"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"
Ernest Hemingway.
jueves, 27 de abril de 2017
Ciudad del miedo (Ville de peur)
Era un tiempo extraño. Aquella vez regresaba a la ciudad con ganas de vivir y de pasarla bien, pero el sitio tenía ahora un aire distinto. El miedo flotaba en las calles.
Al final del puente, tomé los muelles en dirección a Saint-Michel, donde rentaba una habitación de hotel barata en la que pasaba las noches. Por la mañana había leído las noticias en los periódicos: otra alerta de atentado en el sector de Champs Élysées. Fanáticos yihadistas dejaron un policía malherido y otro muerto. La paranoia enloquecida de la gente que caminaba de prisa mirando al suelo, y que al escuchar cualquier ruido en la distancia se paraba en seco, pero sin mirar atrás. Grupos de paracaidistas del ejército demasiado nerviosos para sostener un fusil, patrullaban los parques en torno a Notre Dame.
Caminando hacia los muelles, como decía, oí gritos, varias veces repetidos, que subían hacia la calle desde el río. De a ratos se apagaban repentinamente. Luego regresaban. El silencio que seguía en la noche que llegaba me parecía interminable. En un momento me vi temblando, creo que de frío.
Lo que escuchaba, en efecto, eran gritos, pero gritos de alegría que salían de la ciudad. Entonces recordé que esa alegría y esa fiesta estaban amenazadas. Porque entendía que aquel gentío en festejo lo sabía, y que también pudieron leer en los diarios, como yo, que el bacilo del terrorismo no muere ni desaparece nunca, que puede permanecer durante meses y años inclusive, durmiendo en bares y restaurantes. Que está esperando pacientemente en las esquinas, en las estaciones del metro, en los clubes nocturnos, en los aeropuertos, en trenes y en buses, y que cuando llega, para mala suerte y desgracia de los hombres que encuentra a su paso; el terrorismo despierta a sus ratas y las envía a morir en nombre de no se cuantas estupideces, justo en medio de una ciudad feliz.
domingo, 23 de abril de 2017
Un ajuste de cuentas
Desventurado y desconocido lector. Es usted un individuo en edad madura y un vecino bonaerense, según deduzco por el remitente de su mensaje. Leí su opinión al respecto de la nota titulada "Viveza criolla", redactada por el abajo firmante, y por tal motivo me veo en la obligación moral de responderle, y de defenderme. Es raro que lo haga, oiga, pues casi nunca respondo a la correspondencia de los lectores. Está mal y lo sé, porque respondiendo el correo evitaría tener que dar explicaciones como éstas, largas y tediosas para todos. Lo cierto es que no dispongo de mucho tiempo para responder y entonces me escudo en ello. Sabrá usted disculpar entonces.
El asunto que me trae a contestarle por aquí es su malintencionada opinión al respecto de que soy un cobarde por haber emigrado de la Argentina y por dedicarme a escribir luego lo que pienso al respecto del país donde nací, según usted "con la liviandad y la comodidad del extranjero". Y es entonces cuando caigo en cuenta de que estoy frente a un estúpido, que además de idiota es un analfabeto, dueño de una profunda falta de comprensión lectora. Un "burro", como dirían en el barrio de mi madre. De manera que, por favor, tenga a bien tomarse unos minutos para leer esta respuesta que más abajo le dedico.
Ante todo debo aclararle que su edad cronológica o su experiencia como ciudadano del mundo no me impresionan, ni le hacen más lúcido ni más capaz que yo. Respeto sus 51 años de edad y sus circunstancias de vida, simplemente porque no lo conozco, y porque ignoro las causas que le han llevado a emigrar de la Argentina, al igual que yo. No le he faltado el respeto como usted lo ha hecho conmigo. Y porque desconoce también mi historia de vida, debería de respetarme y no cometer el grueso error que ha cometido: enfrentarme así, gratuitamente y con mala leche. Es por ello que me veo en esta necesidad de aclararle quien soy.
Ante todo soy su compatriota y además un antiguo soldado. He servido durante mas de 10 años en la vida militar, tiempo en el que todavía creía en la imagen de aquel guerrero romántico de la literatura, en utopías y en palabras huecas que hoy me suenan tan vacías como el honor, el coraje y la fidelidad. Lo hice en pos de la defensa de la soberanía nacional argentina, colaborando con abnegación y nobleza para proteger los intereses y la bandera de aquella patria cruel y ahora lejana donde me tocó nacer. Sepa que soy un ex Infante de Marina, a mucha honra, y que serví en las tropas de asalto anfibio, en las fuerzas de élite de la Armada Argentina.
Desde finales del año 2000 hasta el 2011 inclusive, viví entrenando y preparándome para pelear. Varias veces me tocó la suerte de viajar a regiones de un mundo en conflicto, a zonas castigadas por la guerra, sitios miserables en donde la vida de la gente no valía más que una munición del calibre 7,62 milímetros. No valía un carajo, como quien dice. Digamos que fue una mezcla de acumulación de decepciones y la transformación que experimenté durante esos años de vida las causas por las que abandoné aquella actividad, hasta que un buen día decidí que ya no era el chico que salía al mundo con una mochila camuflada y un fusil colgado al hombro, sino que era un veterano con cicatrices en la mente y la mirada cansada, y que ya no creía en nada de lo que estaba haciendo ni en causa alguna. Le cuento estas cosas para que me conozca un poco más.
Cuando tenía 20 años me enviaron a mi primera misión militar en el extranjero. Fue en el norte del Perú, en medio de la selva amazónica, en la frontera con Colombia. Allí, en medio de la jungla, enfermó un buen amigo mío. Se llamaba Sergio y era teniente. Estuvimos juntos en la misma patrulla durante unas operaciones de contra-insurgencia. Murió enroscado en una cama de hospital, flaco y huesudo como un mendigo, poco tiempo después de terminar aquella misión, por causa del cáncer que le provocaron las drogas que nos daban, supuestamente para "contrarrestar los efectos de la malaria". Mefloquina. Aún tengo en la cabeza el nombre del frasco de esas jodidas pastillas.
