo peor del mundo era la maldad, pero no. Con el tiempo y con los golpes uno se vuelve más lúcido, más frío, más escéptico, y entonces entrena la mirada: si, creo que lo peor es la estupidez. Son peores los estúpidos que los malos, o que los ignorantes o que los vagos. El estúpido siempre hace más daño que el ignorante. Por acción o por omisión. Por líder estúpido o por masa gregaria. Sin esclavos no habría tiranos, y sin ovejas no habría lobos. El problema de la educación en Argentina por ejemplo, se llama políticos analfabetos y populismo estúpido. Y así le sigue yendo al país. Argentina no va a mejorar nunca mientras continúe así, porque es un sistema hecho para machacar el futuro.
Argentina es un país enfermo que ha ido degenerando desde que tengo uso de razón (y me limito a expresar una opinión muy personal porque es exactamente lo que viví mientras estuve allí); el pugilato visceral contra todo el que se opone, la violencia desmedida sin sentido común, la cadencia cíclica de conflictos sociales, los desastres económicos y el abandono cultural. Esa famosa “brecha”, de la que tanto hablan y que la mayoría no tiene ni puta idea.
Mi país se transformó en algo demasiado mediocre. Y miren si habrá temas sórdidos para charlar. Bueno, este es uno de ellos.
Un abrazo y esta canción...

domingo, 12 de marzo de 2017

El día que perdieron los ingleses

Hoy vengo a traerles una batallita, porque es domingo y está nublado y en días así me entran las ganas. El 5 de julio de 1807, a un ejército inglés de 1.200 fulanos que se retiraba a los tumbos desde la Plaza Miserere hacia la zona del puerto lo hizo trizas, en Buenos Aires, una tropa de paisanos criollos argentinos al mando de un puñado de oficiales españoles. Y como aquél fue el último desastre británico en el culo de Sudamérica, y también una de las primeras veces que un ejército imperial capitulaba mordiendo el polvo y con el rabo entre la patas, hoy se me ocurrió recordarlo. Más que nada, porque ni siquiera estoy seguro de que este asunto figure todavía en los manuales de la escuela. Se trata de una batalla en la que unos entusiastas y desordenados peones mestizos montados a caballo le ganaron al más formidable ejército del mundo, formado por dragones imperiales a pié, disciplinados fusileros vestidos con casacas rojas que llevaban el blasón de la reina pegado al pecho. Esta historia que les traigo pretende ser todo lo contrario, finalmente, al relato cansino que les hacen tragar garganta abajo a los pobres críos de 9 a 11 años, condenados como están a aburrirse y a comerse los mocos frente a la maestra que repite como loro un cuento que ni ella se cree, al confundir historia verdadera con horario de protección al menor, pensando que a la violencia hay que disfrazarla de alegres cuentitos patrióticos con tal de preservar así los corazones y las mentes de la "inocente gurisada". Olvidan (o no quieren aceptar), que esos mismos críos se queman el cerebro visitando sitios porno en internet en cuanto la madre se da vuelta a revolver el guiso. El mundo ha cambiado y con el los niños, señoras, entonces a la violencia hay que contarla como es.
Invito a leer también este relato a los militantes políticos imbéciles que mezclan memoria con guerra de Malvinas, que confunden pacifismo con izquierda, guerra con derecha y militares con fascistas. Pero la cosa no es nueva. Los complejos y la soplapijez no son exclusivos de ningún partido político. Hace décadas que para los sucesivos "titulares y titularas" de Cultura y de Educación argentinos, las batallas tienen mala prensa. Da igual que sin ellas la Historia sea incomprensible. Mejor olvidarlas, para no contaminar de violencia militarista a nuestros futuros analfabetos. Además, en innumerables batallas y durante más de un siglo entero, en la Argentina (porque era lo que había) se cocinaron indios en estofado. Acuérdense. Genocidio, etcétera. Conquista del desierto, Juan Manuel de Rosas, ranqueles, pampas, tehuelches. Para qué les voy a contar. 

