Hace dieciséis años y un mes que abandoné la provincia donde nací, y hace seis años y un día que falto de mi país. No hay nostalgia ni rencor en mi recuerdo. Solo es eso, un recuerdo.
El día que me fui de la Argentina, septiembre del 2011, Buenos Aires despertaba bostezando en una mañana fresca, nublada, con la misma humedad de siempre.
Como todo final de semana, las calles del barrio de Balvanera eran desde temprano un quilombo de gritos, de bocinazos, de apurones, puteadas entre taxistas y colectiveros que esperaban en el semáforo, diarieros que regulaban su aullido profesional.
Crucé plaza Miserere y avenida Pueyrredón a la altura de Rivadavia y me senté a una mesa del "Escorial", junto a la ventana. Pedí "La Nación", un café y un tostado y sin querer oí la charla de unos borrachos que se acodaban en una esquina del mostrador. Conversaban con un mozo acerca del triunfo de Boca, de porqué la nicotina terminaba tiñendo de amarillo los bigotes y cosas así.
No se porqué recuerdo esto ahora. Tal vez al final sea un poco de nostalgia de la ciudad, que se yo.
Mis recuerdos mas fuertes de Argentina terminan llevándome casi siempre a Zarate, a la casita de la calle 3 de febrero, a la chica rubia de los sábados por la noche, a los compañeros del club y a los amigos de la facultad.
Al final nunca conseguí recibirme de periodista, pero logré obtener unos carnets que me identifican como cronista. Creo que con eso basta por ahora. Y entonces pienso en lo que dijo Mark Twain, en aquello de que "el periodismo es la manera mas interesante y culta de ser pobre".
No voy a explicar las razones de porqué me fui del país como si fuera un marinero borracho en una taberna de puerto. Solo decidí mirar hacia adelante y quedarme con lo mejor.
Ahora la mochila está sobre mi cama. Tiene diez años, muchos trotes y algunas heridas: Tailandia, Laos, Belice, Turquía, Perú, México, Guatemala, Bosnia y su Sarajevo, Croacia, y la lista sigue. Es una buena compañera. A su lado, desplegadas en un desorden ordenado están todas las cosas imprescindibles que le caben dentro. Antes de la última mudanza las guardaba en una caja. Era fácil: bastaba con volcarlas sobre la mesa con la seguridad de que nada importante se quedaría atrás: colchoneta, baterías para la computadora, libros, cuchillo y algo de ropa.
Soy un maniático que no tiene mucho pero que conserva algunas cosas específicas como si fueran amuletos de la suerte, aunque tampoco creo en ellos. Parezco un curandero que arrastra crucesitas y vírgenes. Son parte de un equilibrio invisible que no quiero alterar. Porque con la suerte no hay principios: lo que funciona, funciona, y lo que no, pues no.
Escribo estas notas rodeado de papeles, de libros y de cosas que nunca puedo olvidar: mi vieja billetera de cuero marrón (que mas que billetera es un talismán), pasaporte, apuntes varios y la navaja suiza. Hace un mes comencé el trabajo de escribir mi primer novela y tengo un libro de John Williams que compré hace poco y que según dicen es una historia muy bien escrita. Tal vez me ayude a comprender un poco mas acerca de las letras, y de la gente. Todavía no lo se pero allí sigo. Hay tiempo; las noches son larguísimas.
Cuando me fui de la Argentina no avisé a casi nadie. No me gustan las despedidas ni despedirme en exceso. He leído que existe una tendencia humana a quedarse atrapado en lugares que ya no te pertenecen, bien porque te fuiste, bien porque te echaron. Sucede con los trabajos, con las mujeres, con los amigos, con los países. Entonces uno puede instalarse en el rencor, culpar a otros. El rencor no modifica el pasado, solo perturba el presente, te empuja hacia la melancolía.
Me he ido de tantos lugares que aprendí a cerrar la puerta detrás mío sin dar portazos, en silencio. Elegí mirar hacia adelante, y allí sigo. Pienso en mis amigos y les deseo lo mejor, porque se lo merecen.
Y por ahora no digo ni una palabra más, que por hoy ya dije demasiado.
"Los que pueden, actúan. Los que no pueden y sufren por ello, escriben. El acto de escribir, constituye una de las acciones mas profundas del sentir del ser humano. Ayuda a quemar la grasa del alma"
Ernest Hemingway.
sábado, 25 de febrero de 2017
domingo, 19 de febrero de 2017
Buenos y malos
Estoy seguro de que a ustedes también les habrá pasado alguna vez. En ocasiones, una simple palabra, una frase, una imagen, desencadenan una serie de recuerdos gratos o ingratos. En este caso fueron de los dos. Me ocurrió hace unos pocos días, hablando con un amigo acerca de la crisis económica, de las fronteras y de los azares migratorios que a veces tocan ver o vivir por allí.
Este amigo había dicho una cosa como: "no es un sitio para débiles", o algo así.
Entonces el comentario me salió de forma automática: "que mundo de mierda", dije. Luego, tras un instante, caí en la cuenta de que no para todos es así. Que a algunos todavía les queda la esperanza de que algo cambie. Pero mi primera asociación de recuerdos (y debe ser por las malas fotos que conservo en la cabeza o por las sensaciones que me quedan), me llevó a responder eso. Creo que después de todo soy un tipo afortunado y que al final, aquéllas aventuras terminaron siendo solo horas dichosas, supongo.
Como les contaba, hablábamos con este amigo acerca de sitios realmente duros en el planeta y de lo lejos que nos parece todo cuando vivimos desconectados de ciertas realidades, abstraídos en nuestros pequeños universos personales. Yo le decía que a veces son curiosas las cosas que nos terminan afectando, y que, por ejemplo, cuando uno se encamina a una zona de conflicto piensa que luego no podrá dormir por los muertos que verá allá. Pero al final la cosa resulta ser mucho más inesperada, y son otras las cuestiones que terminan tomándote desprevenido. Son esas cosas las que, al final, terminan trastornando un poco la cabeza.
Creo que puedo decir que una de las cosas que más me han impresionado en mi vida no ocurrió precisamente en una zona en guerra. Fue hace un tiempo largo en un barrio de las afueras de Cusco, en el Perú, cuando conocí a Marcos, un niño de nueve años que vendía velas y limpiaba zapatos en la plaza de armas de la ciudad vieja. Era el hijo huérfano de unos campesinos que habían sido brutalmente arrancados de la tierra y se habían desintegrado en la ciudad. Vivía con una tía que tenía seis hijos y que cocinaba anticuchos y lavaba ropas ajenas a cambio de un salario mensual equivalente a 180 Euros.
La conversación con aquel niño fue para mi mucho mas impactante, más sorprendente y más reveladora que ninguna otra situación vivida en otras zonas de conflicto. Y, al tiempo, después de haber tenido la oportunidad maravillosa de vivir esa experiencia, comencé a pensar en lo fuerte que podía ser realmente el ser humano.
Fue allí que me di cuenta de que este mundo de mierda en que vivimos no es lugar para débiles, y que a la hora de sobrevivir bajo presión, las personas tendemos a ser un poco como los perros: olemos el peligro a nuestro alrededor y nos olemos entre nosotros, para saber donde atacar o hacia que dirección seguir corriendo, en caso de.
Es muy básico en realidad, pero es lo que pienso. Igual que los perros, el ser humano enfrentado a situaciones realmente extremas busca abrazarse a otros seres que están preparados, que tienen algo dentro que los entiende, que abrazan esa experiencia dura por la que están pasando. Eso es a lo que llamo "sobrevivir".
A veces uno tiene el privilegio de plantarse frente a alguien que es gigante, como lo era Marcos, y entonces uno se da cuenta de lo pequeño que es, y que básicamente lo que tienes que hacer en ese momento es callarte la boca y escucharlo, darte cuenta de que estás frente a una realidad que es imposible de no ver. Aquella tarde en la sierra frente a aquel niño que limpiaba zapatos me estremecí como no recuerdo haberlo hecho antes o en otra oportunidad. Ahí me di cuenta de que poder ver y contar aquello, de tener el privilegio de conocer a esas personas y de compartir con ellas, era un regalo.
Y ahora tal vez venga la parte buena de este cuento. A pesar de que en el mundo hay muchos bastardos, yo intento no creer en ellos. Ni en ellos ni en los otros imbéciles que se dicen buenos. Trato de pensar mas bien que el mundo es como el cine: en las películas, si el bueno es muy bueno y el malo es muy malo, lo que termina siendo malo es la película.