Todavía recuerdo a los niños nativos de aquellas aldeas de la selva. Eso es siempre lo peor, en cualquier zona de conflicto: los críos llorando a moco tendido. Todavía hoy, cada vez que veo las fotos de esos años, me remuevo incómodo en el asiento al verlos pasar ante mí, llorando de la mano de sus padres por la frontera polvorienta camino del exilio, agazapados bajo un portal de palo mirando hacia arriba mientras suena el estrépito de los helicópteros, esperando semi desnudos con ojos grandes de hambre y miedo para conseguir un mendrugo de pan antes de la evacuación o del zumbido de una granada de mortero. Las aldeas ardiendo. El rancherío que cruje entre las llamas sobre las aguas de un río marrón que ni siquiera tiene nombre ni figura en el mapa. El hijo muerto del campesino que ve pasar a la patrulla con ojos perdidos, la mirada vacía, sin odio ni rencor ni compasión ni nada. Un hombre muerto en vida. La bala que el enfermero le acaba de sacar de su pierna herida, y el trozo de madera que, a falta de anestesia, apretó entre los dientes mientras le arreglaban el agujero que le hicieron unos paramilitares cerca de Leticia.
Cuando tenía 23 años fui enviado a mi segunda operación militar en el extranjero. Fue una misión de los cascos azules de la ONU para el mantenimiento de la paz en una zona de conflicto internacional; la isla de Chipre. Campos de cultivo ardiendo en el horizonte. El largo patrullar por el desierto y las montañas. Disputas entre musulmanes turcos y descendientes de guerrilleros ortodoxos griegos que tiempo atrás asesinaron y violaron a jovencitas en el norte.
Tal vez usted jamás haya siquiera escuchado hablar de aquellos lugares remotos olvidados por Dios, pero déjeme decirle que existen y que yo estuve allí. Mientras usted estaba en la comodidad de su hogar en una noche de invierno, yo me jugaba la vida junto a mis compañeros en una montaña o en una jungla de mierda perdida en el culo del mundo, en nombre de la bandera argentina, de la retórica patriótica, de las buenas costumbres y de los putos ideales.
Tuve varios compañeros que acabaron mal y que junto a otros colegas intentamos contenerlos cuanto pudimos, hasta que reventaron, por alcohol o por suicidio. Uno de ellos se llamaba Kempes, era sargento y le decíamos "gringo". Su última misión militar transcurrió durante 6 meses en Kosovo: medio año malviviendo en un puesto fronterizo polvoriento y remoto de aquella provincia rebelde de la Serbia ultra-nacionalista. Cuando volvió a la Argentina era incapaz de mantener a su familia unida, porque con la miseria que cobraba no le alcanzaba para la renta de una vivienda digna, trabajando a destajo y a doble turno, debatiéndose entre las guardias del cuartel y su servicio como mercenario en el oscuro mundillo de la noche porteña. Lo encontraron una mañana de junio, colgado del cuello como un muñeco roto con unas cuerdas de paracaídas enroscadas alrededor del pescuezo, bajo las escaleras de ingreso al batallón.
Así es que, pues, desconocido lector, le puedo asegurar que lo he visto casi todo. En ocasiones vi el cielo y también me asomé al infierno. He perdido amigos como consecuencia de las acciones del combate o por suicidios derivados de una enfermedad llamada estrés post traumático. Hoy tengo 36 años cronológicos pero también la experiencia de un anciano de 80, y cuando critico a la Argentina lo hago porque tengo la suficiente moral para poder hacerlo. He sangrado y dejado lo mejor de mi juventud para defender la causa de esa sociedad miserable, enferma e ingrata llamada Argentina. Por eso emigré y por eso resisto afuera.
Como ve, soy un soldado, y he vivido mucho más de lo que su pobre comprensión ha podido imaginar alguna vez. La edad cronológica por si sola no garantiza la sabiduría, mi estimado desconocido. Por gente que piensa como usted, mi patria de origen sigue hundida en un pantano, y no saldrá nunca de él a menos que se limpien esos elementos nocivos de raíz. Dudo que eso ocurra.
Por todo lo vivido y lo dicho anteriormente es que doy batalla a todo aquel que se atreva a llamarme cobarde. He pasado diez años yendo a zonas de conflicto y viendo guerras que no eran mías, y por eso sé de qué van los bastardos como usted. Por eso me cago en su nombre y en la madre que lo parió.
El asunto que me trae a contestarle por aquí es su malintencionada opinión al respecto de que soy un cobarde por haber emigrado de la Argentina y por dedicarme a escribir luego lo que pienso al respecto del país donde nací, según usted "con la liviandad y la comodidad del extranjero". Y es entonces cuando caigo en cuenta de que estoy frente a un estúpido, que además de idiota es un analfabeto, dueño de una profunda falta de comprensión lectora. Un "burro", como dirían en el barrio de mi madre. De manera que, por favor, tenga a bien tomarse unos minutos para leer esta respuesta que más abajo le dedico.
Ante todo debo aclararle que su edad cronológica o su experiencia como ciudadano del mundo no me impresionan, ni le hacen más lúcido ni más capaz que yo. Respeto sus 51 años de edad y sus circunstancias de vida, simplemente porque no lo conozco, y porque ignoro las causas que le han llevado a emigrar de la Argentina, al igual que yo. No le he faltado el respeto como usted lo ha hecho conmigo. Y porque desconoce también mi historia de vida, debería de respetarme y no cometer el grueso error que ha cometido: enfrentarme así, gratuitamente y con mala leche. Es por ello que me veo en esta necesidad de aclararle quien soy.
