"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"

Ernest Hemingway.

lunes, 28 de marzo de 2016

Un buen compañero

Hoy escribo nuevamente acerca de mi cuchillo, para contar cuanto me ha servido en este tiempo que lleva viajando conmigo.
Lo fabricó hace tres años un buen amigo de nombre Andres Mayol, excelente herrero y artesano. Desde entonces este filo no ha quedado quieto, pues tiene oficio de viajero, igual que yo. Lo llevo siempre en mi mochila a través de los diversos caminos que me toca recorrer.
Es un cuchillo duro, forjado para el trabajo y las buenas aventuras. Buen compañero, pues ha soportado duras pruebas bajo diversas condiciones meteorológicas, en distintas regiones geográficas del mundo.
Durante estos tres últimos años ha compartido conmigo las páginas del libro de mi vida. Ha demostrado que su filo es fiel y que su golpe es certero, que nunca afloja. Ha visto ciudades y pueblos, campos y selvas, montañas y mares, ríos y desiertos. Vio París con sus calles espejadas bajo la lluvia, el melancólico Londres, la elegante Ginebra, las costas de Croacia, el Coliseo de la vieja Roma; Y en su corta vida también ha recorrido un largo camino de paisajes rurales y de aldeas aisladas.
Demostró ser un excelente cuchillo, de cabo a punta, abriéndose paso a través de pieles y cueros de animales salvajes, de carnes asadas, de cuerdas de campamentos, de maderas y de piedras sobre las que raspó para iniciar fuegos.
Su nombre es Lobo, y ha viajado también por tierras exóticas, habitadas por individuos extraños que practican duros oficios. Han conocido su filo los ladrones de pieles de foca del Mar Báltico, en las cercanías de Estonia; los traficantes de opio del norte de Tailandia; los indios Rarámuri que corren descalzos en el desierto de México y los descendientes de guerrilleros tribales de las montañas de Laos, en el sudeste de Asia. Todos ellos han aprobado sus virtudes. Todos ellos han elogiado la fortaleza de su filo y la fina robustez de su construcción. Elogiaron su acero. En una ocasión incluso he medido su destreza contra las virtudes de un cuchillo de caza hecho en Inglaterra. Y el Lobo ha ganado.
Igual que yo, el Lobo sabe que la mejor escuela para aprender geografía es vivir dentro de una mochila, pues en ese aprendizaje uno puede charlar con contrabandistas vascos de licor en los Pirineos españoles, con esquimales rusos en la estepa siberiana, con pastores alpinos en las montañas de Suiza, con pescadores italianos en el puerto de Bari, con nativos Shuar del Amazonas o ver como se pone el sol en alguna población aislada en la costa balcánica del Mar Adriático. Esos lugares tienen allí nombres diferentes que en los mapas, y las distancias se miden por días.
Todos aquellos mercaderes, nativos, campesinos, pescadores, salvajes y aventureros que conocieron mi cuchillo, supieron que el Lobo es una herramienta de acero que tiene un origen todavía más lejano: la calurosa Posadas, un lugar ubicado en un país al sur de todos los mapas. 
Lobo ya tiene varias marcas en su vaina. La última fue hecha por un nativo de la etnia Akha, en la selva del norte de Tailandia. Es una pequeña gran marca en idioma thai. Una marca que va quedando para la historia junto a las otras, apiladas en su lomo como si fueran tatuajes. 
Esos hombres extraños ya lo vieron en aquellas tierras lejanas, y quizás alguna vez, en el futuro, su filo sea recordado a la luz de algún fogón, por otros aventureros y gentes desconocidas mientras charlan entre sí acerca de caminos peligrosos, de animales salvajes, de tribus perdidas en selvas impenetrables o en imponentes cordilleras y de un loco solitario que vaga por las sendas con una mochila gastada y un cuchillo de cazador. 
Tal vez ese día la fama de un cuchillo como el Lobo se vuelva mítica, y su nombre se transmita de boca en boca. Es mi esperanza, como en un sueño.

jueves, 24 de marzo de 2016

Tailandia: los monjes de la pagoda

Dicen que las imágenes valen más que las palabras y estoy de acuerdo con eso. Pero las palabras también sirven para comprender mejor las imágenes del mundo. La gente apuesta hoy por las rápidas imágenes porque en general se ha abandonado el buen hábito de la lectura. Eso me parece lamentable porque siempre las imágenes atrapan, es verdad, pero serán mas interesantes aquellas fotos que, junto a las palabras, ayudan a reflexionar, a sentir y a comprender.
Siete de la mañana en Koh Chang, una isla selvática y montañosa que flota en las aguas del Golfo de Tailandia, frente a las costas de Camboya.
La jungla tiene ese olor denso y fresco que las plantas difunden siempre por la mañana: un aroma a flores perfumadas y a frutas silvestres. Por la carretera desierta que serpentea la selva rumbo al norte, hacia Camboya, se levanta un paisaje exótico y extraño formado por árboles gigantes y montañas verdes, salpicado de chozas de paja y de templos budistas al borde de los caminos, y de palmeras flacas que agitan al viento sus hojas brillantes como si fueran hélices.
En una curva del camino aparecen unos monjes que regresan a su pagoda. 
Antes del amanecer y al sonido del gong, se han reunido en el templo para recitar la primera oración del día. Luego salieron por el camino que conduce a las aldeas a mendigar orgullosamente su comida. Unas mujeres respondieron a la colecta juntando las manos y arrodillándose frente a cestos de arroz humeante.
Son hombres medianamente jóvenes y llevan la cabeza afeitada en señal de respeto y de sumisión a Buda. Pasan caminando en silencio a través de la jungla, desdeñosos, impasibles, vestidos con sus túnicas color naranja y llevando marmitas de madera donde mezclan sus alimentos. Uno parece mas grande y tiene las manos tatuadas. El otro lleva un hombro descubierto. Son bonzos, monjes que han hecho el voto de pobreza. Marchan descalzos y en fila india, con el mismo paso largo de los cazadores de la selva, y se oye el ligero ruido de sus pies cuando rozan el asfalto de la calle.
Más atrás camina otro monje mas viejo, de piel oscura. Va solo y encorvado sobre un bastón. Habla raramente en una lengua incomprensible. Parece una sombra salida de la gran selva. Lleva la cabeza rapada del mismo modo que sus discípulos y viste el mismo hábito color naranja.