Entonces yo creo mucho en los grises, en las personas que cuentan las cosas como son por mas que duelan y no en los que especulan con el dolor ajeno para ganarse una buena reputación. En lo posible, intento no justificar a las personas con las que me toca hablar, trato de no juzgar. Oigan, dije trato, pero sigo siendo humano y algunas veces me cuesta bastante.
Creo, sinceramente, que todos llevamos la maldad adentro. Y no es preciso hacer tanto esfuerzo para darse cuenta de ello. Uno se asoma en internet al foro de un diario deportivo y ve como la gente tarda tres o cuatro comentarios en llamarse "hijo de puta, ojalá te mueras". La violencia y la maldad es algo que tenemos dentro y que vivimos todos, sin excepción. Porque yo también soy bueno algunas veces y otras veces malo, sépanlo.
Todos somos todo al mismo tiempo, y en este tiempo en el que la ficción de la tele (por ejemplo), crea unos personajes tan extraños por los que no sabemos que sentir, el periodismo, que debería ser el verdadero especialista en esos grises de la naturaleza humana, camina muchas veces hacia la "comida masticada", hacia esa opinión fácil de contar solamente lo que la gente quiere oír, de decirles todo aquello que tienen que pensar, según ellos. Pienso que todos deberíamos de confrontar contra esa complejidad de comodidad, que al final nos esclaviza.
En todo el mundo pasa lo mismo, y me refiero a todo el jodido planeta. El sistema de medios de un país como Argentina, por ejemplo, no está hecho para informar sino para reforzar todo aquello que la gente piensa: ser de derecha o ser de izquierda, leer Clarín, leer La Nación o no leer un carajo, directamente, y que todo el resto te importe una mierda. Para mi, todo eso no habla más que de una sociedad enferma.
Lamento haber perdido contacto con aquel nene de la sierra peruana, con Marcos. Es difícil imaginarme como estará ahora, si vivirá o no y si vive que andará haciendo. Saber si dentro de unos años será el hombre más honesto o el más piadoso o un nuevo y perfecto hijo de puta. Pero de lo que no me cabe duda es de que, cuando lo conocí, era un niño valiente.
miércoles, 15 de febrero de 2017
Laos: la guerrilla fantasma abandonada por la CIA
Un equipo periodístico de Enlace Crítico viajó al sudeste asiático y se
internó en la selva del norte de Laos en busca de una historia oscura, desconocida
y violenta pero a la vez apasionante. Este es el relato acerca de un grupo tribal
que fue abandonado por la CIA norteamericana, después del último conflicto que
desangró a esa región de Asia. Cuarenta y dos años después, la guerra de
Vietnam todavía continúa para el pueblo Hmong. Esta es la historia moderna de
David contra Goliat, es el “Apocalypse now” del siglo XXI.
Después de tres días de tediosa espera en una húmeda y calurosa
habitación de hotel en Chiang Kong, cruzamos la frontera tailandesa atravesando
en lancha el río Mekong e ingresamos en Laos.
País comunista, Laos intenta promover ante el mundo una falsa imagen de paz
y tranquilidad. “Laos no problem, notigs hapens hier” (aquí no ocurre nada,
nada sucede) ”, dice en un mal inglés el guardia fronterizo, sentado sobre una
pequeña butaca de madera dentro de su puesto de control y con una gran sonrisa
dibujada en la cara. Tiene un fusil automático Kalashnikov apoyado sobre las
rodillas.
Logramos contactar a un guía local que estuviera dispuesto a mostrarnos
el sendero por la selva, después de mucho investigar y luego de sobornar a la
policía turística con 950.000 kypes (moneda local), unos 120 dólares
norteamericanos. Traíamos la información de un posible contacto seguro desde
Tailandia. El hombre cobró su dinero y nos condujo en una moto-taxi a un templo
budista en donde nos esperaban unos monjes. Ellos protegían la identidad de
nuestro guía.
Cuando llegamos, a las cinco de la tarde, el templo de Huay Xay,
con sus mohosas paredes y sus escaleras adornadas con dragones, se hallaba
todavía sumido, como toda la ciudad, en el sopor pegajoso que solo se disipa
con la primera lluvia violenta de la tarde.
Huay Xay se encuentra a dos horas y media de camino por la carretera que
viene desde Chiang Rai, la última ciudad tailandesa de la frontera, al borde de
la selva y a orillas del río Mekong. Esa posición geográfica convierte al sitio
en un lugar discreto y cómodo, para mezclarse entre los turistas y pasar
desapercibidos antes de iniciar la marcha clandestina rumbo al este, a las
montañas. La aguas rojas del río sirvieron de cementerio para todos aquellos a
quienes los soldados comunistas no consiguieron convencer. A veces los
pescadores encontraban los cadáveres, pero no lo denunciaban para evitar
complicaciones. “Notigs hapens hier”.
Cuando tomamos contacto con él, nuestro guía esperaba arrodillado y
descalzo sobre el suelo. Era uno de esos tipos que en la calle no tienen nombre
ni rostro ni nada que lo identifique. Oficialmente no existía. Estaba en una
gran habitación vacía donde otros monjes oraban cantando mantras, con sus
cabezas rapadas. Humos de incienso y olores de sándalo quemado escapaban a
través de dos ventanas provistas de barrotes que daban a un patio de tierra
flanqueado por palmeras, donde unos niños pequeños de piel oscura merodeaban
desnudos por los alrededores.
Gruesas gotas de agua reventaron en el patio, trayendo consigo intensos
aromas de tierra negra, de frutas dulzonas, de pantano y de podredumbre, que
son los olores de la estación de las lluvias en Laos.
El largo viaje comenzó en el ocaso del crepúsculo vespertino, cuando
cargamos las mochilas sobre un tuc-tuc (moto taxi), y pusimos rumbo hacia el
este, hacia los límites de Huay Xay donde cambiaríamos de vehículo rumbo a la frontera
con Vietnam, una jungla virgen y oscura enclavada entre unas montañas donde no
llegan los turistas.
De madrugada llegamos a Muang Phouan, que singnifica “ciudad
horizontal”, una provincia del nordeste de Laos ubicada a cinco o seis horas
desde Huay Xay a bordo de un viejo camión Bedford. El sitio tiene en gran parte
una topografía montañosa, con valles poblados de verdes arrozales entre los
picos dentados de unas colinas azules. En esas regiones apartadas, unos
centenares de personas siguen combatiendo en lo más profundo de la selva, y
muriendo en una guerra que oficialmente terminó en 1975. Cercados por bases del
Ejército laosiano, esos hombres, mujeres y niños se esconden en las zonas más
inaccesibles de la región de Phu Bia.
Son los restos de una guerrilla creada
por la CIA norteamericana, cuyos agentes reclutaron a los miembros de la etnia
Hmong, una fuerza de combate que llegó a contar con decenas de miles de
guerrilleros. Su misión era detener el avance de los vietnamitas comunistas en
Laos y hostigar mediante emboscadas y golpes de mano la crucial ruta Ho Chi
Minh, utilizada para enviar suministros y armamento al sur de Vietnam. Esta
tribu Hmong, que ya había ayudado a los franceses durante la Segunda Guerra
Mundial y en la guerra por la recuperación de la Indochina colonial, se empleó
a fondo también durante la campaña que los norteamericanos libraron contra el
comunismo en esta parte de Asia.
Entre las víctimas anónimas de la Guerra de Vietnam está el pueblo
Hmong, una etnia de origen chino que combatió junto a los norteamericanos desde
la clandestinidad. Este es el sufrimiento de una minoría olvidada por casi todo
el mundo, es el ejército perdido de la CIA.
Los Hmong ya sufrían discriminación y tenían fama de buenos guerrilleros
cuando la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA), los empezó a
reclutar sobre el terreno en la mayor operación encubierta de su historia. En
Laos, país declarado neutral que acabó convertido en otro frente de la Guerra
Fría, estas fuerzas indígenas ayudaron a atacar la ruta de suministros
comunista y a rescatar pilotos de norteamericanos caídos. Una colaboración
contra un enemigo común que les salió cara. En 1971, el ejército Hmong estaba
formado mayoritariamente por menores de 16 años y mayores de 45. La metralla
había laminado a las generaciones intermedias. Tras la retirada yanqui, su
situación empeoró. Los hmong fueron abandonados por la administración
estadounidense debido al carácter no oficial de sus actividades. Desde entonces
las autoridades laosianas persiguieron y masacraron sistemáticamente a muchos
de ellos. A algunos los enviaron a campos de reeducación de los que no
volvieron. Otros lograron escapar a Tailandia. Algunos pocos consiguieron
asentarse en Estados Unidos después de recibir de la ONU el estatus de
refugiados políticos. Pero hubo un grupo que decidió no rendirse y ocultarse en
la jungla. En los años 70, dicho batallón fantasma sumaba 50.000 milicianos. En
los 90 seguía teniendo 10.000. Desde entonces, ha sido diezmado con armas
químicas, ha sufrido tortura y se le ha intentado exterminar como si fuese una
plaga. Huir a la selva y seguir luchando fue la única alternativa viable para muchos. El ejército de Laos los persiguió y, hoy en día, a pesar de que oficialmente niega su existencia, sigue haciéndolo.