Ante todo soy su compatriota y además un antiguo soldado. He servido durante mas de 10 años en la vida militar, tiempo en el que todavía creía en la imagen de aquel guerrero romántico de la literatura, en utopías y en palabras huecas que hoy me suenan tan vacías como el honor, el coraje y la fidelidad. Lo hice en pos de la defensa de la soberanía nacional argentina, colaborando con abnegación y nobleza para proteger los intereses y la bandera de aquella patria cruel y ahora lejana donde me tocó nacer. Sepa que soy un ex Infante de Marina, a mucha honra, y que serví en las tropas de asalto anfibio, en las fuerzas de élite de la Armada Argentina.
Desde finales del año 2000 hasta el 2011 inclusive, viví entrenando y preparándome para pelear. Varias veces me tocó la suerte de viajar a regiones de un mundo en conflicto, a zonas castigadas por la guerra, sitios miserables en donde la vida de la gente no valía más que una munición del calibre 7,62 milímetros. No valía un carajo, como quien dice. Digamos que fue una mezcla de acumulación de decepciones y la transformación que experimenté durante esos años de vida las causas por las que abandoné aquella actividad, hasta que un buen día decidí que ya no era el chico que salía al mundo con una mochila camuflada y un fusil colgado al hombro, sino que era un veterano con cicatrices en la mente y la mirada cansada, y que ya no creía en nada de lo que estaba haciendo ni en causa alguna. Le cuento estas cosas para que me conozca un poco más.
Cuando tenía 20 años me enviaron a mi primera misión militar en el extranjero. Fue en el norte del Perú, en medio de la selva amazónica, en la frontera con Colombia. Allí, en medio de la jungla, enfermó un buen amigo mío. Se llamaba Sergio y era teniente. Estuvimos juntos en la misma patrulla durante unas operaciones de contra-insurgencia. Murió enroscado en una cama de hospital, flaco y huesudo como un mendigo, poco tiempo después de terminar aquella misión, por causa del cáncer que le provocaron las drogas que nos daban, supuestamente para "contrarrestar los efectos de la malaria". Mefloquina. Aún tengo en la cabeza el nombre del frasco de esas jodidas pastillas.
Todavía recuerdo a los niños nativos de aquellas aldeas de la selva. Eso es siempre lo peor, en cualquier zona de conflicto: los críos llorando a moco tendido. Todavía hoy, cada vez que veo las fotos de esos años, me remuevo incómodo en el asiento al verlos pasar ante mí, llorando de la mano de sus padres por la frontera polvorienta camino del exilio, agazapados bajo un portal de palo mirando hacia arriba mientras suena el estrépito de los helicópteros, esperando semi desnudos con ojos grandes de hambre y miedo para conseguir un mendrugo de pan antes de la evacuación o del zumbido de una granada de mortero. Las aldeas ardiendo. El rancherío que cruje entre las llamas sobre las aguas de un río marrón que ni siquiera tiene nombre ni figura en el mapa. El hijo muerto del campesino que ve pasar a la patrulla con ojos perdidos, la mirada vacía, sin odio ni rencor ni compasión ni nada. Un hombre muerto en vida. La bala que el enfermero le acaba de sacar de su pierna herida, y el trozo de madera que, a falta de anestesia, apretó entre los dientes mientras le arreglaban el agujero que le hicieron unos paramilitares cerca de Leticia.
Cuando tenía 23 años fui enviado a mi segunda operación militar en el extranjero. Fue una misión de los cascos azules de la ONU para el mantenimiento de la paz en una zona de conflicto internacional; la isla de Chipre. Campos de cultivo ardiendo en el horizonte. El largo patrullar por el desierto y las montañas. Disputas entre musulmanes turcos y descendientes de guerrilleros ortodoxos griegos que tiempo atrás asesinaron y violaron a jovencitas en el norte.
Tal vez usted jamás haya siquiera escuchado hablar de aquellos lugares remotos olvidados por Dios, pero déjeme decirle que existen y que yo estuve allí. Mientras usted estaba en la comodidad de su hogar en una noche de invierno, yo me jugaba la vida junto a mis compañeros en una montaña o en una jungla de mierda perdida en el culo del mundo, en nombre de la bandera argentina, de la retórica patriótica, de las buenas costumbres y de los putos ideales.
Tuve varios compañeros que acabaron mal y que junto a otros colegas intentamos contenerlos cuanto pudimos, hasta que reventaron, por alcohol o por suicidio. Uno de ellos se llamaba Kempes, era sargento y le decíamos "gringo". Su última misión militar transcurrió durante 6 meses en Kosovo: medio año malviviendo en un puesto fronterizo polvoriento y remoto de aquella provincia rebelde de la Serbia ultra-nacionalista. Cuando volvió a la Argentina era incapaz de mantener a su familia unida, porque con la miseria que cobraba no le alcanzaba para la renta de una vivienda digna, trabajando a destajo y a doble turno, debatiéndose entre las guardias del cuartel y su servicio como mercenario en el oscuro mundillo de la noche porteña. Lo encontraron una mañana de junio, colgado del cuello como un muñeco roto con unas cuerdas de paracaídas enroscadas alrededor del pescuezo, bajo las escaleras de ingreso al batallón.
Así es que, pues, desconocido lector, le puedo asegurar que lo he visto casi todo. En ocasiones vi el cielo y también me asomé al infierno. He perdido amigos como consecuencia de las acciones del combate o por suicidios derivados de una enfermedad llamada estrés post traumático. Hoy tengo 36 años cronológicos pero también la experiencia de un anciano de 80, y cuando critico a la Argentina lo hago porque tengo la suficiente moral para poder hacerlo. He sangrado y dejado lo mejor de mi juventud para defender la causa de esa sociedad miserable, enferma e ingrata llamada Argentina. Por eso emigré y por eso resisto afuera.