Pero bueno. Estupideces aparte, lo de la segunda invasión inglesa a Buenos Aires fue una goleada. Y oigan. Si hay quienes festejan goles de Boca o de River como si fuera lo único interesante del mundo, por qué no aplaudir también la goleada aquella. No fue una final del torneo clausura, pero sí un partido para el infarto. Nadie le había dado nunca una paliza como ésa a los dueños de Europa. Y esos gauchos, paisanos y damas se la dieron. Se la dieron los que hace ahora doscientos diez años aguantaron durante tres días, en lo que hoy es esa plaza de Once llena de putas y de borrachos y de predicadores evangélicos que ladran por altoparlantes, en el barrio de Balvanera, frente a los muros del Colegio de los Jesuitas o de la Iglesia de San Francisco. Aguantaron los embates del ejército invasor del British Imperial Dog. Aunque luego la fanfarria patriotera argentina le echó demasiados adornos al asunto, lo cierto es que aquello no fue un prodigio de competencia militar, ni por la parte inglesa ni por la nuestra. Hubo coraje y sacrificio en ambos bandos, eso si, con apenas seis grados de temperatura al sol, con una lluvia de mierda que caía y empantanados hasta el cuello en potreros de barro donde resbalaban hasta las mulas. Hubo errores, confusiones, desaciertos e improvisaciones. Incluso en la fase principal de la batalla, en el asalto y en la defensa de la ciudad y de los edificios cercanos por parte de los dos bandos. Pero lo que sin dudas hubo más fue suerte. Y huevos. 
En la mañana del 5 de julio de 1807, la totalidad del ejército británico se agrupó en los alrededores de la plaza Miserere. Confiado de la supremacía de su ejército, el teniente general John Whitelocke dio la orden de ingresar a la ciudad en 12 columnas, que se dirigirían separadamente hacia el fuerte del Retiro por distintas calles. Iban aquellos piratas cantando y escupiendo y alardeando innecesariamente, tambores y gaitas a vanguardia y marchando a paso gentil, cubiertos de hierro y en apresto los fusiles, arrogantes hijos de su perra majestad. Habían recibido la orden de no disparar sus armas hasta llegar a la Plaza de la Victoria (actual Plaza de Mayo). Cometieron el grueso error táctico de subestimar al enemigo y marchaban con mucha distancia de separación entre fracciones, lo cual les impedía tomar contacto entre sí y retransmitir las directivas de los capitanes.
Cerca del mediodía, a un jovencito de unos catorce años llamado Cirilo Meza se le va la olla y empieza a insultar en los británicos y a todos sus muertos; y maldiciendo en español se pone el cuchillo entre los dientes, comienza a correr por una calle embarrada bajo una lluvia de tiros, llega al flanco derecho de una columna a puros huevos, arremete contra los ingleses echándoles el demonio encima, y mata a cinco. Tras él, por vergüenza gauchesca y porque está feo dejarlo ir solo, se han lanzado al trote su capitán español y nueve paisanos, que salen chapoteando en el barro y gritando "ingleaijunagranputa", como animales. Imagínense la escena y las fachas de aquellos fulanos: aullando, mojados de barro y con ojos de locos, de mucho matar, con sus barbas, cuchillos, fajas, escapularios y demás parafernalia. De ese modo los colegas llegan a tiempo de ayudar al que pelea a la desesperada, acuchillando a mansalva. Así, entre los diez, hacen un guiso de ingleses como quien moja el pan en la olla. Y mientras los casacas rojas deciden que es momento de salir pitando a buscar un hueco en donde salvar el pellejo, los argentinos, chorreando agua y sangre ajena, desalojan al pirata y reconquistan la plaza. Cuando a las seis de la tarde la mayoría de las columnas británicas han caído, el Virrey Santiago de Liniers exige la rendición. El teniente general John Whitelocke capitula tranquilamente el 7 de julio a primera hora, con los restos de sus fusileros y sus dragones y su infantería ligera de casacas rojas y sus blasones de la reina prendidos a la solapa y su puta madre en retirada. Los orgullosos ingleses regresan a sus barcos humillados como un maltrecho ejército de fantasmas mutilados.