El trabajo de los agentes norteamericanos de la CIA consistía en
reclutar civiles Hmong, jóvenes o viejos, darles un entrenamiento militar
básico y equiparlos con radios y balizas camufladas en hojas o piedras para que
pudieran usarlas tras las líneas enemigas. Ellos deambulaban por ahí y cuando
veían una concentración de vehículos, municiones o tropas, dejaban caer estos
dispositivos. Los norteamericanos recibían la señal, recogían al equipo en la
zona y tan pronto como tenían la seguridad de haberlo extraído, solicitaban
apoyo de fuego a la fuerza aérea mediante las coordenadas topográficas del
lugar exacto de donde procedía esa señal. Era un trabajo efectivo y simple, de
bajo costo y alto rendimiento.
En la actualidad el ejército fantasma no llega al centenar de efectivos,
aunque en el campamento hmong cercano a Phu Bia (un punto ciego en el espesor
de la selva), aquellos con capacidad para manejar un arma de fuego tal vez sean
bastantes menos. Es el fantasma de la Guerra de Vietnam y el drama de los que
fueron dejados atrás.
Es necesario hacer un viaje al corazón de las tinieblas para conocer de
cerca a unos hombres, mujeres y niños silenciados por los gobiernos y los
cronistas oficiales. Es, quizá, el relato del final de una civilización. Son
pocos, no le importan a nadie y el mundo puede ignorarles sin mucho problema.
Pero el problema es que existen.
Ocultos en la selva
Con la primera luz del amanecer llegamos a una aldea polvorienta ubicada
sobre un arroyo en el fondo de unos claros de la jungla. La pétrea frialdad de los
campesinos me detuvo. No parecían desear que estuviéramos ahí, o no les
importaba. Se limitaron a permanecer parados, viéndonos pasar, silenciosos e
inmóviles, sin mostrar alegría ni pesar ni ira ni temor. Sus ojos imperturbables
poseían una cruel indiferencia. Me detuve frente a una choza donde una mujer
vieja daba de comer a unos pollos. Me vio y no dijo nada. Iba adornada con
collares que parecían de plata y un extraño tocado en la cabeza del mismo material.
Veía la presencia de aquellos extranjeros como una invasión o un desastre
natural que arrasaba su aldea y, aceptando que eso era parte del destino, no
sentía por nosotros más de lo que podía sentir por una inundación. Tal
pasividad me pareció inhumana. Podría tratarse de una máscara estoica que
ocultaba profundos sentimientos de tristeza o de furia, pero si se trataba de
eso, su capacidad de controlar las emociones resultaba igualmente inhumana. Así
lo exigía su supervivencia. Igual que las grandes montañas de Laos, esos
campesinos duraban.
En aquella aldea nos recibió el jefe de una columna móvil que nos conduciría
por el tramo final del camino, a un día y medio de marcha por la jungla, hasta
el campamento guerrillero. Era un hombrecillo minúsculo y movedizo, con el
rostro triangular y los dientes amarillentos teñidos por la acción de mascar betel
(una fruta silvestre parecida a la nuez). Levaba el torso desnudo, estaba descalzo
y parado sobre el suelo de su cabaña elevada sobre pilotes. Nosotros también
nos quitamos las botas antes de entrar. Hizo fuego en una hoguera y bebimos té.
El recinto era mediano y tenía una luz natural extraña y sucia, que se filtraba
por las rendijas de las paredes de tabla a través del humo de la lumbre. Mazorcas
de maíz, bolsas de arroz y recipientes varios colgaban de las paredes. No había
muebles y nos sentamos directamente en el suelo para charlar.
El hombre habló
con el guía en un dialecto incomprensible, una mezcla de chino y de thai; la
lengua de los traficantes de opio. Habló durante un tiempo con una entonación
nasal, chillona, y se refirió a la situación de los combatientes que resistían
en las montañas, los ataques del ejército. Luego de un rato se levantó del
suelo y se fue en busca de otros hombres.
El guía de la patrulla nos condujo por una ciénaga y luego en el ascenso
de una sierra de doscientos cincuenta metros de altura. La única senda para
escalarla consistía en un paso de animales de caza. Al principio resultó fácil.
Poco después la cuesta se volvió tan escarpada que tuvimos que seguir gateando,
apoyados en las manos, aferrándonos a las grises raíces de las caobas,
adelantando un pie a la vez, jadeando y transpirando en el aire húmedo. A veces
un hombre caía y derribaba a los otros que esperaban abajo. Arbustos espinosos
clavaban sus garras en la ropa y en la carne, enredaderas del diámetro de una
cuerda se enroscaban en los brazos, en las piernas y en las mochilas con una
tenacidad casi inhumana. Cuando finalmente llegamos a la cresta consulté el
mapa y la hora: en cinco horas habíamos avanzado algo menos de un kilómetro.
Nos empeñamos toda la tarde en cruzar aquella maldita colina del
infierno, hasta que la noche cayó sobre nosotros como un rayo y entonces el guía
ordenó a sus hombres asegurar un perímetro para establecer una base de patrulla
reducida. Dormitamos de a ratos durante toda la madrugada, sentados en un círculo
cerrado y recostados sobre nuestras mochilas, las piernas apuntando hacia
afuera y la espalda hacia el centro, todos juntos y apretados, apoyados por
cinco hombres armados que escrutaban la noche como animales perseguidos, con
los músculos agotados, los ojos cansados, sin quitarnos las botas y sin
encender fuego.
Al llegar al campamento nos recibieron unos hombres vestidos con una
especie de uniforme militar; sentados en cuclillas, algunos llevan camisas verdes, otros de tela negra, iban descubiertos o tenían sombreros de jungla. Todos vestían pantalones gastados,
desgarrados, con sandalias fabricadas de viejos neumáticos. Algunos tenían
marcas de viejas heridas alrededor del cuello y en las piernas. Colgados al hombro o a la
espalda y con la correa sobre el pecho, fusiles automáticos chinos, viejos rifles norteamericanos y lanzacohetes rusos RPG.
Algunos llevaban mochila de
campaña y otros transportaban pedazos de una tela alargada con forma de
chorizo: un budín de arroz.
Muy jóvenes la mayoría, muy ancianos otros, de piel amarilla, tenían
bien marcados los finos rasgos asiáticos: párpados tirantes, cejas apenas
dibujadas, pómulos altos. Charlaban entre ellos en una lengua incomprensible.
Eran montañeses, los Hmong. Tenían las miradas duras y las bocas crispadas.
Había niños entre ellos, chiquillos de entre siete y nueve años equipados para
la guerra con fusiles verdaderos, cargando verdaderas granadas de fragmentación. No jugaban a los soldados, ellos iban al combate.
Algunos hombres llevaban a sus pequeños hijos amarrados a la espalda, como pequeñas crías indefensas espiando desde atrás. Asumían el rol de sus mujeres, asesinadas por el ejército o muertas de enfermedad o heridas o imposibilitadas.
Algunos hombres llevaban a sus pequeños hijos amarrados a la espalda, como pequeñas crías indefensas espiando desde atrás. Asumían el rol de sus mujeres, asesinadas por el ejército o muertas de enfermedad o heridas o imposibilitadas.
Durante
las noches las sanguijuelas y los mosquitos los devoraban porque su jefe les
prohibía encender fuego. A las cuatro de la mañana se levantaban a patrullar y
a recorrer los senderos, las posibles avenidas de aproximación del enemigo.
Preparaban su magra comida. Cuando comían arroz era porque encontraban restos abandonados
por los soldados laosianos, pero generalmente se alimentaban de raíces, de
hojas, de tubérculos que recogían durante las jornadas de patrulla. Eran
flacos, huesudos, los músculos anudados y pegados a las articulaciones.
Shang Lin lucha en una guerra que oficialmente terminó hace 40 años.
Dice que cuando sea grande le gustaría ser médico, pero por el momento marcha
de patrulla y hace guardia con un fusil AK-47 casi de su misma estatura.