Como ve, soy un soldado, y he vivido mucho más de lo que su pobre comprensión ha podido imaginar alguna vez. La edad cronológica por si sola no garantiza la sabiduría, mi estimado desconocido. Por gente que piensa como usted, mi patria de origen sigue hundida en un pantano, y no saldrá nunca de él a menos que se limpien esos elementos nocivos de raíz. Dudo que eso ocurra.
Por todo lo vivido y lo dicho anteriormente es que doy batalla a todo aquel que se atreva a llamarme cobarde. He pasado diez años yendo a zonas de conflicto y viendo guerras que no eran mías, y por eso sé de qué van los bastardos como usted. Por eso me cago en su nombre y en la madre que lo parió.
sábado, 15 de abril de 2017
Sonidos
La música me aísla del ruido, me sumerge en una especie de armonía. Es un boleto para viajar dentro de la mente y de los buenos recuerdos que uno siempre quiere volver a recordar. Desde la música se llega a lugares mejores, a los vividos y a los soñados. En un momento del viaje dejo de escuchar, y todo queda en silencio, como si fuera un libro en blanco. Creo que la música hace bien.
Hemingway escribía mientras escuchaba música. Le gustaba la clásica y el charleston. A veces, en la biblioteca de su casa de La Habana, en Cuba, se oía una mezcla de violines de Vivaldi con charleston de los años 20.
A mi me gusta el blues, desde muy chico. Esos sonidos me transforman en pájaro. Cuando escucho una armónica vuelo sobre colinas de montañas brumosas, donde el aire está limpio y se respira mejor. Otras veces, el cuerpo me pide jazz o el rock áspero de AC DC. Todo depende del momento. Me gustan los músicos que transmiten emociones. Necesito escuchar desde la piel.
Cuando estoy cerca del mar, salgo a correr por la playa al atardecer. Corro muchos kilómetros por la arena vacía, cuando la gente ya se ha ido. Si los hay, busco entre los restos de viejos naufragios, entre esqueletos de barcos oxidados que se pierden en los últimos rayos de sol; o sino busco entre las piedras. A un costado están las olas que respiran. En mí, bullen todos los océanos, sobre todo los literarios.
La vida y los golpes me han enseñado qué sonidos están preñados de palabras que sirven. Esos sonidos cayeron del pico de los pájaros que los transportan de un país a otro sin asustarse de las fronteras del hombre. A menudo son extranjeros, porque todos viajan de la misma forma. No importan los significados, solo la musicalidad, la melodía.
En los mejores atardeceres, los sonidos hablan transformados en canciones y componen frases. Eso es a lo que llamo inspiración. Una de esas canciones podría descubrir el hilo del que tirar para construir un relato. La novela saldría sola, fabricada junto a otras ideas.
Ahora comienza a llover de nuevo mientras veo las montañas a través de la ventana. Los pinos vuelven a cubrirse de nubes y la cumbre desaparece. Allá arriba todavía hay nieve. El invierno tarda en irse. Escucho blues mientras escribo sobre la mesa de trabajo y espero que mis dedos se muevan sobre el teclado de la computadora, como si no me pertenecieran. Escribir es un hermoso oficio de escuchadores.
Feliz semana.
Hemingway escribía mientras escuchaba música. Le gustaba la clásica y el charleston. A veces, en la biblioteca de su casa de La Habana, en Cuba, se oía una mezcla de violines de Vivaldi con charleston de los años 20.
A mi me gusta el blues, desde muy chico. Esos sonidos me transforman en pájaro. Cuando escucho una armónica vuelo sobre colinas de montañas brumosas, donde el aire está limpio y se respira mejor. Otras veces, el cuerpo me pide jazz o el rock áspero de AC DC. Todo depende del momento. Me gustan los músicos que transmiten emociones. Necesito escuchar desde la piel.
Cuando estoy cerca del mar, salgo a correr por la playa al atardecer. Corro muchos kilómetros por la arena vacía, cuando la gente ya se ha ido. Si los hay, busco entre los restos de viejos naufragios, entre esqueletos de barcos oxidados que se pierden en los últimos rayos de sol; o sino busco entre las piedras. A un costado están las olas que respiran. En mí, bullen todos los océanos, sobre todo los literarios.
La vida y los golpes me han enseñado qué sonidos están preñados de palabras que sirven. Esos sonidos cayeron del pico de los pájaros que los transportan de un país a otro sin asustarse de las fronteras del hombre. A menudo son extranjeros, porque todos viajan de la misma forma. No importan los significados, solo la musicalidad, la melodía.
En los mejores atardeceres, los sonidos hablan transformados en canciones y componen frases. Eso es a lo que llamo inspiración. Una de esas canciones podría descubrir el hilo del que tirar para construir un relato. La novela saldría sola, fabricada junto a otras ideas.
Ahora comienza a llover de nuevo mientras veo las montañas a través de la ventana. Los pinos vuelven a cubrirse de nubes y la cumbre desaparece. Allá arriba todavía hay nieve. El invierno tarda en irse. Escucho blues mientras escribo sobre la mesa de trabajo y espero que mis dedos se muevan sobre el teclado de la computadora, como si no me pertenecieran. Escribir es un hermoso oficio de escuchadores.
Feliz semana.
domingo, 9 de abril de 2017
Una de fieles contra infieles (y viceversa)
Resulta que la otra noche, mientras veía las
noticias en la tele, me di cuenta de que los yihadistas islámicos van a terminar
ganando.