Si quieren ustedes ahondar más en este asunto que acabo de narrar, dense una vuelta por una librería; y más ahora gracias al aburrimiento que genera la estupidez de contenidos que hay en la tele. De los libros clásicos que conozco, el más completo me parece "Las invasiones Inglesas", de Carlos Roberts (Emecé, 1938); y entre los modernos considero excelente "Historieta de las invasiones inglesas ", del revisionista Felipe Pigna.
Este chisme que les acabo de contar prueba que en Argentina tal vez aún sea posible ganar batallas. Al menos, frente a la imbecilidad de tanto "ridículo o ridícula" que confunde pacifismo con desmemoria.
A los chicos habría que contarles la historia tal y como fue, con los detalles de rigor que se merece. Después de tanto bombardeo diario que sufren al ver y al escuchar tanta porquería, estoy seguro de que no se sorprenderán de nada.

domingo, 5 de marzo de 2017

Vivir de otro modo

Cada persona tiene sueños por realizar o diversos horizontes que alcanzar.
Hay quienes son felices siguiendo la línea normal de las tradiciones, el cumplimiento de las reglas y la adaptación personal a esos parámetros de seguridad, de confort y de tranquilidad. Se arraigan en un sitio determinado y se limitan a continuar en él durante todas sus vidas.
Hay otros que buscan cosas distintas, tipos que eligen vivir vidas diferentes. Yo he sido uno de ellos.
Buscando ese horizonte distinto fue que un día descubrí la Infantería de Marina.
Era un lugar en donde cada hombre llegaba por propia elección. Todos eran voluntarios. Algunos escapaban de la pobreza, Otros buscaban desafíos y querían ver el mundo. Otros exigían aventuras y escuchaban el llamado del guerrero. Así fue como me uní a ellos una mañana calurosa de febrero. Yo quería descubrir de cuanto era capaz, mental y físicamente. Quería saber de que material estaba hecho, si podía soportarlo o si de plano era un cagón. Y entonces allí lo supe.
Me dieron el número de matrícula 419588-7, y ese fue mi nombre y apellido durante diez años. 
Una vez que dejé atrás esa tropa de élite, decidí comenzar a escribir pequeñas historias como ésta, para contar lo que vi, viví y aprendí dentro de aquella unidad de combate tan especial, donde lo único que contaba era la fuerza, la voluntad y los valores morales de cada persona.
Decidí contarlo para hacer un mero acto de justicia, porque en un país con una generación de jóvenes tan cobardes como el mío (donde la mayoría es licenciado en la alta escuela del griterío anónimo y son muy pocos los que salen bajo el ala de mamá a pelear de verdad y a romperse la nariz por ideales propios), casi nadie los conoce o a nadie le interesa, y eso, simplemente me motiva. 
Algunas veces por ignorancia, otras por culpa de un pasado oscuro y otras tantas por heridas sociales que aún no han cicatrizado, aquella actividad que abracé con tanto orgullo durante mas de una década todavía hoy tiene mala prensa y una despreciable reputación en esa patria a la vez amada, cruel y ahora lejana que dejé atrás.
Allí quedaron muchos amigos y hermanos de armas que nunca voy a olvidar, y es por ellos que también cuento estas historias compartidas durante diez años. Junto a esos hombres duros experimenté momentos y vivencias inolvidables, algunas veces muy fuertes, en regiones remotas de la Argentina y en sitios lejanos del mundo durante el transcurso de diferentes operaciones militares.
Gracias a la Infantería de Marina descubrí nuevos horizontes, crucé varios países de América, de Europa y del Medio Oriente, me introduje en el corazón de la selva amazónica, en lugares como el norte del Perú, donde la pobreza extrema podía llegar a impresionar, pero al mismo tiempo nos brindaba la posibilidad de participar en operativos para apoyar el desarrollo en esas comunidades aisladas del país.
En aquellas jornadas yo me concentraba pensando en que cada día allí era una valiosa experiencia, y en que tenía la enorme posibilidad de ver el mundo con los ojos de un privilegiado viajero y aventurero.
En cada misión real o de entrenamiento conjunto con ejércitos de otros países, sentía que estaba viajando permanentemente a distintos lugares del planeta, experimentando diferentes estados mentales, diferentes religiones, diferentes estatus sociales, diferentes culturas. Fue una experiencia de vida única, una formación plural que en ninguna universidad convencional hubiera podido obtener. 
Se podía ver el mundo entero en una sola escena, en un solo y amplio mosaico, compartiendo con individuos que hablaban otras lenguas y que habían vivido otras experiencias. Ellos habían estado en la guerra, en la guerra de verdad y no como en la tele.
La vida en la Infantería de Marina fue una sucesión de situaciones únicas. Me llenó y me enseñó a cada paso. Era un lugar en donde valía la pena soportar ciertos rigores y sacrificios para poder acceder a esas vivencias, para ser parte del equipo, integrante de ese ambiente.
Allí conocí soldados despiertos y listos que se buscaban la vida como nadie, que desaparecían de repente y de pronto, cuando todos creíamos que habían desertado, reaparecían con dos gallinas debajo del sobaco y un pedazo de pan para sus compañeros. Nadie me lo contó. Lo vi con mis propios ojos. Sucedió en los campos de la provincia de Buenos Aires, en los montes inundados del delta del Paraná, en la isla de Chipre, en Haití o en Kosovo: aquellos héroes llevaban niños en brazos, repartían tabaco a los ancianos, regalaban sus raciones de campaña a las mujeres que lloraban junto a los escombros de sus hogares. Y de noche, cuando se hallaban en sus puestos de centinela, se les acercaba la gente agradecida para traerles un trozo de pan, una taza de té o incluso una destartalada hamaca para que pudieran hacer sentados sus turnos de guardia.
Aquellos tipos no eran altos ni apuestos, ni les dieron medallas, ni salieron en primera plana de los diarios, ni en los noticieros. Nadie aplaudió sus hazañas, y ni los políticos ni los almirantes que explotaron en su provecho esas virtudes ajenas hicieron discurso al respecto.
Intenten imaginar el siguiente cuadro: oscuridad, disparos de francotiradores, munición trazante que pasa recortando los esqueletos negros de los edificios. Un ambiente cargado de tensión e incertidumbre. Una anciana civil que no habla una palabra en otra cosa que no sea el dialecto albanés de las montañas de kosovo y que cae herida en medio de un fuego cruzado. Entonces un soldado que observa la escena se mueve inquieto dentro de su posición excavada a toda prisa. De pronto mueve la cabeza como si acabara de tomar una decisión. Nervioso, toma su F.N y comprueba el cargador.
Le tiemblan las manos pero igual se cala el casco, aprieta los dientes para morderse el miedo y corre en la oscuridad hacia la vieja campesina que se desangra sobre el asfalto.
Ese soldado se llama Iván y fue mi compañero, mi amigo. Nunca nadie le dio una medalla ni lo nombraron en ninguna formación. Hoy es policía y hace guardia en una plaza de la ciudad de Buenos Aires. Nadie lo conoce.