“Mataron a mi abuelo, tomé su fusil y comencé a disparar. Sólo veía los
fogonazos. Había muertos por todas partes”, relata un niño de 10 años que no tendría por
qué saber cómo funciona el mundo.
Sobrevivir, sin embargo, es lo primero que
aprende cualquiera en los campamentos Hmong de Laos. Allí cada día en pie
cuenta como una victoria. Sólo los más viejos del lugar recuerdan el día exacto
en el que sus vidas cambiaron para siempre. Fue el 30 de abril de 1975, cuando
Estados Unidos abandonó Saigón a la carrera ante el avance de las tropas
norvietnamitas. Con el ruido de los helicópteros de evacuación se despidió del
sudeste asiático la mayor potencia militar del mundo. Un millón de combatientes
y 2,5 millones de civiles habían muerto en dos décadas de enfrentamiento
armado.
Cae la noche nuevamente sobre la oscura jungla que nos devora. Nos disponemos
a intentar dormir cuando un grupo de niños-guerrilleros sale por las sendas a
hacer reconocimientos y a montar trampas. Es una guerra anónima que no cuenta
con un frente delimitado y se tiene una sensación de incertidumbre al atravesar
la línea indefinida entre la zona de seguridad y la “tierra de nadie”.
Por la mañana volvemos al sendero que conduce a los poblados de los
valles e iniciamos el descenso, un accidentado camino de regreso hacia la cruda luz del sol que calcina
los arrozales.
Saliendo de aquella jungla montañosa en Laos tenemos la sensación de que los seres humanos nunca han terminado de aprender ciertas lecciones.
Saliendo de aquella jungla montañosa en Laos tenemos la sensación de que los seres humanos nunca han terminado de aprender ciertas lecciones.
El mundo necesita urgentemente más instrucciones de humanidad, y más horas de historia
en el colegio.
viernes, 10 de febrero de 2017
El papá de las Fuerzas Especiales
Hace un año, cuando me encontraba viajando por un país llamado Myanmar
(antigua Birmania), cerca de un río marrón y en lo profundo de la selva
fronteriza pegada al norte de Tailandia, recordé que en mis años militares un antiguo
jefe me había hablado una vez acerca de un hombre extraño. Era un inglés
excéntrico y a la vez brillante que durante su niñez había sido unos de los primeros practicantes del escultismo, y es el dueño de la pintoresca historia que a
continuación les paso a relatar.
El 12 de febrero de 1943, hace setenta y cuatro años, ocho columnas inglesas mandadas por un coronel llamado Charles Orde Wingate, de treinta y nueve años de edad, marcharon secretamente desde la India
a Birmania, atravesando las líneas japonesas, y sembrando por más de tres meses
la confusión y el pánico entre los alarmados nipones. Se movían éstos con
frenética agitación de aquí para allá, como las abejas de un panal desbaratado,
buscando y persiguiendo a los atrevidos irruptores, pero nunca pudieron
atraparlos ni alcanzarlos. Las guerrillas de Wingate ejecutaban sabotajes y emboscadas, barrían las avanzadas
japonesas, volaban puentes y ferrocarriles y destruían aeródromos y carreteras.
Los Chindits (nombre que Wingate dio a sus soldados, tomándolo del de
los dragones que guardan los templos de Birmania), penetraron cerca de 500
kilómetros en el territorio ocupado por los japoneses y efectuaron una heroica
retirada a la India. Las bajas que tuvieron no alcanzaron ni aun al mínimo que
los jefes más optimistas habían calculado.
Aquella expedición fue sin duda uno de los episodios más novelescos de
la Segunda Guerra mundial. He aquí sus resultados: alivió a los chinos de parte
de la presión que sobre ellos ejercían las fuerzas japonesas; obtuvo valiosos
datos que la fuerza aérea inglesa (RAF) aprovechó para varias irrupciones
devastadoras; estorbó el avance de los japoneses, y, probablemente, hasta
impidió la invasión de la India. Sirvió, sobre todo, de ejemplo de la táctica
que debe adoptarse para la reconquista de países con geografía selvática y de
la preparación que ha de darse a las tropas que tomen parte en ella. Los
gurkas, birmanos e ingleses que componían esa expedición demostraron que los
japoneses no eran ya amos invencibles ni irresistibles de la jungla.
El regimiento inglés de los Chindits de Wingate lo formaban tropas de
segunda línea, compuestas, en su mayoría, por hombres casados, de veintiocho a
treinta y cinco años de edad, reclutados en el norte de Inglaterra.
"Tendrán ustedes que volverse unos Tarzanes", les dijo Wingate a
estos soldados, y los tuvo seis meses enteros en las selvas de la India,
ejercitándolos, bajo una temperatura abrasadora, en el paso de ríos, en la
infiltración de las líneas enemigas, en largas machas con equipo pesado. Así
sacó de ellos tropas de asalto bien instruídas, resueltas, capaces de
sobrellevar la mayores fatigas. De lo riguroso de tal programa, podrá juzgarse
por lo que decía un soldado al volver de la incursión: "Comparada con los
meses de instrucción, toda la campaña fue tortas y pan pintado":
A los oficiales los sometió igualmente Wingate a un interminable curso
de aplicación, en el cual les tocaba resolver problemas, no en el mapa, sino en
el terreno. Transcurrido un tiempo, estos oficiales tuvieron la satisfacción de
ver que ninguna de las situaciones tácticas que se les presentaron en Birmania
los tomaba por sorpresa, pues todas correspondían a alguna de las que se habían
ejercitado en resolver prácticamente.
Un Mariscal norteamericano pasó revista a los Chindits cuando estaban a
punto de partir de la India. Les rindió el significativo homenaje de saludarlos
antes de que ellos lo saludaran a él. Bien sabía, como lo sabía todo el mundo,
que, a cuantos cayesen heridos o enfermos habría que abandonarlos probablemente
en poder de los japoneses.
El paso del río Chindwin, de 800 metros de ancho, límite entre las
tierras ocupadas por los nipones y las ocupadas por los ingleses, fue el primer
tropiezo serio de la expedición. Las tropas enviadas a reconocer las
inmediaciones volvieron con la noticia de que no había ni rastro de japoneses
en varias leguas a la redonda. El material de campaña pesado se pasó en
sampanes, botes de caucho y canoas. Jefes, oficiales y soldados se desnudaron y
pasaron a nado. El cruce duró toda una noche, todo un día y la mitad de la
noche siguiente. Wingate tiró su casco y su ropa al interior de la última
canoa, y se arrojó a la impetuosa corriente.
Los Chindits atravesaron densas selvas, treparon altas cuchillas por
cuestas escabrosas, bordearon precipicios, bajaron a valles profundos cubiertos
de hierba que los tapaba. Hallaron esqueletos que jalonaban el camino por donde
las tropas de las Naciones Unidas se habían retirado el verano anterior.
Wingate evitaba las trochas conocidas. Prefería casi siempre abrirse su
propio camino a través de la espesura. A veces hacía veredas falsas para
engañar al enemigo; pero su regla general era avanzar con la mayor rapidez
posible. Las patrullas japonesas andaban a menudo tan cerca, que sus soldados
chocaban muy seguido con las avanzadas de Wingate, en medio del bosque. El
tiroteo era continuo. Los Chindits dieron muerte a más de 1.000 japoneses. El
grueso de las fuerzas japonesas no pudo alcanzarlos nunca.
Con frecuencia los Chindits recorrían 48 kilómetros en un día con
temperaturas superiores a los 40 grados centígrados. Wingate, siempre alerta,
no permitía que se desperdiciara ni un solo instante. Prohibió a sus soldados
afeitarse, para que no perdieran esos valiosos diez minutos de sueño. Sostenía
que el mejor modo de conservar la salud era estar siempre en marcha. Y quizá
tuviera razón, pues muy contados fueron los casos de malaria que hubo.
A la cabeza de cada columna iba una jauría de perros, enseñados a
olfatear el rastro de los japoneses. Las ocho columnas se mantenían en
comunicación constante entre sí por medio de la radio, palomas y perros
mensajeros. En elefantes montados por baqueanos birmanos, iban los obuses, los
antiaéreos, los botes plegadizos y los aparatos de telegrafía sin hilos. Venían
luego los caballos y los soldados, después las mulas. Finalmente, en la
retaguardia, carros cargados de ametralladoras, fusiles y provisiones, granadas y municiones, tirados
por bueyes. Cada columna tenía alrededor de 1.600 metros de largo. "Esto
se parece al arca de Noé", decía uno de los soldados al ver trepar por una
cuesta la larga fila de hombres y bestias. En la selva, el ruido de la marcha
no se oía a 200 metros de distancia, pues la espesura amortiguaba los ruidos.