Y van a ganar no por estar locos, sino porque están
hartos, y porque tienen huevos. Los derrotarán en Irak o en Siria pero van a
triunfar y seguirán poniendo bombas en aeropuertos y arrollando gente por las
calles, porque son jóvenes, porque tienen hambre, un rencor histórico acumulado
y absolutamente comprensible, cuentas que ajustar, desesperación y fuerza
demográfica. Occidente y Europa en cambio son viejos, cobardes, caducos y no se
atreven a pelear de verdad para defenderse.
La cosa es que los de la tele dijeron que en
el norte de África, en Marruecos o en Argelia o en no sé dónde, unos cabrones
armados hasta los dientes chocaron de frente con un camión de esos con ruedas
grandes y cargados de turistas blancos que suelen ir al desierto del Sahara en
busca de buenas fotos, cerveza fría, mujeres locales y bellas puestas de sol.
El asunto es que el camión de turistas no paró
y entonces los asaltantes les soltaron una sarta de tiros que no los hicieron
guiso de milagro. Y después los del turbante escaparon con el botín: el camión
y todo lo que llevaba dentro, incluidos los cuarenta turistas que iban a bordo,
y solo dejaron a los conductores allí, al rayo del sol, con cara de "que
mierda pasó aquí", y todo eso.
No me digan que no les suena interesante. Los
Lawrence de Arabia de turno, que no sé cómo se llamaban ni me importa, viajando
allí en medio de la arena con sus cámaras Canon y sus botas de trekking y sus
abrigos de gore-tex y sus anteojos Oakley y toda la parafernalia que suelen
llevar los turistas del mundo feliz, corriendo por las dunas y sacándoles fotos
a los camellos mientras cagan. Iban así, me imagino, muy contentos y felices,
luciendo de a ratos esa jeta dura y audaz que ponen los “aventureros” de
mentira cuando tienen la seguridad de que en el hotel les preparan la camita y
hasta les calientan el agua del jacuzzi, y que se pierden dentro de un sauna si
les quitan el GPS. Iban así, como les decía (y a ver si lo digo de una puta
vez), y en una de esas el copiloto le indica a su compañero: oye, mira, unos
aborígenes que nos saludan al borde de la pista, procura no echarles mucho
polvo ni atropellarlos como al negro de hace tres días, que éste es un viaje
racialmente correcto, o algo así. Y el conductor, que va en su mundo y lleva un
retraso cronometrado de una hora para pasar por otro hotel, está a punto de
decir que se jodan y meter otro cambio cuando el copiloto comenta qué curioso,
oye, fíjate en los negros, o los árabes, o lo que carajo sean ésos, que nos
hacen señales de parar, y llevan algo al hombro, como si nos fueran a hacer una
foto, o tomarnos un video. Hay que ver qué cariñosos y entrañables son estos
negros de color, tan muertos de hambre y escuálidos y aún les queda simpatía
para acercarse a saludarnos cuando pasamos a toda mierda, que te dan ganas de
parar y regalarles un llavero de nuestro viajecito feliz exclusivo para blancos.
Y el caso es que eso que llevan al hombro es una cámara de vídeo algo rara, ¿no
te parece? Así, tan larga y verde. Y qué estupidez, no te lo vas a creer pero
yo diría que más que grabarnos con ella, nos apuntan. Hay que ver lo que son
los espejismos del desierto, colega. Te vas a reír cuando te lo diga. ¿Pero no te
parece que nos están apuntando con un bazooka? Ja, ja. Y el caso es que yo
diría que parece... mierda. Para, para, para, para, no me jodas. Esos hijo
putas tienen un bazooka.
Les juro a ustedes que habría pagado por
verlo. O por estar allí con mi turbante, mis pies descalzos, mi RPG-7 o mi
Kaláshnikov al hombro, y el cuchillo entre los dientes haciéndome relucir la
sonrisa. Salam Aleikum, idiotas. Bingo. La pandilla de turistas felices saliendo
de la curva, los árabes acribillándoles a tiros, y el conductor y su copiloto
cagándose en las patas mientras los sacan a rastras del camión.
Hola míster
Europa, ¿Qué onda, cómo va esa vida? Pongo en tu conocimiento que eres el
tercer héroe de la ruta que cae hoy. ¿No querías aventura? Pues aquí tienes
aventura gratis, colega. Y fuera del programa, lo cual tiene más morbo. A ver las
llaves del camión, y el casco, y la billetera, y el Rolex ese que llevas en la
muñeca. Y den gracias que les dejamos la cantimplora, y también que ya hemos
violado hace un rato a una linda francesita y venimos aliviados; porque si no,
pum, íbamos a ponerlos mirando hacia La Meca para que se fueran del desierto
con un lindo regalito en el culo. O a ver si creen, ilusos, que pueden venir
cada quince días a pasarnos por las narices los camiones, y las mochilas y los
relojes y los helicópteros, a marcar tecnología y paquete jugando a Rambo con
todos los riesgos cubiertos, y radio, y apoyo logístico, y vehículos de súper
lujo, y cascos blindados de kevlar, y equipos de gore-tex que valen un huevo de
la cara; que con sólo lo que cuesta uno de esos guantes que llevan para que no
les salgan ampollas al cambiar una rueda podría vivir aquí una familia durante
año y medio. Y encima, al final de todo, todavía quieren hacerse fotos con
nosotros para contarles después a los del bar de su pueblo lo exótica y lo
típica y lo aventurera que es toda esta mierda.
Así que gracias por el camión y
todo lo demás, pedazos de infieles. Esto sí que es solidaridad con el Tercer Mundo,
y no la miseria de arroz que nos tira la Cruz Roja. Vayan por la sombra, y
hasta el mes que viene.
Entonces, como les decía, el terrorismo islámico va a ganar. Simplemente porque tienen huevos.
