Habían sido los últimos hombres en dejar de combatir, aceptando a duras penas las directivas de los comandantes que ordenaban rendición. Y mientras bajaban del monte Tumbledown para replegarse hacia la ciudad, aquel guerrero anónimo, un infante de marina, recogió el momento en una foto.
Allí se los ve, marchando de cara al viento a paso redoblado en dos columnas ordenadas, temblando de frío, con sus uniformes empapados por la humedad y el sudor pero arranchados y con las armas todavía en apresto a pesar de las duras semanas peleando a la intemperie, bajo la lluvia y la nieve. A lo lejos, detrás de las colinas, se observan antenas de radio y columnas de humo mezcladas con niebla que vienen de la ciudad. Puerto Argentino ha caído y ahora arde en llamas.
La verdad es que estos tipos se han ganado a pulso la reputación de duros después de cincuenta días cagándose de frío; tragando miseria en los parapetos, cavando trincheras y posiciones de ametralladora, pala va y pala viene, con los ingleses haciéndoles incursiones nocturnas por retaguardia y acuchillándolos en cuanto cerraban un ojo.
Pero allá en Puerto Argentino ya flameaba, en un campanario bajo el cual los generales habían instalado su puesto de mando, la bandera blanca, grande como una sábana. Al final les habían roto el orgullo y la esperanza, sus propios comandantes.
A media mañana de aquel 14 de junio se encolumnaron, bajo la nieve que caía, a ambos lados de un camino encharcado de barro que bajaba desde una altura pedregosa: capitanes y tenientes por delante, suboficiales a vanguardia, cabos y conscriptos cerrando el grueso de la fila, en perfecto orden, sacando pecho, escupiendo e insultando por lo bajo cuando pasaban frente a la jeta a los ingleses. Habían combatido toda la noche, toda la madrugada y parte de la mañana hasta agotar munición. El capitán Vázquez puso en las filas delanteras a los que tenían la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en impresionar al enemigo con una apariencia marcial de sus tropas. La inspección que los paracaidistas ingleses le habían pasado con las primeras luces de la mañana había sido brutal, un calvario digno de Jesucristo: patadas y puñetazos a las costillas, diez trompadas a los dientes y al estómago por cada pregunta callada o cada información omitida. Luego le dijo el suboficial Antunez, "jefe, para qué mierda quiere impresionarlos más, si después de la paliza que les dimos nunca más se van a olvidar de nosotros, estos hijoeputas".
Y mientras tanto, uno de los últimos paracaidistas ingleses que controlaban el repliegue, un cabo llamado Bramley, con una mano en la culata de la Sterling y la otra sosteniendo un cigarrillo, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, ladraba como un perro bajo su boina color vino, obligando al enemigo a mirar al suelo mientras caminaba.
El asunto es que estos bravos están aquí en la foto, en un camino que baja de un cerro llamado Tumbledown o Destartalado o algo por el estilo, con todas sus armas y sus equipos a cuestas, con el casco colocado, con sus fusiles FAL, sus lanza cohetes y sus ametralladoras MAG a la cabeza, como una guardia de honor, cargando al hombro sus bolsas de embarco y toda la parafernalia.
El resto de los regimientos y de las compañías ya se han rendido varias horas antes. Están dispersos y no salen en la foto. También marchan rumbo a la ciudad pero en un caos total: líneas desordenadas que serpentean ladera abajo, penosamente, con heridos y mutilados y desnutridos montados sobre carretillas porque ya no pueden más, esperando a que lleguen los rezagados en los cruces de los caminos que vienen desde el monte Longdon, desde Sapper Hill, desde Dos Hermanas, desde Harriet.
Pero en nuestra foto, desplegadas ante nuestros ojos, espaldas encorvadas de guerreros que han perdido la batalla pero que igualmente marchan orgullosos porque lo han dejado todo: mantienen la distancia entre hombre y hombre, alinean bajo el sobaco las culatas de sus fusiles, cascos bien ceñidos a la cabeza, bolsas de embarco y mochilas al hombro. Es un gusto empañarlos con la vista hasta esa línea de horizonte recortada por colinas, desde donde la artillería apunta al valle y a la ciudad. Y al fondo, difuminada y gris entre el humo de los incendios, con manchas de sol que van y vienen entre las motas de las fortificaciones y de los edificios, Puerto Argentino a nuestros pies.
Vean la foto como si la estuvieran tomando ustedes e imaginen también a los ingleses, a la izquierda y a la derecha de la imagen. Observen sus caras. Todos están exhaustos, con los pómulos flacos y huesudos y los ojos hundidos en sus cuencas. Han sufrido bastante también. Habían subido al monte Tumbledown dando tumbos, a duras penas, despacio, tomándose su tiempo, sin pensar en realidad que los que iban a rendirse finalmente serían los otros.