El budismo que se practica en esta parte de Asia es pacífico y se llama Theravada, que significa "la palabra de los antiguos"
Durante la guerra de Vietnam los monjes negaban la incineración a todos aquellos que sucumbían de muerte violenta, como los soldados que morían en combate. Sus cuerpos debieron pudrirse primero en la tierra y el alma permanecer durante meses encima del cadáver en descomposición, padeciendo horribles sufrimientos antes de poder desprenderse totalmente del cuerpo.
En Tailandia se sigue aplicando la antigua norma de no levantar monumentos para los que han muerto en acciones de guerra. Pero los monjes son tolerantes y, como todos los sacerdotes del mundo, saben adaptar sus principios a las circunstancias.


miércoles, 23 de marzo de 2016

Fotos del mundo: la anciana Yao


Aldea de Huai Tong, muy cerca del río Mekong, ubicada en medio de la selva en la frontera entre Tailandia y Laos. Allí doy con una anciana que me permite hacerle una foto.
Está de pie frente a una choza, parada sobre el suelo de tierra pelado y rojo. Tiene el rostro marcado por rasgos duros y lleva la cabeza cubierta con un bonete negro. Pertenece a la tribu de los Yao, traficantes de opio chino que provienen del Yunnan. Sus antepasados saquearon y quemaron las aldeas de Laos, y hasta llegaron a apoderarse de su antigua capital, Luang Prabang. En su bolsa, la vieja lleva pequeñas balanzas de marfil y medidas de peso birmanas, que tienen la forma de un gallo. Las usa para pesar el opio.
Los hombres de la aldea son buenos baqueanos de la selva y expertos en el manejo del machete y de las canoas en el río. Eran hábiles para mantener la guerra de guerrillas durante meses, porque sabían cazar y conocían todos los senderos. A los norteamericanos les simpatizaron los Yao durante la guerra de Vietnam porque decían que ellos eran los mejores bandidos de la región. Les caían bien porque (igual que los mercenarios), siempre son los bandidos los que mejor hacen las guerras ajenas, y además porque jamás se quejan.
Generalmente los bandidos son estoicos. Nunca reclaman nada

sábado, 12 de marzo de 2016

Tailandia: los guerrilleros olvidados

 El río Mekong marca una frontera triangular al norte de la provincia de Chiang Rai, allí donde convergen Laos, Tailandia y Myanmar. Esta anomalía geopolítica fue bautizada en su tiempo por la CIA norteamericana con el nombre de "Triángulo de Oro", pues la región era el mayor productor mundial de opio, superando a países como Afganistán, México o la India. Pero esa producción de droga ha pasado ya a la historia, y hoy existen fuertes penas y restricciones en Tailandia con el fin de controlar su flujo. Ahora, la principal atracción de la zona son los relatos de la conquista de esa frontera y las historias sobre los personajes de aquel comercio ilícito.
Sin embargo existen otras historias muy interesantes y mayormente desconocidas de la zona. Son relatos acerca de grupos tribales que lucharon en guerras secretas y que fueron traicionados por las potencias que los utilizaron, como los mercenarios Hmong o los guerrilleros Yao, que sirvieron como soldados a sueldo contratados por el gobierno de los EE.UU.