Entonces, como les decía, el terrorismo islámico va a ganar. Simplemente porque tienen huevos.
domingo, 2 de abril de 2017
Tumbledown: otro viaje al infierno
Me lo contó el veterano capitán Vázquez, una
noche de guardia en Puerto Belgrano.
Hasta ese momento habían tenido suerte: las
granadas de la artillería inglesa pasaban altas o picaban cortas, roncando
sobre los pozos, con una especie de “rrraaakk” parecido al rasgarse de una
tela, antes de reventar con un ruido sordo, primero, y algo parecido a un
montón de fierros cayéndose después.
Cling-clang. Las esquirlas hacían cling clang
y eso era lo malo, porque en realidad el ruido lo levantaba la metralla
saltando por el aire de aquí para allá: algo muy desagradable. Y aunque aún no
habían recibido impactos directos sobre las posiciones, de vez en cuando alguno
de los hombres que recorrían las líneas de comunicaciones lanzaba un grito,
llamaba a su madre o insultaba, mientras rodaba por el suelo con una esquirla
clavada en el cuerpo. Poca cosa, de todos modos; apenas cuatro o cinco heridos
que, en su mayor parte regresaban cojeando a las trincheras excavadas en la
turba. Es curioso. En otras ocasiones, al primer rasguño que justificara el
asunto, cualquiera de nosotros se quedaría allí tumbado, dispuesto a quitarse
del medio. Pero aquella noche, en las islas Malvinas, en la ladera oeste de un monte llamando Tumbledown, nadie que pudiera mantenerse en pie se quedaba
atrás. Y escribir esto me parece una locura: todavía hoy hay quienes los llaman
nenes. Hay que ver las cosas que hicieron estos tipos.
La noche de aquel combate, 13 de junio de 1982,
había un humo de mil demonios suspendido en el aire mezclado con niebla en el
cielo negro, casi cerrado y sin luna, mientras los infantes de marina del
Batallón 5, el bravo BIM 5, se estrechaban cada uno contra el hombro del
compañero para paliar el frío, apretando los dientes y las manos crispadas
sobre el fusil con la bayoneta calada. Esperaban un asalto inminente, bien atrincherados
en sus posiciones defensivas.
Ra-ta-ta-bum-cling-clang una y otra vez: la
jodida artillería naval británica que seguía haciendo fuego de ablandamiento
desde los barcos fondeados en la bahía, y ellos procurando mantener la cordura
y no volverse locos dentro de los pozos, a pesar de lo que les estaba cayendo.
La cuarta sección de la Compañía "Nácar"
estaba desplegada en el extremo oeste de aquella altura llamada Tumbledown, y
su frente apuntaba hacia el Sur. Tenían la misión de batir con fuegos
preparados un flanco del valle que les quedaba enfrente, donde se localizaban también
la primera y la segunda sección: alrededor de 1000 a 1500 metros hacia atrás, a
retaguardia.
Desde los pozos de zorro excavados en la media
pendiente, los infantes de marina veían los cascos del suboficial segundo
Castillo (buen tipo, un provinciano valiente, bajito y duro como la madre que
lo parió), y del dragoneante Galarza (aquel joven campesino de 20 años,
apuesto, de sonrisa amplia y fanático de su guitarra).
A las 2300 horas sigue cayendo el cling-clang
y el bum de la artillería inglesa. La primera granada de obús acierta de lleno
en una posición de la sección, hace un agujero en el flanco izquierdo de la
formación y convierte en un colador de cuero al soldado Khin, el apuntador de
ametralladora de su grupo. Pobre soldado Khin. Todo aquel largo camino desde
Tierra del Fuego a las Malvinas volando en un Hércules de transporte al ras del
agua, y los cincuenta días malviviendo a la intemperie, tragando miseria en los
parapetos helados, y el deslomarse acarreando pertrechos militares de subida y de
bajada por las laderas de aquel cerro de mierda olvidado por Dios, durante
horas enteras, para terminar palmando frente a las puertas de Puerto Argentino viendo
a lo lejos la ciudad como un idiota, con el imbécil de Galtieri gritando
arengas desde un balcón en Buenos Aires y los otros generaluchos acurrucados allá
atrás de la colina, mirándoles a través de un anteojo de campaña.
En medio de todas aquellas explosiones
infernales no se oía un carajo, pero el teniente Vázquez tenía claro adonde
debía ir y para qué. A esa altura suponía que los guardias escoceses y los
fusileros Gurkhas y hasta la mismísima Reina de Inglaterra habrían visto ya sus
maniobras y que algo tenía que pasar, pero con tanto humo y tanto grito y tanta
oscuridad no tenía forma de saber lo que ocurría alrededor.
El teniente deja su fusil en su trinchera para
correr más rápido y corre hasta la posición del soldado Khin, casi en el
extremo izquierdo de la Sección. Lo encuentra de pie fuera del pozo, parado
bajo el fuego de la artillería agarrándose el vientre. Lo empuja hacia atrás,
hacia otra posición y lo venda, tratando de que no se le salgan las tripas
hacia afuera nuevamente. A las 2310 de la noche se detiene el fuego de artillería
y casi simultáneamente, tropas de infantería británicas pasan al asalto de la
posición. La pelea que sigue es feroz.
Primer asalto
Ven aparecer, surgidos entre la bruma desde el
pie de la colina, a un batallón de escoceses cargándoles de frente: fusiles a
la cadera disparando a una distancia de cinco metros, corriendo, gritando,
bayonetas en alto, bien dispuestos a masacrar. Los argentinos se miran unos a
otros como diciendo hasta aquí hemos llegado, un gusto haberlos conocido, compadres,
vayan a explicarles nada a éstos animales. Se acabó lo que se daba.