Los Chindits, en su mayoría, llevaban zapatillas de deporte con suela de caucho para moverse mas rápido, pero los exploradores que operaban en las vanguardias de las columnas vestían pantalones cortos, calzaban botas de cuero y se cubrían las cabezas con cascos de acero para diferenciarse de los nativos a quienes reclutaban. Imprescindibles en el equipo de los hombres era el sombrero australiano de ala doblada, una tela de mosquitero por cabeza y nuca,
y el machete al cinto. Cada uno de ellos entró en Birmania con una ración de
paracaidista para seis días en la mochila. Los aeroplanos continuaron
abasteciéndolos desde el aire. Recibieron durante las jornadas un total de 225
toneladas métricas de provisiones.
Con cada columna iba un oficial de la fuerza aérea, para elegir los
lugares donde se debían dejar caer los víveres y otros abastecimientos. Elegía,
por lo común, arrozales, cauces secos de ríos, claros de montes en la periferia
de las aldeas y malezas pisoteadas por los animales. Por medio de
comunicaciones en clave se avisaba a la base aérea de Asam cuándo y a dónde
debían enviar los suministros. El humo de grandes fogatas guiaba a los aviadores
durante el día; señales luminosas durante la noche. Los enormes aviones
descendían hasta 45 metros del suelo a arrojar sus cargamentos de armas,
municiones, dinamita y latas de carne, galletas, dátiles, pasas, té, azúcar,
sal y tabletas de vitamina C. La única rotura que hubo que lamentar fue la de
una botella de ron.
Sobre la polvorienta aldea de Monyowa, muy cerca del río Chindwin, se
lanzaron varias veces abastecimientos para ayudar a aquellos duros combatientes.
Hoy, después de setenta y cuatro años, la vida en el lugar sigue siendo prácticamente
igual, sin muchas tecnologías ni modificaciones aparentes a pesar de las décadas transcurridas. Allí los siglos se han congelado en el tiempo.
La RAF ponía heroico empeño en suministrar a los expedicionarios cuanto
pedían. Hubo quien pidió una biografía de Bernard Shaw; otro, una botella de
whisky irlandés para celebrar el día de San Patricio; un tercero, un monóculo;
un cuarto, una dentadura postiza y un faldón escocés. Dos radiotelegrafistas se lanzaron en paracaídas para reemplazar a dos de sus compañeros que enfermaron. Uno de
los oficiales, a quien los japoneses tenían rodeado, hizo que la RAF le enviara
un testamento ya redactado para firmarlo. El principal restaurante de Calcuta
trabajó toda una noche preparando 180 kilos de chocolate que pidieron los Chindits,
y que los aviones les arrojaron al día siguiente en Birmania, después de volar
más de 1.100 kilómetros.
Un grupo de Chindits llegó en cierta ocasión al vivac de unas fuerzas
japonesas que habían salido por la mañana. Los Chindits no encontraron sino a
los cocineros birmanos, que estaban muy atareados preparando la comida. Los
hombres de Wingate comieron hasta hartarse, muy obsequiosamente servidos por
los guisanderos birmanos, y lo que no comieron, se lo llevaron.
La expedición había penetrado hasta 190 kilómetros de la carretera de
Birmania cuando recibió órdenes de regresar. Al llegar en su contrarumbo al río
Irauaddi, en una noche fría de luna, los japoneses, apostados en la orilla
opuesta, empezaron a hacer nutrido fuego de obuses y ametralladoras. Wingate
hubiera podido forzar el paso del río y desalojar al enemigo; pero a costa de
muchas vidas. De pie en la orilla del río, examinando la situación serena y
perspicazmente, con su larga y tupida barba y una frazada que le caía desde los
hombros como un manto, hacía pensar en los profetas de antaño. Con la rapidez
de la intuición vio al punto lo que más convenía hacer. Ordenó a los Chindits
que se dispersaran en grupos de unos 40 hombres y se internaran en las junglas
por diversas partes, a fin de desconcertar al enemigo, y que luego descendieran
a la orilla y fueran cruzando a hurtadillas por diferentes puntos. A las 48
horas, todos habían cruzado. Enterraron los aparatos de radio, destruyeromn
todo el equipo pesado que llevaban y emprendieron la marcha de cerca de 500
kilómetros que debían hacer para regresar a la India.
Sin radio, ya no podían recibir abastecimiento por avión, pues los pilots no sabían a dónde efectuar los lanzamientos. Los Chindits se comieron primero los
bueyes y las mulas, y luego siguieron viviendo de arroz, culebras, buitres,
hojas, raíces y sopa de hierba. Perseguidos sin cesar por los japoneses, tenían
que desviarse de los pocos manantiales que había, y a veces pasaban varios días
sin más agua que uno que otro trago sacado de canutos de bambú. Sabiendo que la
seguridad de la expedición dependía de la rapidez de la marcha, Wingate forzaba
a su gente a avanzar casi sin tregua.
Después de la aventura, dieron afectuosamente a los Chindits los nombres
de "El Circo de Wingate", "Los Locos de Wingate", "La
Chusma de Wingate". Los jefes y oficiales eran tipos curiosos, casi todos
sujetos recios y atrevidos, avezados al servicio de los "comandos".
Mike Calvert, llamado "El Loco Mike" o "Mike Dinamita", era
perito en minas de trampa y en la demolición de edificios viejos; artista en
cuyos ojos brillaba la inspiración cuando hablaba de dinamita y pólvora. Aún no
había cumplido los treinta años, y casi no había teatro de la guerra en que no
hubiera servido detrás del frente enemigo.
El mayor Bernard Fergusson, que jamás se quitaba el monóculo, abandonó su
descansada plaza en la plana mayor de un regimiento de escoceses para ir a
tirarle de las orejas al Mikado. "Me he pasado la vida soñando con volar
puentes", decía jubiloso al ver dispararse por los aires los fragmentos de
la cañada de Bonchaung. Para leer en el monte, Fergusson llevó consigo algunas
novelas clásicas de shakespeare. "Nos fumamos todas las 600 páginas",
decía, "pues, aunque teníamos picadura en abundancia, se nos acabó el papel
de cigarrillos".
Al teniente Albert Tooth, que había sido comerciante de vinos en un área suburbana de Manchester, lo llamaban "la maravilla desdentada del faldón". Con la dentadura podrida y una barba que se dejó crecer hasta el pecho (según él para asustar a los
japoneses), se empecinó en hacer toda la campaña sin quitarse su vistosa falda
de lana escocesa.
Uno de los voluntarios de la expedición era el norteamericano James
Gibson, teniente de aviación, a quien sus compañeros pusieron el apodo de
"Carolina". "Estoy cansado", decía, "de matar
japoneses al vuelo. Quiero ver la cara que ponen esos malvados enanos cuando
les entran las balas".
En el abigarrado personal de Wingate figuraban un príncipe birmano; un ex historiador de Oxford; el teniente William Edge, muy versado en la preparación de bifes de búfalo; y el sargento escocés de comandos Robert Blain, que, cuando la situación se ponía muy negra, decía filosóficamente: "Como dice mi abuelita, ëstas son cosas que el cielo nos manda para probarnos".
Cuando Wingate regresó, le dieron en la India el apodo, o título, de
"Lawrence de Birmania". Sus fabulosas hazañas de guerrillero ya le
habían valido los de Lawrence de Judea" y "Lawrence de Etiopía".
En Inglaterra la gente lo recuerda hoy a secas como "El nuevo
Lawrence". Y hasta la casualidad se sabe de que Wingate es pariente del
famoso "Lawrence de Arabia". Parece que el ejército inglés tiene la
virtud de producir uno de estos excéntricos genios militares en cada
generación: Clive de la India, Gordon "el Chino", Lawrence de Arabia.
Wingate fue un general "de Biblia y espada", de fe profunda en
la eficacia de la oración, místico de la escuela de los yoguis, y soldado
aguerrido que se complace en pelear por pelear. Siempre iniciaba el día con una
oración. A menudo empleaba como cifra palabras y frases bíblicas. La espada, la
Biblia y la adaptabilidad a la vida de los pueblos más extraños parecen ser
atributos congénitos de la índole y la mentalidad de Wingate. Su padre sirvió
treinta y dos años en el Ejército inglés de la India, y cuando se retiró del
servicio fundó una misión entre los pantanos. La madre de Wingate era
profundamente religiosa y lo educó con puritana rigidez.