En la década de 1970 y durante la guerra que Estados Unidos libró en Vietnam, los Hmong, un pueblo nativo que vivía en las montañas de esta frontera, fue reclutado y lanzado a luchar en favor de la CIA en su campaña secreta contra el comunismo de Laos.
Los Hmong tenían razones muy poderosas para combatir contra los comunistas laosianos y vietnamitas; querían defender lo que daba valor a su vida: la libertad en su forma más exagerada. El gobierno laosiano había querido obligar a aquellos montañeses nómadas a radicarse en un lugar fijo. Los habían inundado de propaganda comunista, los obligaban a asistir a reuniones, a comités políticos, a respetar las leyes de la higiene y a vivir como ellos no querían. Los Hmong se habían rebelado contra los comunistas: aquellos hombrecillos tristes y puntillosos que venían trayendo la doctrina roja desde los deltas vietnamitas del sur del Mekong.
La Agencia Central de Inteligencia de los EE.UU, la CIA, que luchaba en ese entonces contra el comunismo en Asia, vio que el momento era oportuno para desencadenar un gran desorden en todas las crestas de las montañas desde el Yunnan (en China), hasta Tran Ninh (en Vietnam).
Entonces comenzaron a realizar el mismo trabajo metódico que ya habían hecho los franceses durante su guerra colonial en Indochina: enviaron pequeños grupos formados por cinco o diez soldados de las fuerzas Especiales (Boinas Verdes y comandos Seal de la Marina), quienes se internaron en lo profundo de los picos de las montañas, al otro lado de las nubes, donde permanecieron aislados durante meses con el objetivo de ganarse el corazón, la mente y la confianza de aquellos nativos deseosos de recuperar su libertad.
En menos de un año, pequeños equipos de guerrilleros estaban organizados en el norte de Laos y en las regiones altas de Tailandia y Vietnam. Impedían el paso de las divisiones vietnamitas, pues bloqueaban los puntos elevados y los desfiladeros. Los Hmong ayudaron a los blancos porque pensaban que los norteamericanos eran menos molestos que los vietnamitas.
Eran soldados perfectos pues dominaban el terreno, conocían a fondo los valles y las selvas y eran expertos en el arte del camuflaje y del engaño. Durante el día pasaban por simples hombres y mujeres, campesinos que llevaban collares de oro y plata alrededor del cuello, que cultivaban el opio y el arroz en los verdes campos inundados que se extendían hasta los bordes de las colinas. Pero durante la noche hacían la guerra de guerrillas. Como si fueran hormigas, llevaban adelante complejas y silenciosas operaciones militares. Salían a las oscuras selvas junto a sus consejeros norteamericanos a colocar minas, a tender emboscadas contra las patrullas y a dar golpes de mano en los senderos que solían recorrer los pequeños hombrecillos de Ho Chi-Minh, aquella famosa guerrilla de fantasmas que se hacía llamar Vietcong, y que portaba fusiles de asalto y lanzacohetes rusos, vestía pijamas negros y calzaba sandalias fabricadas con los restos del caucho de neumáticos usados.
Los Hmong preferían realizar ese tipo de guerra irregular junto a los extranjeros blancos, en lugar de someterse a un invasor comunista local.
Los Boinas Verdes norteamericanos estudiaron primero lo que podían valer esos montañeses, y se dieron cuenta de que, a su manera, eran excelentes soldados: cuando se sentían más débiles que el enemigo o habían sufrido demasiadas bajas, se dispersaban en pequeños grupos y volvían a reagruparse en la selva, de acuerdo con la vieja táctica de las guerrillas. A pesar de vestirse como querían (descalzos algunos, otros llevando pollos en sus mochilas), tenían las cualidades necesarias para tomar un puesto aislado o asaltar un camino.
Comenzó entonces el intercambio de conocimiento. Los norteamericanos enseñaron a los nativos a operar equipos de radio, a preparar emboscadas y a despejar zonas de lanzamiento para recibir desde el cielo abastecimiento por paracaídas, a disparar con fusil en la selva, a valerse tácticamente de una ametralladora. Aplicaron con ellos todos los secretos de la propaganda clandestina y los desarrollaron entre esas poblaciones primitivas. Estudiaron la manera de crear movimientos de resistencia y de utilizar en provecho propio los groseros errores cometidos años antes por los franceses, respecto a los pueblos que habían intentado conquistar.
Los nativos les enseñaron, a su vez, a hablar los diferentes dialectos de su idioma, a montar trampas para atrapar caza, a conocer los senderos y en qué dirección corrían los ríos, a orientarse en las montañas, camuflarse, marchar descalzos, protegerse de la lluvia y cocinar el arroz.
Juntos, nativos y blancos, llevaron a cabo delicadas operaciones militares encubiertas en contra de los comunistas laosianos y del ejército de Vietnam del Norte. Estas operaciones fueron solo conocidas por los altos jerarcas de la CIA durante más de treinta años: Guerra subversiva y guerra en la jungla, sabotaje de instalaciones militares y asesinato selectivo de personalidades, bloqueo de vías de comunicación y puestos de escucha avanzados en plena montaña.
Cuando los norteamericanos fueron derrotados y se retiraron en 1975, abandonaron a su suerte a la mayoría de esos guerrilleros en la selva, donde han vivido ocultos hasta hoy. Miles fueron asesinados cuando trataban de escapar o regresar a Tailandia, y los supervivientes siguen sufriendo actualmente el genocidio y la persecución por parte del gobierno comunista de Laos, debido a su vieja alianza con los EE.UU. Estos combatientes y sus familias viven hoy con el miedo constante de ser atacados y con pocas esperanzas de que el gobierno laosiano los deje en paz.

Un poblado en la selva

Por la ruta que conduce a Sop Ruak (un pueblo fronterizo lleno de templos budistas en ruinas y lanchas que traen mercancías desde el interior de la China), llegamos a la aldea de Huai Tong.

Huai Tong estaba enclavada en plena selva, en la ribera de un arroyo de aguas marrones y quietas, cerca del recodo de un río en forma de herradura. Eran unas veinte chozas de paja y un viejo portal de madera que tenía las marcas de fuegos pasados. Al llegar a la aldea avanzamos con cautela a través de un camino de tierra que bordeaba el arroyo, intentando respetar lo más que se podía su ritmo de vida.
El poblado estaba protegido por cocoteros y las chozas construidas al ras del suelo, apenas elevadas sobre pilotes de bambú y dispuestas alrededor de una explanada libre de árboles.

Una vieja con el rostro oscuro y agrietado como una lija permanecía sentada en cuclillas junto a un pequeño telar donde enrollaba hilos de colores. Más adelante había una pequeña fogata donde otras personas calentaban estacas sobre la llama, aparentemente para endurecerles la punta. Apenas había hombres en los alrededores: solo algunas ancianas, con los dientes manchados de rojo negruzco de tanto mascar betel (una especie de fruta parecida a la nuez) y un par de viejos ociosos que vestían camisas de color azul índigo y cómicos sombreros de paja. Un perro flaco rondaba en el polvo.
Las chozas eran todas iguales. El interior de ellas estaba mal ventilado, olía a humo de leña y el piso de tablas era tan duro y liso como el hormigón. El lugar era oscuro, sombrío.




Nos acercamos a las mujeres. Tenían rostros aplastados, faldas negras tableadas y llevaban grandes polainas de colores que las hacían renguear al caminar; pero todas ellas estaban cubiertas de adornos de oro y plata.