Creo que la enseñanza más importante que me quedó de todo aquel servicio fue haber comprendido que todos los individuos que vivimos en este planeta somos al final parte de una misma bolsa; la enorme familia de los seres humanos, y que si todos los tipos de esas nacionalidades pudimos servir juntos en las mismas circunstancias, significa que el ser humano podría llegar a crear un mundo unido, alguna vez.

Agradezco a la Infantería de Marina por haber cambiado en mi mente esa parte del ser que llega cerrado al mundo, que reconoce solamente a su familia, a su grupo nativo y a su tierra de procedencia, y que no acepta realidades diferentes.
Tiempo después lo supe y descubrirlo fue genial: en aquellos años no solo estaba aprendiendo a sostener un fusil, a disparar con precisión o a marchar muchos kilómetros transportando una mochila. Aprendía también a abrir mi mente y mi espíritu a tal punto que hoy puedo sentir que el planeta entero es mi hogar.
Eso significa básicamente para mi las palabras Infantería de Marina. Cada vez que lo recuerdo me sigo sintiendo orgulloso de haber pertenecido. 
Pues nada, era solo eso. Otra vez quise contarles.



viernes, 3 de marzo de 2017

Coyotes, lobos y corderos

No es pionero ni cazador. Su antigua profesión le había enseñado el arte de sobrevivir y el oficio de matar.
En otro tiempo fue voluntario para todo aquello y lo hizo por gusto, pero sin pena ni odio. No buscó la gloria ni el dinero. Nunca esperó recompensa ni alabanza alguna. Perseguía la aventura. Aprendió con rigor las reglas que utiliza la infantería en la guerra de montaña: ocupar las crestas cuando una columna se arriesga por un desfiladero. 
Le enseñaron a vivir de la tierra, a encontrar agua y a procurarse alimento, a marchar durante días a través de la jungla o a cavar un refugio en el desierto. Aprendió a ir al combate despojado de rencor, pero con caridad en su corazón. Fue soldado, zapador, trampero y rastreador. Había nacido en la provincia, allá lejos, tierra adentro, era hombre de frontera. Ahora vive cerca de los bosques pues no sabría hacerlo solamente en una ciudad. Cuando puede huye del ruido y se refugia en el aire libre y puro de las montañas. Un mar de estrellas en el cielo gris pizarra vigilan su descanso. Tumbado boca arriba ve pasar millares de pequeños fuegos que titilan en el crepúsculo azul acerado. En el cinto lleva siempre su cuchillo, pues ninguna otra llave abre las puertas de ese mundo en el que vive.