Como se aprecia en la foto que ilustra el inicio de esta nota, Wingate tenía la cara angulosa y descarnada del intelectual, ojos oscuros y penetrantes, nariz delgada y huesuda, boca austera, mentón saliente y barba oscura que empezaba a encanecer. En Birmania llevaba camisa andrajosa de monte, pantalón de pana burda y un casco de palma pasado de moda que parecía un tarro encasquetado en la cabeza. Profesaba la teoría de que el ser humano es capaz de almacenar energía como el camello acumula agua de reserva. En campaña, marchaba semanas enteras sin dormir más que unas pocas horas por día. Ahora, eso sí, cuando la campaña terminaba, se pasaba días seguidos durmiendo, o abstraído en extática contemplación. Una de sus manías era la conservación de la robustez del cuerpo. Entrenaba diariamente en solitario mediante ejercicios de calistenia. No fumaba. En las marchas, se le veía a menudo mascando cebollas crudas, pues creía firmemente que tenían grandes virtudes preservativas de la salud. Todas las noches se frotaba la espalda con un cepillo de caucho.
En un profesional de las armas como Wingate, sorprende ver la variedad
de asuntos en que se interesaba. Por la mañana se le oía tararear canciones
árabes. Tenía pasión por la música, y se pasaba horas enteras escuchando
sinfonías fonográficas tendido en el suelo. Sus gustos literarios iban desde
Shakespeare hasta las tiras cómicas de los periódicos dominicales, aunque
prefiere siempre la lectura seria.
Conoció a su bella esposa en el Mediterráneo, a bordo de un vapor. Ella
tenía quince años; él, treinta. "Vino derecho hacia mí", dijo
Wingate, "y me dijo sin empacho: Usted es el hombre con quien me voy a
casar. Como estábamos de acuerdo no hubo discusión. Aquello fue como la ejecución
de un doble y mancomunado plan de campaña".
Wingate hablaba como una enciclopedia. Entre los jefes y oficiales
discurría sobre los ascetas yoguis de la India, los hábitos sociales de la
hiena, la conducta de una mosca tapada con un dedal, los cuadros de los
pintores del siglo XVIII, o el mejor modo de ganar la guerra. En Etiopía
sorprendió una vez a un grupo de oficiales con una verdadera conferencia sobre
la caza de hienas con pistola en noches de luna.
Wingate no respetaba títulos ni categorías militares. Su indiscreción no
tenía límites. Sin temor y sin problemas sermoneaba a sus superiores cuando
creía que habían cometido equivocaciones. Quizá haya sido el único jefe inglés
de los tiempos modernos que se haya valido de la antigua prerrogativa de
presentar por escrito al rey quejas acerca de jefes de mayor graduación. Sus
ideas anárquicas despertaron la ira de muchos militares encopetados, que lo
miraban de reojo y lo creían un poco desequilibrado. "Pues, hombre",
le decía él a un amigo, "yo no estoy tan loco como la gente se
figura".
En 1938 se le otorgó en Palestina la condecoración de la Orden de
Servicios Distinguidos (a la cual luego se le agregó dos galones), por haber
mandado los destacamentos que exterminaron las cuadrillas de terroristas árabes
a sueldo del Eje. En Etiopía se granjeó la admiración y el apoyo de las tribus
con una serie de irrupciones atrevidas en territorios ocupados por fuerzas
italianas muy superiores a las suyas.
Fue uno de los pocos blancos que en las guerras asiáticas han logrado
cautivar el ánimo de los naturales de tierras de mentalidad primitiva. Llevaba
siempre consigo un altavoz y un grupo de hábiles propagandistas nativos. En
todos los pueblos de Birmania y Etiopía se detenía siempre lo suficiente para
repartir hojas volantes y perifonear una proclama en lenguaje tan sencillo como
pintoresco. "Aquí llegaron los hombres misteriosos que han venido a
visitarlos", decía a los birmanos, "pueden llamar en su auxilio, de
regiones remotas, grandes e incomprensibles poderes aéreos, y los libertarán de
los feroces y ceñudos japoneses". Los birmanos le dieron reverentemente el
título de "Señor Protector de las Pagodas". De buena gana guiaron a los
Chindits por trochas secretas, y ni una palabra dijeron a los japoneses acerca
de la expedición. Sin esta valiosa ayuda, es probable que el enemigo hubiera
descubierto y aniquilado a los irruptores.
Wingate murió pocos meses después de aquella gran operación militar, a los 41 años de edad y mientras volaba en un avión que se estrelló contra una colina cerca de Imfal (India). Creo haberles dicho que cuando niño fue boy scout y que le gustaba viajar y las aventuras. Antes del accidente que le costó la vida había leído la reciente publicación de un francés al que todos consideraban loco: "El principito", de Saint Exupéry. Mientras todos dijeron que ese libro era una estupidez y que estaba condenado al fracaso, él quedó fascinado. Fue uno de los últimos textos que leyó antes de trepar por la escalerilla del avión que lo llevaría a la muerte. Pues nada, esta es la historia que quise contarles.
miércoles, 8 de febrero de 2017
Un proscripto
Argentina, década del 1900, años finales del siglo XIX. Son tiempos de huidas y de mandigar, tiempos de robos. Días de cabalgar por donde nadie mas cabalga salvo él.
Ha dejado atrás la región de los puebluchos de mala muerte y la estación del ferrocarril y la sombra de los saucedales y ahora solo tiene por delante una llanura horizontal de paisajes pastoriles. Sangre italiana corre por sus venas, reciedumbre siciliana. Pañuelo al cuello, cuchillo al cinto, tatuaje azul en la piel y un rifle terciado dentro de su funda que cuelga por la derecha sobre el lomo de un alazán. No ve un alma durante leguas. El sol declina frente a él mientras escruta el horizonte siguiendo con la mirada la línea que dibuja el ala de su sombrero. La noche cae como un relámpago y el viento crudo hace rechinar la maleza. Duerme bajo un cielo de terciopelo negro tapizado de estrellas que tiemblan y palpitan colgadas aquí y allá en medio de la inmensidad que lo envuelve.
Se mantiene alejado de los caminos arenosos por temor a otros gauchos y a la policía. Reposa en las hondonadas con serpientes y arañas que pasan sobre su cuerpo durante toda la noche. La madrugada lo sorprende en un barranco donde había ido a buscar reparo del viento.
El sol que sale al otro día es del color del hierro. Al atardecer sigue el rastro de unas ruedas de carreta y en la distancia una columna de humo sube en diagonal entre una arboleda de eucaliptos. Ahuecando las manos sobre los ojos alcanza a ver otra población.
Llega a una cantina y pide de beber y bebe pero luego se da cuenta de que no puede pagar porque no tiene dinero y entonces pide al cantinero que le de trabajo para saldar su deuda y este se niega.
El cantinero es un hombre viejo, de pelo rojo, bajo y taciturno y lleva bigotes gruesos que terminan en punta a la manera de los marineros franceces del puerto de Marsella.
Largo de acá, matrero, dijo el cantinero y apoyó sobre el mostrador una escopeta de caza del calibre 12 que estaba recostada contra la madera humedecida por alcoholes ajenos.
El italiano puso mala cara. Hijo de puta, dijo. Avanzó hacia el hombre armado. La cara del cantinero no cambió.
El viejo amartilló la escopeta con el pulgar derecho y el índice de la misma mano sobre el gatillo. Un chasquido metálico en medio del silencio. Tintineo de vasos en todas las mesas. Luego un arrastrar de sillas retiradas por los parroquianos. Nadie en el lugar salvo ellos dos.
El italiano quedó inmóvil. Abuelo, dijo.
El viejo no respondió y se movió a la izquierda. El italiano lo siguió con la mirada.
Estás borracho, dijo el viejo. Señaló la puerta con el cañón del arma.
El italiano retrocedió hacia una esquina del salon y otro hombre surgió de la nada y se le fue acercando despacio como quien se dirige a cumplir una tarea. Llevaba una pistola en la mano. El italiano giró sobre su cuerpo y quedó frente a frente con el hombre. Vas a salir, dijo el de la pistola. El italiano no dijo nada.
Con un movimiento rápido tomó una botella vacía que estaba caída sobre una mesa y dió un golpe sobre una silla y pedazos de vidrio salieron volando en todas direcciones.
¿Me vas a matar? dijo el italiano, y comenzó a avanzar de frente con el pico de la botella rota en una mano.
El hombre de la pistola saltó agazapado hacia adelante y amartilló el arma e hizo fuego. El cuerpo del otro giró sobre si mismo y cayó pesadamente sobre el suelo entre el humo del disparo.
El cantinero estaba en medio del salón y tenía dificultades para respirar. El italiano estaba tumbado boca abajo y no se movía pero seguía empuñando la botella rota.