Un jefe tribal me contó que mandaba a sus mujeres a cubrirse de joyas y cencerros, porque de esa manera sabía continuamente donde estaban. Cuando por la noche querían escaparse para reunirse con otro hombre, él las podía escuchar. Es una antigua práctica que siguen manteniendo.
Numerosos nativos Hmong viven actualmente en aldeas similares a Huai Tong, y adoptaron el nombre más antiguo con que se identifica a su etnia: los Akha.
Optaron por este cambio debido al temor que tienen de recibir posibles represalias o ataques por parte de autoridades o infiltrados laosianos.
Cerca de 300.000 miembros de la tribu de los Akha viven en situación de extrema pobreza en las montañas del norte de Tailandia, sin ser reconocidos como ciudadanos de pleno derecho por el gobierno del país. Desde hace unos años, sin embargo, afloran las ONG ´s locales que tratan de situar en el mapa a esta minoría étnica a través de programas de voluntariado educativo. Muchos familiares, descendientes y sobrevivientes de aquel tiempo atroz se refugian hoy bajo la sombra de tranquilas aldeas, y es posible llegar a ellos a través de agencias que regulan y controlan los asuntos tribales.
Viven al margen de la ley, sin documento de identificación que los acredite como tailandeses y con escaso acceso a las prestaciones más básicas. Sus poblados son de difícil acceso, habitualmente están situados a kilómetros de la civilización, y solo si uno se escapa de los circuitos turísticos y planes de viaje más habituales logra acceder a ellos, a esos grandes olvidados del país. La tranquilidad con la que asumen su destino, sin embargo, no deja de sorprender.
Subsisten gracias a pequeñas plantaciones de arroz y maíz que les alcanza para comer, pero no para sacar rendimientos económicos con su venta, y a la cría de animales. Poco más. Por eso, y ante las bajas expectativas de progresar, los más jóvenes han optado en los últimos tiempos por abandonar el poblado. Mucho de ellos, sin embargo, lo hacen sin fortuna y acaban en manos de las redes del tráfico de drogas y explotación sexual que dominan una de las zonas más conflictivas y peligrosas de la región.
La complejidad de la tribu nunca ha facilitado las cosas. Los misioneros religiosos no fueron del todo bien recibidos ya que, por su raíz animista (creen en espíritus), los Akha no aceptaron que se les intentara evangelizar o imponer otra cultura diferente a la suya después de tres siglos de periplos por el continente. Por eso, no ha sido hasta la aparición de ONG’s autóctonas cuando las condiciones de vida de esta tribu han empezado a mejorar, vinculándolos también con circuitos turísticos, que en realidad terminan siendo siempre una especie de lamentables zoológicos humanos.
Esas gentes eran descendientes de treinta y seis razas diferentes, y habían practicado treinta y seis oficios.

viernes, 11 de marzo de 2016

Tailandia: fronteras tribales


El norte de Tailandia es grande, montañoso y agrícola. Un extenso territorio donde se asentaron culturas antiguas para formar reinos agrupados alrededor de ciudades fortificadas. Es una región sin costas, porque la salida al mar por el oeste pertenece actualmente a la antigua Birmania (Myanmar), con quien también limita al norte. El río Mekong marca hacia el este la frontera con Laos. El norte es la zona menos turística de Tailandia y también la más barata, con una realidad social, histórica y cultural muy diferente a la del sur del país.
Diversos pueblos tribales habitan esas tierras, como los Akha, los Karenes, los Hmong y los Yao, entre otras comunidades. Viven en pequeñas aldeas enclavadas en las montañas septentrionales de la antigua península indochina.

El primer contacto

Llegamos a una de esas aldeas al final de una calurosa tarde de febrero, subiendo por un terraplén de tierra que bordeaba un verde campo cultivado. Allí pasaríamos la noche.

El primer contacto con los Akha fue difícil, y aunque nuestro guía había enviado un mensajero para anunciar nuestra llegada, no fuimos bien recibidos.
Unos hombres aparecieron en lo alto de una colina, dibujándose sus siluetas en la cima, contra un fondo de nubes. Eran individuos vestidos con ropas de algodón negro azabache, chaqueta corta y pantalones anchos que dejaban ver enormes pantorrillas. Algunos llevaban amplios sombreros de palma y copa recortada al estilo thai, otros iban descalzos portando machetes y herramientas para labrar la tierra. Eran campesinos que entraban a la aldea atravesando un pequeño puente de hojas de palmera tejida, tendido sobre un pequeño arroyo. volvían de trabajar.

El momento no era oportuno para hacerles una visita, pues se hallaban en plena cosecha de soja, cuando toda clase de bandidos aparece por las montañas.
Años atrás, en vez de soja, los Akha producían el mejor opio de todo el Extremo Oriente, aproximadamente cuarenta toneladas al año, suficiente para alimentar el tráfico clandestino de esa droga. Los funcionarios de aduanas esperaban sentados pretendiendo obtener algunos quilos, pero los Akha nunca negociaron con nadie que no les pagara en oro, armas o municiones.
Estábamos en la tierra de los antiguos y misteriosos productores de opio. Más al norte, y detrás de los picos de unas colinas azules, se extendía la milenaria ruta de la seda, aquella vieja vía utilizada por mercaderes de caravanas, traficantes de pieles y aventureros, que antiguamente unió la China con el Imperio Romano. Por ella pasaron Marco Polo en su viaje hacia el este, el ejército de Alejandro Magno en sus campañas de conquista y las hordas de mongoles de Gengis Khan.
Al saberlo sentí una extraña sensación en las piernas, una especie de emoción que burbujeaba en mi interior. Era cálida pero a la vez indolente, adormecida. Luego supe que era cansancio.
La aldea estaba habitada por cerdos negros, pollos y animales domésticos que caminaban libremente entre las casas. Unos perros flacos se retorcían y mordisqueaban entre sí en las callejuelas de tierra. No había otros blancos en el lugar. Las acequias estaban cubiertas de verdes charcos residuales y su olor se confundía con el hedor del "nuoc-mam", una salsa hecha con pescado podrido. La mugre y el abandono en los corrales eran medievales. Por un instante tuve la sensación de que aquella gente había quedado congelada en el tiempo, cien años atrás.
Nang Lae no era más grande que las otras aldeas que habíamos visto durante nuestra marcha por las montañas. Tenía la forma de un rectángulo. Las casas alargadas estaban construidas sobre pilotes, hechas de madera, bambú y paja. Todo el poblado miraba hacia un espacio central desmontado, de tierra desnuda, pelada y roja, similar a una plaza. Las casas daban las espaldas a la selva.