Les caen encima doscientos y pico de fulanos
mugrientos y embadurnados de camuflaje. Infantería ligera británica pasando al
asalto de las posiciones. Una horda pirata de casacas verdes y pardas, con sus
trescientos veinte años de tradición militar a cuestas peleando alrededor del
mundo, con precisión y crueldad. La muerte llega desde la ladera sur haciendo
molinetes con fusiles y bayonetas y cruza las líneas en dos olas. Una lo hace
de sur a norte, y la otra de oeste a este.
Toda la sección abre fuego iniciándose un combate
brutal que intercala el fuego de fusiles, granadas de mano, fuego de ametralladoras,
y peleas a bayoneta, a golpes de puño y a patadas.
Al ver a los primeros ingleses que cruzan
sobre el pozo donde estaban curando al soldado Khin, el teniente Vázquez saca
su pistola y una granada de mano y corre hacia su pozo de zorro en el centro de
la sección donde tenía su fusil y el equipo de radio para conducir el combate.
Corre hacia el pozo y toma conciencia de que está mezclado entre los ingleses. La
situación es un caos. Hace fuego contra ellos con su pistola a medida que los
cruza, hasta que en determinado momento debe hacerse el muerto cuando se
enciende una granada iluminante de artillería que alumbra totalmente el
perímetro de la sección. Los escoceses caminan casi encima suyo, por ambos
costados, hasta que se apaga la luz de la bengala y logra correr de nuevo hasta
su posición, para retomar la conducción de la lucha. A esa altura ya se combate
cuerpo a cuerpo en todo el frente y la retaguardia del perímetro.
El grueso de los ingleses los sobrepasa,
tomando posiciones a retaguardia. Hay gran cantidad de ellos mezclados entre
los argentinos, y comienza un combate por el fuego a distancias de entre cinco
y dos metros. Si no logran liquidar al defensor, los ingleses arremeten contra
el pozo y concluyen el trabajo a punta de bayoneta o a los golpes o como carajo
sea: acuchillando a mansalva, jadeando como perros, con las manos y los dientes
y las botas y el sudor y la sangre ajena y propia corriéndoles por el cuello y
por el borde de los cascos.
Al verse sobrepasado, el teniente Vázquez
solicita a la artillería recibir fuego sobre su propia posición. Los infantes
de marina argentinos resisten dentro de las trincheras mientras cae sobre ellos
una lluvia de plomo. Se cumple la orden, y los ingleses que estaban entre los
argentinos se retiran rápidamente.
A las 0130 de la madrugada del 14 de junio se
inicia una pausa de combate donde no hay ningún disparo hasta las 0200 de la
mañana.
Al percibir la retirada de los ingleses, una ola
de euforia recorre toda la sección y los infantes de marina comienzan a gritar
insultos, juramentos y blasfemias.
Segundo asalto
Alrededor de las 0300 de la madrugada del 14
de junio la temperatura es de 16 grados bajo cero y ha comenzado a nevar. Luego
de un corto pero infernal fuego de artillería comienza el segundo asalto a la
cresta oeste del monte Tumbledown. Se reinicia un combate igual al anterior y
con la misma intensidad.
El suboficial Castillo, que combate fuera de
su pozo, se da cuenta de que ya no hay manera de cerrar el espacio abierto
entre las brechas del perímetro. Los ingleses han roto el cerco y ya hacen pie
sobre el terreno. Entonces ordena, a gritos pelados, hacer fuego por pelotones y
esperar el contacto dentro de los pozos. Combate directo. Cuerpo a cuerpo. Porque
aquí ya no hay llanto que valga, hijos míos, así que ya nos rendiremos otro
día. Y en el momento justo de barrer una columna enemiga que avanza al trote
por la mitad del dispositivo, mientras la otra mitad se reagrupa detrás de unas
piedras con la lengua afuera, escucha el aullido del dragoneante Galarza que
resiste un ataque dentro de su trinchera. El cabo Gordon Hoggan, del 2do
Batallón de la Guardia Escocesa, se ha arrastrado sigilosamente hacia la
posición argentina pero hizo ruido y alertó a sus enemigos antes de entrar. Los
dos hombres que esperan dentro saltan como arañas sobre el cabo y entonces el
inglés hace fuego. Liquida a uno en el acto, partido el cráneo por la explosión
de la munición. Al enfrentar al segundo hombre su fusil se encasquilla y ni
siquiera tiene tiempo de sacar el cargador para resolverlo, asique se abalanza
con la bayoneta en ristra sobre el bulto que le sale al cruce. Acuchilla al
estómago y al plexo de aquella extraña figura una vez, dos veces, tres. El
bulto cae de rodillas, gimiendo y chillando en la oscuridad de la trinchera. Manantiales
de gloria escarlata fluyen a través de las orejas, de la boca y del abrigo de aquel
amasijo de carne flagelada que momentos antes solía ser el dragonenate Galarza.
El pobre hombre estira el pescuezo hacia arriba, boqueando en el aire helado, dando
sus últimos alientos para poder respirar, y entonces el cabo inglés le da una
patada al pecho, retira el cuchillo de entre los huesos del esternón y clava su
bayoneta en aquel cuello moribundo para rematar. No le da tiempo ni siquiera a
disparar. Así de urgente es la guerra. Requiescat
in pace, dragoneante de infantería de marina José Luis Galarza.
Pero el suboficial Castillo tiene los huevos
bien puestos, las cosas como son. Y es un profesional. Se para, gira hacia su
dragoneante, apoya el fusil en su hombro derecho, apunta al inglés gritando
"¡Hijo de puta!", y hace fuego. Casi de inmediato cae muerto. Una
enorme flor de pétalos color vino se abre a la altura de su omóplato izquierdo,
rajándole el overall.