El hombre de la pistola se acercó lentamente apuntando hacia el cuerpo inerte y cuando estuvo cerca se agachó para revisar y entonces el italiano giró furtivamente de nuevo como un gato y le hundió el borde de vidrio mellado en un ojo. Un grito y luego silencio. Sangre y vidrio se desparramaron sobre el suelo y el hombre se dobló por las rodillas y se le puso el otro ojo en blanco y cayó a tierra y quedó inmóvil.
Otros hombres miraban la escena aferrados a los barrotes de las ventanas pero cuando el italiano se levantó y juntó su sombrero y salió a la calle nadie dijo nada. Sangraba por un costado pero el balazo había sido solo un roce.
Ya era noche cuando desenganchó el alazán que esperaba atado a un palo y lo montó y salió al galope por el camino vecinal rumbo al monte.
Abrieron un prontuario policial a nombre de un tal Juan Bautista Vairoleto.
Quedó fuera de la ley.
sábado, 4 de febrero de 2017
Faena nocturna (Relato breve)
Hacía un frío atroz. Al sentir en
el rostro la violenta ráfaga de viento que les llegó del sudeste, los cuatro hombres
supieron que si no se disponían a matar, definitivamente morirían de hambre y
congelados antes del amanecer.
Llevaban semanas marchando a pie
por aquellas dunas solitarias y aisladas que bordeaban el mar, cargando al
hombro mochilas de lona engrasada y fusiles automáticos terciados al pecho y
aplastando con sus botas de cuero curtido los pastizales color coyote. Estaban
deshechos y dormían de a ratos, enroscados en hondonadas y envueltos en ponchos
impermeables como perros callejeros, sobre la tierra empapada y endurecida por
la escarcha y con aquel viento salvaje y cruel del sudeste cortándoles las
mejillas como navaja de barbero. Sus bocas secas de agua y sus labios partidos resoplaban
expulsando un humo blanco parecido al que suelen echar al aire los trenes de
vapor, y hacía cada vez más frío y la oscuridad azul posterior al crepúsculo
caía sobre ellos. Llevaban tres días con sus noches sin probar bocado y el
hambre comenzaba a mellar la voluntad pero seguían adelante estoicamente,
dobladas las espaldas bajo el peso del equipo y con los cuellos quebrados hacia
abajo con la cabeza bailando dentro del casco y la mirada perdida clavada en el
suelo. Caminaban en fila india, medio dormidos, insensibles los pies y
chocando entre sí cada vez que el de adelante se detenía.
Llegaron a una alambrada que se
perdía a izquierda y derecha en aquella pampa húmeda y había una arboleda sin
nombre pegada al límite fiscal. El viento había amainado y detrás de un velo
amarillento que parecía de algodón la luna salió y la mitad de ella se vio como
un barco de juguete medio hundido en el cielo anochecido y plagado de nubes
grises que la iban cubriendo lentamente como si fuera un vendaje.
El líder de la patrulla habló en
voz baja; Vamos a entrar, dijo, y el resto de los hombres asintieron en
silencio con un solo movimiento de cabeza y sonrieron mostrando los dientes y
el blanco de los ojos les brilló un instante bajo aquella extraña luz de luna
desde las caras ennegrecidas y embadurnadas de camuflaje y de barro y de mugre.
El
hombre que mandaba el pelotón era un moreno de espaldas anchas y la nariz
achatada como de boxeador y había cruzado una pierna sobre la alambrada y
estaba sentado a horcajadas sobre uno de los postes de aquella minúscula
frontera, con el cuchillo desenvainado en una mano como si fuera un cuervo esperando
a su parvada.
Llevaba puesto el overol amplio, verde
aceituna, liso y sin insignias que muchos soldados de infantería del mundo suelen
utilizar durante sus operaciones. Llevaba también sobre los hombros una cincha
de lona que le cruzaba el pecho en dos tiras verticales de la cual pendía un cinturón
lleno de bolsas oscuras y de cartucheras en las que transportaba munición.
Tenía un botellón plástico para almacenar el agua a cada lado de ambas caderas
y a sus pies, apoyado en el alambre, descansaba sobre el suelo un fusil automático
de origen belga, con veinte cartuchos del calibre 7,62 milímetros alojados en
el cargador. Todos los demás iban igualmente vestidos y equipados.
Vamos a entrar sin correaje y sin
fusil. Solo el cuchillo y las botas, dijo el moreno.
¿Crees que no habrá nadie?
No hay nadie, está vacío.
¿Estás seguro?
Si, ¿Tienes miedo o qué?
Tengo más hambre que miedo,
imbécil.
Pues entonces apura, salta el
puto alambre y entra de una vez.
El otro hombre que hablaba con el
jefe trepó de un salto la línea y cayó pesadamente del otro lado.
Dentro del potrero había una oscuridad
total y un olor a tierra mojada mezclada con mierda fresca de animales. La
alambrada partía el campo en dos y detrás de ellos saltaron también los otros
que faltaban. Avanzaron arrastrándose lentamente en la penumbra, agazapados lo
más que podían, cuchillo en mano y el pecho pegado al suelo para poder ver y escuchar
mejor. Se habían quitado el equipo y habían ocultado el armamento entre unos
matorrales y se sentían más livianos, más ágiles, más sanos, fortalecidos por
la suave brisa que ahora les llegaba desde el mar y por la idea de que pronto
matarían para comer.
Solo
a la cría más pequeña. No apunten a las grandes porque es demasiada carne, dijo el moreno.
Todos entendieron pero nadie dijo
más nada. Se levantaron lentamente del suelo y comenzaron a avanzar a pasos
cortos y decididos desplegados hacia adelante en línea horizontal formando una
cadena. Marcharon por una pequeña planicie surgida entre dos médanos y en la
penumbra final de aquella fría tarde azul vieron a lo lejos las siluetas de unas
ovejas que pastaban recortándose sus figuras contra el horizonte. Siguieron
adelante. El rebaño estaba en un rincón del campo, todos juntos los animales,
como si se hubieran reunido presintiendo la amenaza que se cernía sobre ellos.
Era una masa de patas embarradas y de pezuñas negras y de lana sucia,
amarillenta, compacta y solidaria entre sí que se movía junta en un solo
bloque, rumiando y abrevando en las esquinas de aquel potrero que pronto se
transformaría en una tumba de osamentas ovinas.
Los cazadores avanzaban
encorvados y sigilosos con rumbo norte y entonces el moreno hizo una señal con
los dos brazos abiertos y los dos hombres de los flancos se abrieron hacia
oriente y occidente agrandando lentamente la formación de línea que ahora se
curvaba campo arriba buscando envolver al rebaño que pastaba en silencio. Un
animal levantó la cabeza y olfateó el aire. Oyó los pasos de los hombres y comenzó
a balar y las dos crías que tenía cerca trotaron a paso torpe y se refugiaron
entre sus patas. La oveja corrió y baló y se detuvo y olfateó el aire y corrió de
nuevo. Los corderos siguieron adelante persiguiendo a su madre. Los cazadores
también.
El
sol se puso definitivamente y la oscuridad ganó el horizonte y arreció el frío
pero los hombres ya no sintieron más nada y solo corrieron hacia adelante
motivados por la excitación y por la sed e impulsados por el hambre que les
mordía las tripas. Una tropa de figuras inciertas pasó fugazmente frente a
ellos haciendo zig-zag y nuevamente se arrojaron al suelo con el pecho en
tierra para escuchar y vieron como los animales huían en diagonal, desesperados
y balando y lanzando patadas al aire. Un cazador estaba echado en mitad del
potrero y se arrastró hacia una esquina cortándole el camino a un animal que
corría enloquecido y directo hacia su posición. Se agazapó como lo hacen lo
felinos antes de atacar y esperó con el cuchillo en mano y la hoja relumbrando
bajo la luna. Al incorporarse de un salto sintió que las piernas le fallaban y
erró la puñalada. El animal se perdió en la oscuridad lanzando patadas y gritos
como de conejo. Siguieron acechando.
Estaban ahora tumbados todos boca
abajo, en el barro, dispuestos en una línea separada e irregular de cuatro
hombres que se extendía a lo ancho de aquel corral al aire libre, los músculos
tensos empuñando con firmeza el cabo del cuchillo, la mano libre abierta y
apoyada en el suelo, flexionada una pierna en un gesto ágil y la otra extendida
con la punta de la bota encajada en la tierra como un pelotón de soldados
listos para pasar al asalto. Esperaron.