Los hombres estaban sentados sobre sus rodillas flexionadas en las partes altas de la aldea y era difícil fotografiarlos. Fumaban y conversaban. Grupos de niños corrían de un lado a otro. Muchos tenían barrigas hinchadas. Desnutrición. No corría aire y el ambiente estaba caliente y muy quieto.
Los adultos se mostraban evasivos, distantes. Los más viejos fumaban nudosos cigarros truncados en los dos extremos y nos miraban fijamente sin que parecieran notar nuestra presencia. Indiferencia. Las mujeres permanecían paradas en las puertas, mientras alimentaban a sus hijos y escupían sobre el polvo los rojos chorros de un líquido producido por las nueces que mascaban. Era el fruto del betel, la nuez de areca. Tiñe la boca y arruina los dientes. Todas las tribus del sur de Asia la consumen desde hace siglos. Estábamos en presencia de un pueblo primitivo.
Solo una mujer se me acercó. Llevaba a su pequeño hijo aferrado a su espalda, envuelto dentro de una tela que le cruzaba el pecho.Iba vestida con una larga falda de colores vivos que le llegaba hasta los pies, y tocada por un turbante azul que le cubría la cabeza.

Para ellos no representábamos ninguna novedad. Habían visto muchos blancos antes, y en otros tiempos esos blancos solo habían traído intentos de dominación, la guerra contra sus vecinos, enfermedad y destrucción. Por un instante sentí vibrar una mala espina en mi interior, entonces comprendí el rechazo mudo de aquella gente, harta de ver pasar durante años a los "falang", palabra con la que se refieren los thais a los hombres blancos, producto de una mala pronunciación del francés "francais"
Entonces pensé en los soldados occidentales que habían luchado en Vietnam. Ellos habían lidiado con el desprecio y el odio de aldeas como estas. Comprendí entonces cuan grave fue el error de aquellas guerras coloniales que franceses y norteamericanos intentaron librar. Esos extranjeros blancos se batieron solos, intentado dominar a pueblos indomables, y tras cuarenta años de Asia, de sol, de guerras, de revoluciones y traiciones, se les había curtido la piel y secado las ilusiones. Luego se convirtieron en individuos escépticos, tolerantes, se sintieron más cerca de los monjes budistas, cuya religión habían ido a combatir. Asia les enseñó una dura lección.
Ingresamos en una casa elevada sobre pilotes, por una escalera que crujía a cada paso. Ningún mueble. Todo estaba apoyado a ras de piso, al alcance de la mano. Aquella gente se sentaba, comía y dormía directamente sobre el suelo. La cocina estaba atrás, en un cobertizo separado de la habitación principal por una tela corrediza. Todo allí era comunitario, se compartía. La privacidad individual era solo una vaga idea dentro de nuestras cabezas occidentales.
En la cocina el piso era de tablas y tenía rendijas alargadas por las que se filtraba la luz. Había humo de leña suspendido en el ambiente, y estaba inundada por ese olor penetrante que solo conocen los hombres que han vivido en campamentos durante algún tiempo. Todo colgaba de las paredes: utensilios de cocina, ollas, mazorcas de maíz seco, bolsas que contenían condimentos, pequeñas mesas circulares para apoyar bandejas.



Un hombre descalzo y con el torso desnudo hacía fuego sobre un cuenco de piedra similar a un mortero, parecido al molcajete que usan en México para moler los chiles. Gallinas y perros circulaban libremente por el recinto y bajo la casa, se escuchaba el gruñido de unos cerdos que se disputaban la comida, en una situación de total anarquía.
Los Akha aceptan vivir en una especie de promiscuidad total (sin que el término se refiera exclusivamente al aspecto sexual). La única ley que respetan es la de su placer. Son hombres ebrios de libertad. A un Akha jamás se le ocurrirá la idea de atar a un animal a un poste o encerrar a una persona, porque piensa que, igual que él, un animal encerrado se muere.
Con la ayuda del guía comenzamos una charla con el hechicero, “el hombre de la medicina”, el sabio de la aldea: un viejo medio ciego, huesudo, arrugado y de dientes gastados, que está sentado sobre un cobertizo de bambú en la entrada polvorienta de la aldea.
El guía interroga acerca de los orígenes de su pueblo. El viejo, halagado, busca con esfuerzo en su memoria todo aquello que recuerda. Habla de unas montañas nevadas en el Himalaya, que habría sido la cuna de la raza, y también de un país que tiene días y noches interminables, como en el círculo polar.
Los Akha son sencillamente originarios de la provincia china del Yunan, de donde habrían sido expulsados entre 1820 y 1840. A principios del siglo XIX se los vio llegar al norte de Tailandia en pequeños grupos. En su marcha seguían únicamente la línea de división de las aguas y llevaban consigo a sus mujeres, a sus hijos, a sus caballos batalladores, a sus perros de pelo duro y a sus semillas de amapola. Era la adormidera, el opio en flor nativo de la China. En 1912, un colono francés llamado Durozel descubrió que los Akha fabricaban alcohol y vendían el opio directamente a los comerciantes chinos del Yunan, sin pagar ningún impuesto.
Entonces inició la desgracia para ese pueblo. Los franceses se dieron cuenta de que el opio equivalía al oro para comprar armas, municiones, hombres y complicidades. Utilizaron a los Akha como aliados para librar sus guerras coloniales contra los comunistas vietnamitas y laosianos, y luego, al ser derrotados en Dien Bien Phu, los abandonaron a su suerte.
Los norteamericanos se vieron obligados a seguir esa política francesa de engaños y traiciones, y así fue que durante las décadas de 1960 y 1970 se veían aviones militares estadounidenses transportando la droga de contrabando a Bangkok, a Saigón, a las Filipinas, a pesar de que su gobierno libraba una lucha a muerte contra los estupefacientes y sus traficantes. El opio, el oro blanco, la moneda utilizada para negociar armas y almas, viajaba oculta en ataúdes de soldados muertos o en latas de leche en polvo con el emblema de organizaciones de caridad. Hipócritas de mierda. Con la misma impunidad siguen apoderándose hoy de la dignidad de otros pueblos del mundo.
Regresando a la cocina de la casa me acerco al hombre de torso desnudo que hace fuego sobre el mortero de piedra. Me convida té servido en un vaso hecho de un trozo cortado de bambú. Es un individuo delgado y movedizo, de dientes negros y estropeados, de baja estatura y rasgos asiáticos bien dibujados: ojos oblicuos, pómulos salientes. Nos entendemos a señas. La comunicación es imposible de otra manera.
El individuo se sienta en cuclillas sobre sus rodillas mientras fuma. Intento imitarlo pero me veo ridículo. Mi falta de costumbre se nota rápidamente. Admiro la flexibilidad de esa gente. Se doblan fácilmente como quieren en todas las posturas de sus piernas.