Tercer asalto
A las 0500 de la madrugada la situación es
crítica. Pelean a la desesperada, por sobrevivir. El jefe de sección ha perdido
el enlace por radio entre todas sus fracciones. Los infantes de marina luchan
aislados, sin apoyo de fuego ni cobertura. La tercera y última ola de asalto es
ejecutada por una sección de la Brigada de Fusileros Gurkhas. Mercenarios nepaleses
al servicio de la Reina y de su puta madre.
Los argentinos resisten con todo lo que tienen
pero la munición es escasa. Horas antes han batido sus propias posiciones
tirando hacia arriba granadas de mortero. Con eso han frenado un poco la
primera ola de asalto inglés pero ahora ya es casi imposible. Las últimas
descargas de ametralladora parten al medio a esos enanos salidos del infierno y
abaten a una decena de Gurkhas, entre muertos y heridos, bultos inertes que
quedan tumbados sobre la tierra en grotescas posiciones. Los cuerpos de los
asiáticos forman un obstáculo para los otros ingleses que vienen detrás.
Y cuando escoceses y nepaleses están a cinco
metros, el suboficial Fochessato ordena una de las últimas descargas directas.
Ya casi no hay munición.
A pesar de todo, los infantes de marina siguen
combatiendo de manera ordenada y valiente. Los apuntadores muerden los últimos
proyectiles igual que muerden el miedo. Meten la cinta de munición trazadora de
7,62 milímetros en la recámara caliente del cañón de la MAG. Un golpe seco para
cerrar la tapa del cajón de mecanismos. La manivela de arrastre hacia atrás y
otra vez la culata de la máquina al hombro y a la cara mientras los fusileros,
ya arrodillados también a sus espaldas, cargan a su vez. Ahora son casi las seis
de la mañana del 14 de junio y cada trinchera pelea aislada por sí misma. Silencio
de radio. Sálvese quien pueda pero nadie se rinde ni abandona. No hay cuartel
ni piedad. Cristo voló en pedazos y yace mutilado o muerto en algún campo
minado. Están solos y lo saben.
La cuarta sección abre fuego nuevamente.
Muerdan esta mierda ingleses, y todo eso. Ráfagas controladas de cinco o seis
disparos. Una lluvia de plomo barriendo la madrugada helada. Piernas destrozadas
como ramas de árboles cuando sopla un tornado, aullidos por el aire, escoceses
y Gurkhas por el suelo a un palmo de ellos, angelitos al cielo. Pero siguen llegando
más y más secciones enemigas cuyos soldados tropiezan y se apilan sobre los
caídos, desordenados. Y la voz ronca del suboficial Fochessato (no es para
menos lo de ronca, con la madrugada de perros que lleva encima), se alterna con
la del teniente Vázquez mientras los soldados siguen soltando descarga tras
descarga.
El humo de pólvora negra cubre ahora la cima
del monte Tumbledown y las últimas andanadas de munición trazante parten a
ciegas, hacia el lugar de donde vienen los alaridos y los gritos, fusilando a
los ingleses a bocajarro.
Cinco minutos para las siete de la mañana del
14 de junio. Ahora ya no se ve nada de nada, y todos están prácticamente sin
municiones dentro de la humareda oscura y acre, disparando los últimos
cartuchos contra un muro de niebla del que brotan alaridos, lamentos y detonaciones.
La pólvora quemada se mete por las narices y aturde los sentidos, y ya no saben
dónde diablos están, y el único contacto con la realidad son las voces que les
llegan del teniente Vázquez desde la derecha, diciéndoles: "Prestar atención la Cuarta sección, soy el
teniente Vázquez. El combate ha terminado. Dejen sus armas y vengan hacia mi
pozo. Quédense tranquilos, las vidas van a ser respetadas".
Y el otro contacto con la realidad es la
culata, la cola del disparador y el hierro hirviendo del fusil que les quema
las manos al tocar el tubo cañón donde hasta la bayoneta parece al rojo.
Y entonces, de pronto, unos soldados ingleses
consiguen llegar hasta el flanco izquierdo. Hay fogonazos y alaridos y
cuchillazos que dan a los últimos rebeldes. La línea parece estremecerse por
ese lado y el teniente Vázquez ya no dice más nada y no se lo vuelve a oír más.
Y de repente se vuelve a oír su voz: un grito desgarrado y brutal. Los ingleses lo han capturado y le están
interrogando, sacándole información a las patadas.
Los que quedan en pie deambulan entre la
niebla oscura de la pólvora hasta tropezar con cuerpos mutilados de hombres que
yacen en extrañas posiciones, algunos inmóviles y otros agitándose violentamente
cuando les trepan por encima, cuando escalan el amasijo de carne y distinguen
brillos de acero entre la humareda espesa, y perciben sombras que también
gritan en otras lenguas. Ingleses, nepaleses y argentinos se revuelcan en el
mismo barro. Finalmente todos están unidos. El horror también hermana.
Por fin la niebla empieza a disiparse y se
inicia el amanecer. Los infantes de marina que quedan en pie comienzan a
marchar colina abajo con la garganta en carne viva de tanto gritar, y el cuerpo
destrozado de fatiga, para llegar hasta la otra punta del pueblo. Entonces un
soldado se apoya sobre el palo de un puentecito hacia el que convergen por
ambos lados cientos de otros hombres marchitos que bajan desde las otras colinas,
con gran estruendo de botas y de cascos y un eterno arrastrar de pies.
A estas alturas ya no hay órdenes ni mando alguno,
solo el entusiasmo porque acaban de cruzar con vida las puertas de Puerto
Argentino, que ahora se llama Stanley.
Pero a pesar de todo ese trajín, los infantes
de marina argentinos mantienen la calma. Caminan con la cabeza en alto y
lágrimas en los ojos, detrás de las boinas rojas de orgullosos paracaidistas
ingleses por la calle principal, escupiendo al suelo, maldiciendo y mascando la
bronca por haber sido obligados a rendirse.
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