La enorme oveja pasó de largo,
forma oscura y vibrante. El hombre del flanco izquierdo dio un salto y corrió
imitando las gambetas laterales que daba el animal en su huida. Los otros hombres
le siguieron. El animal se topó con el alambre, dio la vuelta y esperó. Los
cuatro cazadores le bloquearon el camino. Le hablaron en vos baja. Pudieron oír
el rumor de su respiración pulmonar y la vieron vacilar un instante con los
ojos encendidos de un lado a otro y pudieron oírla balar débilmente también.
Los otros corderos gritaban y lanzaban patadas desde el otro rincón del corral.
Se habían vuelto a reunir todos de nuevo formando la misma masa compacta de
lanas amarillas, patas y pezuñas.
Uno de los hombres silbó y estiró
un brazo y escupió en el barro. Cuando estuvo lo bastante cerca el animal
comenzó a llorar como una criatura y sacó la lengua negra fuera de la boca y
empezó a babear. Se le tiró encima y la oveja dio un salto y pateó al aire y
con una pezuña trasera le abrió un profundo tajo en la frente al hombre. La
sangre manaba a borbotones del parietal frontal pero igual siguió corriendo.
Tenía la cara ensangrentada y le costaba ver y se limpió un ojo con el dorso de
la mano libre y continuó corriendo cuchillo en mano y sin detenerse. Dos hombres
más corrieron detrás de él. Los otros dos miraban y reían.
Ya
cerca del rebaño que esperaba reunido estoicamente bajo la escarcha que
comenzaba a caer, el hombre herido se lanzó nuevamente en el aire y cayó
pesadamente con el músculo dorsal y el brazo izquierdo extendido sobre el suelo
embarrado y húmedo. Logró empuñar una mata de lana amarillenta que colgaba del
flanco derecho de la oveja y se aferró a su presa con las dos manos como si
fuera un tigre dando caza a un jabalí. Soltó el cuchillo. El animal siguió
corriendo pero ahora su ritmo era más lento y jadeaba con esfuerzo y babeaba por la boca con la negra
lengua fuera y su balar era un sonido ronco, opaco, apagado, deshilachándose en
el viento bajo la helada que caía. El cazador iba colgado sobre el costado del
animal como un extraño jinete con la silla rota arrastrándose por el campo. Había
quedado solo en aquella lucha personal mientras sus compañeros reían y escupían
al suelo con el blanco de los ojos y los dientes brillando intermitentes en la
oscuridad.
Le rodeó una pata con las dos
piernas y lo hizo caer a tierra hecho un ovillo. El hombre fue el primero en
levantarse y el animal forcejeó un instante y cayó de nuevo y volvió a llorar y
babeó y se retorció en el fango como si suplicara. De un solo movimiento el
cazador giró el cuerpo de la oveja y juntó y sujetó con fuerza las cuatro patas
provistas de pezuñas como quien cierra con un nudo la boca de una bolsa de
lona. Se quitó el cinturón y aseguró la presa. El animal estaba tumbado con el
lomo en tierra y las patas apuntando hacia arriba y ya no balaba ni lloraba ni
pateaba. Tenía los grandes ojos negros muy abiertos y brillantes y contemplaba
la escarcha que caía desde el cielo anochecido y su respiración pulmonar era
ahora más fuerte. Se había hecho el silencio y los otros hombres ya no reían ni
escupían ni hacían nada. La cacería duró cerca de dos horas.
Desde la noche cerrada surgió un
bulto que fue a pararse al lado del hombre que había sometido al animal. Extendió
un brazo con el arma blanca que había caído durante la fajina. El cazador asió
el cuchillo.
Aquí no, llevémosla a los
árboles, dijo el moreno.
Dos hombres arrastraron la oveja
fuera del corral y el cazador y el moreno se adelantaron y descendieron hacia
el sur por el camino arenoso que conducía a la arboleda sin nombre. La noche helada
era prieta y oscura como la boca de un oso y a los costados del camino crecían
chañares espinosos y matas color verde claro y algunas perdices noctámbulas se
movieron nerviosas en sus madrigueras. Invisibles y traicioneros, los huecos
abiertos en el suelo por las vizcachas estaban sembrados aquí y allá alternativamente
en aquella llanura miserable y ventosa. Muy a lo lejos vieron las fogatas del
enemigo, unas luces anaranjadas y trémulas que vacilaban débilmente en aquel paisaje
horizontal. Siguieron adelante.
Los hombres que traían la oveja
maniatada escucharon un rumor que nacía de los árboles. Es por aquí, dijo la voz.
Giraron hacia esa dirección y
escucharon de nuevo aquel rumor que les llegaba desde la oscuridad y uno de los
hombres soltó al animal y apoyó una mano sobre el hombro de su compañero a modo
de advertencia. Es ahí, dijo.
Nadie respondió mientras los
hombres seguían arrastrando la oveja hacia el monte. Cuando llegaron al pie del
árbol solo observaron a través de lo oscuro el bulto de las mochilas, las
colchonetas enrolladas en la tapa, los cascos de acero puestos encima y los
fusiles apoyados en línea sobre ellos. El cazador afilaba su cuchillo y el
moreno estaba inclinado sobre el pozo que cavaba, una fosa alargada y sombría
de alrededor de un metro y medio, parecida a una tumba. Siguieron adelante y
dejaron el animal junto al pozo. El cazador se alejó un momento para orinar y
regresó.
El
moreno había terminado de cavar y se había arremangado la camisa y su frente
estaba perlada por gruesas gotas de sudor. Respiraba con dificultad y sostenía
un pedazo de cuerda en una mano y una pequeña pala plegable en la otra. Todos los
hombres tenían un aspecto fatal. Lograron verse un momento entre sí, a duras
penas, a través de aquella oscuridad azulada y espectral y comenzaron a pensar
que cada uno veía al otro como si fueran fugitivos en plena huida. Estaban
exhaustos y hambrientos, embrutecidos por la sed y por la falta de sueño, con
restos de sangre seca pegada a la ropa y mugrientos de pies a cabeza. El
cazador regresó de mear y se paró junto a la oveja. Solo sus dientes brillaban
a la tenue luz de la luna. Llevaron al animal un poco más cerca de la fosa y
entonces el moreno sujetó la cuerda trenzada alrededor del pescuezo de aquel
ovino infeliz y la estiró mientras que el cazador se ponía a horcajadas sobre
él y empuñaba su cuchillo de hoja lisa y mediana. El animal se asustó y pateó y
defecó y volvió a llorar soltando las amarras de las patas y entonces el hombre
del cuchillo apuñaló con fuerza dos veces sobre el cogote pero la oveja giró sobre
sí misma y logró ponerse en pie gritando como un cerdo y vomitando sangre y pateando
al aire y buscando un hueco para escapar entre medio de sus asesinos. Junto al
árbol solo estaba echado otro hombre que tomó en sus manos la gran piedra sobre
la que apoyaba la cabeza y se paró de un salto. Cuando el bulto oscuro pasó
corriendo y gimiendo frente a él levantó la piedra y descargó con furia todo su
peso aplastando el cráneo del animal de un solo golpe. La boca
y los ojos se le desplazaron hacia abajo y adelante como si fueran de goma y las
orejas escupieron sangre y uno de los ojos le quedó colgando fuera de la órbita
y prendido de ligamentos fibrosos como si fueran cables blancos y entonces la
oveja mordió el barro con tanta fuerza que una pata delantera estalló bajo su
cuerpo con un sonido sordo, como cuando se parte un pedazo de madera seca para
hacer fuego.
Faenaron el cuerpo del animal y
las vísceras y las coyunturas y los huesos fueron a parar al pozo excavado para
tal fin. Los hombres cortaron filetes de los cuartos traseros y comieron la
carne cruda que chorreaba sangre sin encender fuego, sentados sobre el borde y
con las piernas dentro de aquel hoyo alargado y excavado en tierra como si
fueran fieles de alguna oscura secta celebrando un sacrificio ritual. Tragaron
aquella carne correosa todavía tibia en los momentos previos al “algor mortis”, trozos de masa
húmeda y vibrante llena de vasos sanguíneos y de músculos tensos por los que
hacía apenas un momento habían corrido manantiales de vida. Cortaron en lonjas
el resto de la carne y la guardaron cada uno en sus mochilas.
El moreno designó puestos de
guardia y el resto se echó a dormir apoyando la cabeza sobre cascos, piedras y
mochilas en aquel suelo helado y duro. Estaban nuevamente envueltos en sus
ponchos impermeables pero ahora con el estómago lleno de carne fresca y cruda, con
el fusil abrazado al pecho, las botas puestas y listos para huir o pasar al
asalto.
Antes del amanecer taparon el
pozo, cargaron el equipo y siguieron adelante.
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