Antes de caer la noche los mosquitos llegan en grupos numerosos. Se pegan a la piel formando placas. Glotones, estúpidos y ruidosos, se queman en la llama cruda de las lámparas de carburo.
Después de comer un poco de pescado y de unos cambios de palabras el guía nos conduce hasta el final de un camino, sobre un linde de la aldea pegado a un arrozal seco. El lugar en que vamos a dormir. Es una choza nauseabunda y repugnante, sombría como un pozo.Tiene un mosquitero roto y el aspecto de un corral para las gallinas. Al verla preferí dormir en la selva.
Picados por los mosquitos o despertados brutalmente por el ruido de los animales, no pudimos dormir en toda la noche. Al amanecer los ruidos desaparecieron y los mosquitos se calmaron.





jueves, 10 de marzo de 2016

Tailandia: senderos primitivos


Aún es posible encontrar aldeas perdidas en lo alto de las montañas de Tailandia, en Laos o en Birmania, es decir, en aquellos lugares en los que todavía viven pueblos que fueron los primeros habitantes del sudeste asiático, como los Akha, los Karenes o los nativos de la etnia Yao.
Según una antigua leyenda del norte de Tailandia, esos antiguos pueblos tuvieron la misión de defender las comarcas meridionales de la China, y de enfrentarse a los ataques extranjeros. Así fue como lucharon contra los innumerables ejércitos invasores que trataron de someterlos (japoneses y comunistas vietnamitas por ejemplo), permaneciendo largos años en las alturas de las montañas, sin atreverse a descender a los valles.
Todavía hoy existe un antiguo proverbio tribal que dice: "si no temes al hambre, permanece en la montaña; y si no temes a la muerte y a las armas del enemigo, vete al llano"
Este es el relato de un viaje a esas aldeas perdidas en la selva, habitadas por antiguos productores y traficantes de opio, y por descendientes de guerrilleros tribales.
Durante el período en que transcurre esta crónica, Tailandia vivía bajo un hermético régimen militar, la moneda local (el Baht) cotizaba 35 a 1 con respecto al Franco suizo, los comunistas controlaban el vecino Laos y era el final de febrero, el tiempo en que termina la estación seca, la Nham Heng.

                                                                    El inicio
Salimos de Bangkok una tarde calurosa y nublada.
A las 16 horas caminamos por la pista de aterrizaje hacia el pequeño avión de una aerolínea local. Los únicos occidentales éramos nosotros y un muchacho francés. El resto del pasaje estaba compuesto por thais de la provincia o nativos asiáticos. Cinco minutos más tarde despegábamos. El aparato sobrevoló el Golfo de Siam a una altura de siete mil metros, y nos llevó durante algo más de una hora por una ruta de circunvalación que conducía al norte de Tailandia. En un mapa aéreo, el piloto había mostrado la ruta. Viraríamos por encima de Laos para volver a bajar sobre las cuatro fronteras, en aquella zona en que limitan la China, Tailandia, Laos y Birmania.
A través de la ventanilla procuré en vano divisar el paisaje. El suelo se veía con dificultad. Los últimos rayos del sol inflamaban las nubes, y sus bordes de algodón se volvían negros como papel de diario quemado. Sin embargo, a través de aquella mala luz pude ver un trozo de río de colores suaves como el viejo estaño. Era el Mekong.
Aterrizamos en una pequeña y polvorienta pista ubicada entre Chiang Rai y el Mekong, que los norteamericanos habían utilizado entre 1960 y 1970 como base para el lanzamiento de sus patrullas de reconocimiento, y para incursiones de Fuerzas Especiales en los territorios del norte, durante la guerra de Vietnam.
Cuando dejamos el aeropuerto ya había caído el sol. Cargamos nuestras mochilas y subimos a una moto-taxi que nos sumergió en una pequeña y desconocida población rural. Así llegamos a Chiang Rai.