El capitán Robacio, comandante del batallón argentino, con su uniforme cubierto de barro y de sangre ajena, Saltó desde la piedra donde estaba parado con cara de asistir a su propio funeral. Miró a su alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre hombre le temblaba la mano que sostenía su pistola seca de municiones. Por un momento pensó que algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en un negocio como la guerra, pero habían peleado como animales acorralados y esa idea le gustaba. Habían estado cincuenta días mal abastecidos, comiendo salteado raciones frías cuando podían. Eran hombres curtidos que habían aceptado tener pocas cosas que perder salvo la vida. Uno de sus oficiales, un guardiamarina rubio de apellido Koch, jovencito, que acababa de perder en combate a tres de sus soldados, miraba con desprecio las botas de los ingleses, desde abajo, porque le apuntaban a la nuca y no le dejaban levantar la cabeza.
El resto de la tropa también eran jóvenes pero demostraron ser soldados formidables: habían logrado aclimatarse para pelear en el frío, con agujeros en los pantalones y partidas las suelas de sus botas, las barbas mal afeitadas por la urgencia de la vida de campaña, las caras de lobos flacos, peligrosos y asesinos.
Entonces ahí van ellos, los guerreros de la foto en retirada; fusiles terciados y apuntando hacia afuera de la columna. En torno suenan, a lo lejos, las últimas explosiones. Cientos de cascos abandonados a los costados del camino, ingleses dando órdenes como latigazos. Y allí, marchando a la cabeza de sus hombres, va su capitán comandante, con su parka verde oliva, su boina negra, un pañuelo camuflado que le cubre el cuello y una mueca de amargura que le cruza los labios, Capitán de Fragata Carlos Robacio, el viejo zorro.
Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente habla de la guerra de Malvinas imagina que todos los que pelearon fueron mocosos asustados e imberbes. Por ignorancia se omite que también han sido hombres valientes los que dejaron el cuero colgado allá. Pero esos malos tragos siempre se tragan los soldados, son el telón de fondo de todas las escenas. Y sin embargo allá en Malvinas, como pasó antes en Vietnam, o en la Alsacia ocupada por los nazis, o en Stalingrado, o después en Bosnia, Irak o Afganistán, quienes en realidad hacían el trabajo duro eran ellos, los mocosos inocentes.
Muchos de los que pelearon en las batallas de Malvinas, aparte de ser jóvenes eran también tipos secos y duros como la ingrata tierra que los parió, hechos a la medida del hambre, al sufrimiento y a las miserias. Provincianos venidos de los cuatro rincones del país. Crecidos sabiendo lo que cuesta un pedazo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de un siglo y medio de acogotar indios en las pampas y llanuras o de acuchillarse entre ellos, crueles e inocentes a la vez, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia con el pretexto de tantas palabras idiotas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas fanfarrias compuestas por cobardes héroes de retaguardia.
Fíjense en las espaldas de los soldados de la foto: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todas las imágenes y en todos los monumentos y en todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los generales que nunca se mancharon el saco, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al político de turno: "Descuide, señor diputado, ordene usted tranquilo, que ahora estamos entre caballeros".
El resto quedó para ellos: cruzar un río helado entre la niebla, arrastrándose para confundirse con la nieve y el barro, el cuchillo entre los dientes arruinados por la desnutrición. Levantarse y correr ladera arriba con las esquirlas de metralla rebotando por todas partes, porque al capitán, aunque es un hijo de la gran puta, les da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarse sin municiones en la ladera oeste del monte Tumbledown y empalmar la bayoneta balbuceando una oración para tragarse el miedo, mientras los gurkas se acercan para el último asalto.
Echen un vistazo tranquilo a la foto, sin apuros, e intenten reconocerlos. Son la humilde piel del tambor sobre la que redobla toda esa podrida hipocresía de los generales y de los políticos que posan de perfil para los actos patrióticos, los cuadros y la Historia.
Casi me olvido de decirles. Esos hombres de la foto son infantes de marina, guerreros de un batallón llamado BIM 5. Así entraron a la ciudad de Puerto Argentino alrededor de las 1500 horas del 14 de junio de 1982, manteniendo en su poder la totalidad de sus armas, con toda la tropa encolumnada, marchando a paso redoblado y con el orgullo de haber combatido a la elite de las tropas británicas como nadie hubiera imaginado.
Fíjense en la foto de una puta vez. Esos tipos son los que le dieron sentido a esas islas lejanas de las que poco se oía hablar antes de todo aquello, y cuando el circo terminó, apenas se los vio. Los taparon, y no por casualidad, invocando el buen nombre de payasos disfrazados de generales, de políticos imbéciles y de la jodida bandera.