A pesar de todo supo abrirse camino. Le tocó emigrar de su patria rota. Marchó al norte y así llegó hasta México. Le había escrito a un viejo amigo y éste supo asistirlo en los primeros tiempos de aquel país extranjero. 
Llegó a Guadalajara un 16 de septiembre. Las calles hervían de gente y una música de trompetas flotaba en el aire. Portales adornados de banderas verdes, blancas y rojas donde había que agachar la cabeza para salvar el travesaño de los dinteles y bajar escalones de piedra para entrar en la frescura de los patios. Vendedoras sentadas en banquetas ofreciendo agua de horchata y de jamaica y figuras de santos vestidos con ropa de muñecas, burdas caras de madera pintadas de vivos colores. Chiquillos ofreciendo periódicos y pregonando las noticias. Ristras de pimientos secos y unas cuantas calabazas. Botellas de cristal con hierbas dentro.

Entró en la ciudad por una avenida ancha, empujado como una res por la muchedumbre que abarrotaba las calles adoquinadas. Gritos procedentes del gentío que repartía sonrisas y brindaba con tequila, saludando entre flores y copas ofrecidas. Llegó hasta la plaza donde una fuente escupía agua y la gente ociosa observaba sentada en sus butacas y dejó atrás el palacio del gobernador y atrás la catedral en cuyos contornos españoles se amortiguaba la luz del sol. Una vieja fachada de piedra esculpida al estilo colonial que contenía a las figuras del Cristo y de sus apóstoles. Unas palomas hacían guardia en extrañas posturas de benevolencia.
Frente a la puerta de la catedral había viejos pedigüeños con las manos acartonadas extendidas y mendigos lisiados de mirada triste vestidos con andrajos y niños durmiendo a la sombra con las moscas paseándose por sus caras sin sueño. Oscuras monedas en cuencos de plástico apoyados en el suelo, los arrugados ojos de los ciegos y vendedores de tamales y viejas de rostro oscuro y torturado acuclilladas sobre pequeños carritos metálicos atendiendo lumbres de carbón de leña donde chisporroteaban unas tiras renegridas de carne anónima. Entonces él se sentó a una mesilla cercana a un puesto de carne y una mujer joven le llevó un cuenco de frijoles y unas tortillas de maíz caliente envueltas en un trapo blanco e impecable. Parecía feliz y le sonreía, y disimulados entre los pliegues de su falda había traído dulces y en el fondo del plato de frijoles había trozos de carne y en otro cuenco unas salsas de brillantes colores.
Comió velozmente aquella comida sabrosa, picante y caliente, inclinado sobre la pequeña mesita como un fugitivo evadido de la ley que saqueara las ruinas de la ciudad que ha abandonado. Estaba lejos de casa en un país extranjero, y aunque sus oídos escuchaban la música de las trompetas y las risas de la gente, la incertidumbre que se extendía en su camino parecía haberle sorbido el alma.

Al año siguiente viajó más al norte y en Nogales conoció a un tipo que ganaba buenos dólares pasando gente a través de la frontera con Estados Unidos. "El coyote", le decían. Cada vez que cruzaba un cargamento regresaba rico a su tierra, pero mas viejo y con la cabeza poblada de recuerdos de pobres infelices que habían quedado atrás, muertos de sed, alcanzados por las balas o perdidos en el desierto.
El tipo no hablaba inglés y se dirigía a los gringos con gruñidos o gestos. Iba armado con una vieja Colt 45 y tenía mucho miedo de la patrulla fronteriza. Liaba su tabaco en hojas de maíz y se sentaba junto al fuego a escuchar la noche y a charlar.
La pinche migra está bien cabrona, oiga.
¿Porqué?
Dicen que los que cruzamos pal otro lado somos todos criminales y nos meten plomo.
¿Y porqué hacen eso?
Oiga, ¿que usté nunca vio como le hacen los animales?
No, ¿como le hacen?
Cuando los corderos se pierden en el monte, se les oye llorar. Unas veces acude la madre. Otras el lobo.