                                                                   La misión
El objetivo de la travesía era intentar tomar contacto con los nativos de las minorías tribales.
Antes de viajar al norte de Tailandia había leído mucho acerca de esa región, pero de todos los textos y autores que consulté, me interesó uno en especial. Era el relato de un fotógrafo australiano llamado Philip Blenkinsop, quien en 1989 conoció la tragedia de los campos de refugiados en la frontera entre Tailandia y Camboya, y desde entonces se dedicó a viajar por países como Timor Oriental, Birmania, Indonesia y Laos. Él había descubierto en las montañas y selvas de Laos, la historia de un grupo de nativos de la etnia Hmong (originales de China), que habían sido reclutados y entrenados por la CIA norteamericana con el objetivo de librar una guerra secreta contra el gobierno comunista laosiano y sus aliados vietnamitas. Esas gentes nativas actuaron como mercenarios pagados y equipados por los norteamericanos.
Fue una guerra encubierta y cruel, cuyos detalles han permanecido en secreto durante más de 30 años. Esa historia de la traición norteamericana a toda una población tribal extremadamente leal, de la que primero se ganó su amistad para después abandonarla a su suerte en impenetrables junglas y colinas, fue la que atrapó mi atención. Así supe que familiares y descendientes de aquellos guerreros viven hoy como refugiados en Tailandia, en alejadas aldeas de la provincia de Chiang Rai.
Yo buscaba a toda costa la manera de ver a esas gentes e intentar charlar con ellos. Sentía curiosidad por todo lo que había en ese lejano país, por las razas que lo habitaban, por las lenguas que se hablaban.
Además de esos vibrantes relatos de guerra, me seducía también la idea de llegar hasta el mítico río Mekong, lleno de historias y de leyendas, investigar el cultivo del opio, ver el paisaje en las solitarias carreteras desde donde se contempla la triple frontera entre Tailandia, Laos y Myanmar (antigua Birmania), acercarme a las tribus de diversas etnias desperdigadas en las altas colinas y contemplar los verdes y exuberantes arrozales. Todos esos ingredientes eran la excusa perfecta que cualquier aventurero busca, para cargarse una mochila a la espalda y pasar unos días descubriendo ese misterioso rincón del planeta.

                                                              La marcha
Para llegar hasta las aldeas tribales de la Región Alta fue necesario encontrar primero un guía local, un baqueano o alguna persona que hablara la lengua y que conociera bien las sendas que subían por las montañas. Así dimos con Arthit, un muchacho de 27 años que hablaba inglés, nativo de la etnia Akha.
Con la piel más curtida que la mayoría de los thais, pequeño y robusto, de rostro ancho y nariz achatada, Arthit tenía la vitalidad de un animal. Conocía bien las sendas de la selva, las madrigueras de las bestias, sus costumbres: salía a cazar con una ballesta y un machete. Pero también era supersticioso y tenía miedo de los “fis” (los genios malos de la jungla), y cada tanto se ocultaba para ofrecerles pequeños sacrificios.
Nuestro guía tenía la timidez de sus antepasados, la reserva, y esa ligera tristeza que no los abandona nunca; la tristeza de esos viejos pueblos hostigados por invasores que llegaron del norte en oleadas sucesivas.
Antes de iniciar la marcha habíamos buscado información en una oficina gubernamental dedicada a los asuntos étnicos y tribales. Allí aprendimos más acerca de esas interesantes gentes. Veinticuatro horas después, nos hallábamos en medio de uno de los pueblos más primitivos y misteriosos del Asia. La aventura duró tres días y dos noches.
Partimos desde Chiang Rai una mañana bastante nublada, y desde que comenzamos a rodar por aquella tierra dura, me llamó la atención un olor particular, una mezcla ácida y podrida de hierbas quemadas y de hojas en descomposición: es el olor de la jungla durante la estación seca, la Nham Heng. Las mañanas eran frescas y el aire penetrante, y bajo las ceibas (esos grandes árboles de troncos blancos), se perseguían pequeños pájaros, cotorras y loros.
Mi mochila iba cargada con los elementos básicos y necesarios para pasar dos o tres jornadas al aire libre, durmiendo en chozas, en la jungla o en sitios desconocidos. Llevaba abrigo para protegerme de la lluvia, dos cantimploras para almacenar el agua, un botiquín de primeros auxilios, mi inseparable cuchillo de cazador, una pequeña cantidad de ropa interior de recambio (para mantener mi cuerpo lo más seco posible en todo momento y así evitar las heridas producidas comúnmente por la humedad), un par de sandalias con tirantes de goma (a utilizar en caso de tener que quitarme las botas o para descansar los pies), una colchoneta aislante para dormir sobre cualquier terreno, y mi equipo de fotografía. En un bolsillo lateral llevaba un mapa topográfico de la región y una brújula del ejército suizo, y del otro lado tabletas de glucosa y unas pastillas de quinina para contrarrestar posibles síntomas de malaria. Todo esto sumaba alrededor de 15 kg.

El primer día caminamos unos 20 kilómetros, deteniéndonos al azar en las aldeas para comer, beber agua fresca y refugiarnos del calor. En los alrededores de Chiang Rai habitan algunos centenares de nativos repartidos en cuatro grandes aldeas enclavadas en el fondo de unos claros.
Caminábamos por un sendero rumbo al norte, en dirección al poblado de Doi Tung, donde hoy se cultiva el café en lugar de la adormidera, materia prima de la cual se extraía el opio. Los troncos de los árboles eran de un blanco lechoso, negros como piedras o rojos como la sangre. Se levantaban como pilares a treinta y hasta a cincuenta metros de altura, en medio de una luz viscosa, parecida al de un acuario mal cuidado. El follaje formaba un techo que el sol no llegaba a atravesar nunca. Muy pocas o ninguna flor. El suelo estaba tapizado por una espesa capa de humus y las malezas, enredaderas y lianas se elevaban hasta la altura de un hombre. De a ratos, el guía abría el camino a golpes de machete, entre aquellos tentáculos que dejaban gotear, cuando se los cortaba, espesos jugos melolientes.
Muchas otras lianas colgaban desde las ramas altas, flotando como algas sobre aquel mar verdoso e inmóvil. Se entrelazaban con los árboles igual que viejos cabos podridos. Muy rara vez la vista alcanzaba a pasar de los veinte metros.
Nos detuvimos en un cobertizo de bambúes y techo paja, pegado a un arrozal seco que crujía bajo el sol. Dos mujeres con turbantes cuadriculados sobre sus cabezas labraban la tierra, y un niño pequeño jugaba dentro de un paraguas abierto sobre el piso de cañas, bajo la mirada de su madre que lo vigilaba en cuclillas. Los observamos durante un corto tiempo, sin saber muy bien que decir.

Caminábamos bajo un sol escondido entre las nubes que comenzaba a tornarse implacable. El aspecto de Arthit, nuestro guía, era pesado y más bien lento, pero tenía el rostro y las manos curtidos por el sol y la lluvia y andaba con el paso equilibrado de los hombres que han recorrido la selva. Por un instante me sentí tranquilo al descubrir eso.
El sendero subía por las laderas de las colinas y se retorcía de a ratos penetrando una y otra vez en junglas oscuras, habitadas por sonidos de animales invisibles, bosquecillos de bambúes y árboles frutales, para volver a bajar luego a amplios valles cultivados entre los picos azules del horizonte. Había arrozales secos y búfalos de agua que chapoteaban en pequeños charcos de barro, a los costados del camino.

En aquella senda nos cruzamos con un individuo bajo, flaco, moreno y con el torso desnudo, que calzaba botas militares. Estaba empapado en transpiración y al hombro llevaba colgada un arma. Un cazador. Parecía que llegaba desde lejos y que había vivido semanas en la jungla. Sus pantalones estaban desgarrados. Iba equipado con un excelente fusil de precisión, provisto de un sistema de cerrojo Mauser del calibre 7.62 milímetros, y de su gastada mochila de lienzo verde asomaba la empuñadura de madera del machete.
Llegamos a la choza de un hombre solitario que vivía al lado de un bosque de bananos, provisto de enormes hojas brillantes que el viento agitaba como si fueran hélices.
El guía comenzó una charla con aquel hombre evasivo y agachado junto a su perro, de cráneo rasurado, de rostro desafiante y de marcados rasgos de jefe guerrillero. Me acerqué y me puse en cuclillas cerca de ellos para escuchar. No entendí una palabra. Hablaban en un dialecto imposible de identificar. Era una mezcla de chino y de thai: la lengua de todos los traficantes de opio de la Región Alta y de Laos.


El hombre nos ofrece enseguida algo para fumar. Para un nativo de esas etnias, fumar equivale a entregarse a un acto viril. Así lo hacían sus ancestros con la droga extraída de las amapolas que cultivaban ellos mismos en sus campos. El guía y yo nos tendemos entonces frente al hombre, que nos alarga una pipa. Al primer contacto con la boca sentí la suavidad de la hierba, con un ligero gusto a violetas.
Bajo la sombra vacilante de aquella choza, entre la espesa penumbra que nos protegía del ardiente sol, flotaba el olor penetrante, graso y a la vez suave de la pipa cargada con la hierba de Chiang Rai. A la primera larga pitada sentí ganas de toser, pero lo contuve. Inexperiencia de fumador. Repetí la operación dos o tres veces más. Ya en la boca, un gusto desagradable inundó mi estómago y me dieron ganas de vomitar. El humo espeso olía a tierra, a plantas podridas, como un pozo recién cavado en un jardín. Abandoné la aventura tan rápido como la había iniciado. Solo tenía la inquietud de conocer aquel gusto, y además había que seguir el camino.
Luego del mediodía nos detuvimos en un claro de la selva para comer. Sentados en el suelo sobre anchas y verdes hojas de banano, tragamos nuestras pequeñas raciones de arroz pegajoso con “nuoc-mam”, una salsa picante hecha a base de pescado podrido.

Durante la comida, el guía Arthit nos contó que era un ex soldado, y habló de unos combates que se libran en el sur del país (en la frontera con Malasia), contra una guerrilla islámica que hostiga a monjes budistas, a civiles y a viajeros. Malditas guerras religiosas, terminan siendo siempre un gran ajuste de cuentas entre rufianes mal hablados que se jactan de eruditos.
Al reanudar la marcha pasamos por una aldea de la etnia “Lahu”, que vegetaba tranquilamente bajo el sol al final de unos senderos bien disimulados en la selva. En su idioma, la palabra “Lahu” significa “los que asan la carne del tigre”, y deben ese nombre a unos antiguos rituales en los que sacrificaban grandes animales atados a un poste. Generalmente eran búfalos de agua, con cuya sangre se pintaban los cuerpos desnudos de los hombres jóvenes de la comunidad. El hechicero de la aldea los conducía luego a lo profundo de la selva, frente a un árbol grande, y les hacía recitar fórmulas mágicas que ellos no comprendían. Luego les cortaba la piel con la punta de una flecha y mezclaba la sangre con la tierra. Eran guerreros, cazadores, y creían que con esos amuletos se volvían invulnerables a las balas, a los cuchillos y a las malas enfermedades que producían los genios malos de la jungla. Eran gentes crédulas y supersticiosas, cualidad que fue fácilmente utilizada por los soldados Boinas Verdes norteamericanos en su carrera por reclutar aliados para la guerra sucia contra el comunismo en Asia. Esos hombres de la aldea, de apariencia tranquila y mirada lejana, eran en realidad viejos mercenarios o descendientes de ellos.
Nos invitaron a tomar un whisky fuerte fabricado a base de arroz, y vimos como trabajaban las mujeres, mientras los hombres se mantenían ociosos, en actitud de abandono, siempre fumando y recostados en el suelo o en hamacas que colgaban de las paredes de sus pequeñas chozas.
El sendero subió en espiral bordeando una colina pelada, negra, desnuda y arrasada por el fuego. Desde la cima se podía contemplar un mar oscuro de selvas.
Al frente se extendían montañas despanzurradas por las que corría como sangre una tierra de color rojo.

Llegamos a una nueva aldea al caer la tarde, agotados y embrutecidos por la sed. Allí dormimos la primera noche.