Al teniente Sergio Morales, que fue mi amigo y no llegó a capitán.
La definición del diccionario los califica como "grupo de soldados equipados para
prestar servicio a pie" o simplemente "muchachos, jóvenes
colectivamente"
Dentro de las Fuerzas Armadas de todo el mundo consideran a la Infantería como la
"reina de las batallas", pero aquellos agotados fusileros que conocí,
poco y nada tenían que ver con la nobleza, con los reyes o con la aristocracia.
Eran simples Infantes de marina, hombres rústicos haciendo su trabajo, que consistía en entrenar para el combate, y prepararse diariamente para marchar a
alguna guerra lejana bajo banderas azules de la ONU, o la cruz de los vientos de la OTAN. Los conozco bien porque solían ser mis compañeros. Yo mismo fui
uno de ellos.
Eran muchachos jóvenes que se lanzaron al camino a pelear y a buscarse la
vida. Venían de ciudades y de pueblos. Eran citadinos o agricultores. Algunos se alistaron simplemente por aventura (como yo), otros formaron filas por hambre de gloria o
por dinero; y otros, la mayoría, por hambre de verdad.
Desde el sur de Argentina hasta la isla de Chipre, desde el norte de África hasta los Balcanes, en todas las tierras y en todos los climas, bajo la nieve, bajo el sol, bajo la lluvia o el viento, huestes de hombres medianos y recios, fanfarrones algunos, crueles otros, hechos a la medida de las miserias, a sufrir y a las largas fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la vida, caminaron por países lejanos y volvieron a su patria con historias fascinantes que escuchar.
Desde el sur de Argentina hasta la isla de Chipre, desde el norte de África hasta los Balcanes, en todas las tierras y en todos los climas, bajo la nieve, bajo el sol, bajo la lluvia o el viento, huestes de hombres medianos y recios, fanfarrones algunos, crueles otros, hechos a la medida de las miserias, a sufrir y a las largas fatigas, con todo por ganar y nada que perder salvo la vida, caminaron por países lejanos y volvieron a su patria con historias fascinantes que escuchar.
Cuando has vivido durante un tiempo en el mundo íntimo de una compañía
de infantería, llegas a conocer tan bien a quienes han compartido contigo ese mundo, que pareciera tu
propia familia. Luego te queda para siempre grabado en la memoria, el vivo recuerdo
de aquellos días.
Tal vez no lo sepas porque, o no lo has vivido o simplemente te importa un carajo.
Pero si estás leyendo esta nota es porque algo te interesa. Entonces, ¿quieres una historia?. Pues te la cuento. Aquí la tienes:
Pero si estás leyendo esta nota es porque algo te interesa. Entonces, ¿quieres una historia?. Pues te la cuento. Aquí la tienes:
Estas metido hasta el cuello junto a tu patrulla en la selva amazónica, al norte del Perú, muy cerca de Colombia. La sección de quince hombres está
exhausta luego de abrirse camino, penosamente, hasta la cima de una colina de
cien metros. Los dos hombres que marchan en vanguardia se turnan para cortar la
vegetación a punta de machete. Cuando ya no pueden resistir más, se acercan otros dos
o tres soldados y aplastan el muro de malezas arrojándose contra él. Luego el
resto de la sección avanza unos cuantos metros. A continuación dos hombres más
relevan a los de la punta. Todo esto ocurre bajo un calor abrasador. Cuando salen
de la jungla entran en una ciénaga, que tienen que cruzar saltando de un charco
al otro. Un fusilero pierde pié, cae en una charca apestosa y cuando logran
sacarlo de ahí está hundido hasta el pecho, cubierto de mierda y de lagartijas.
Al llegar a la cima de la colina los soldados forman un círculo y se dejan caer
en el suelo, apoyando sus cabezas contra cascos y mochilas. Entonces los
observas: parecen espectros que caminan. Sus botas de cuero y lona están
impregnadas de barro y podridas a la altura de los pies, sus piernas hinchadas
y cubiertas de sanguijuelas, su equipo individual, el correaje, al igual que
sus uniformes, se ve desteñido y deshilachado. Todos (incluso tú), tienen la
piel apergaminada y blanca como el cutis de los ancianos.
Luego del respiro en la colina la sección baja pesadamente por un
furtivo sendero abierto por animales de monte, al ritmo uniforme y laborioso
que es una de las características de la infantería veterana. Ya nadie puede
negar que esos hombres son veteranos. Si se los observa, resulta difícil creer
que varios de ellos solo tienen veinte o veintidós años. Sus rostros carecen de
juventud y sus ojos tienen la expresión fría y opaca de los hombres que están
encadenados a una existencia de implacable espíritu práctico. Están ojerosos,
barbudos, hechos polvo tras largas marchas y jornadas infames durmiendo a la
intemperie. Todos los días se esfuerzan por mantenerse secos, por evitar que su
piel se cocine en la putrefacción de la jungla y por seguir vivos. En el
embrutecido mundo que habitan, el mero acto de caminar podría significarles la
muerte. Tal vez alguna senda por la que deben patrullar está sembrada de minas.
Un mal paso y estallarían en fragmentos o quedarían tullidos de por vida. Un
mal paso o un instante de negligencia en la mirada y no notarían la delgada
hebra de alambre tendida a través del sendero.
Llegan a un camino que marca la línea del frente. Te arrastras por el
barro hasta la posición de tu jefe, que es un charco redondeado lleno de aguas
negras. Allí recibes la orden: excavar trincheras y esperar a que anochezca.
Extienden ponchos verdes sobre el fondo de los pozos, y se sientan a fumar el
último cigarrillo antes de que caiga la oscuridad. El operador de radio descarga
de su espalda el incómodo PRC-77 (una radio vieja y pesada), y la apoya en un
costado del foso.
El viento sopla con firmeza: la lluvia barre la selva horizontalmente y
golpea el poncho como si se tratara de perdigones zorreros.
Te corresponde la primera guardia de radio. El operador y los demás se
han tendido a dormir, acurrucados en posición fetal. Miras hacia afuera y
tratas de familiarizarte con el paisaje. Una parte de la línea del segundo
pelotón sigue el curso del camino, rodea una aldea miserable habitada por niños
desnudos y perros esqueléticos, y desemboca en el río. Tu posición y la de tus
otros compañeros parecen islas que flotan en un océano verdoso. Al frente ves
la jungla cerrada, y a la derecha unos matorrales gris verdosos que se pierden
en la noche. Bajo la luz menguante solo logras distinguir los manchones
gris-oliva de los ponchos y las pequeñas siluetas de los otros hombres que al
dormir parecen muertos. No hay mas nada frente a tu trinchera, salvo más
jungla llena de árboles enormes que se elevan hacia las nubes.
En breve oscurece. Todavía no oyes nada excepto el viento y el crujido
de las ramas y ahora solo ves los variantes matices de negro. La aldea es un
lunar oscuro como la boca de un lobo y los árboles tienen un color gris
negruzco. Más allá del azabache de la selva que bordea el riachuelo, incluso
cuando tus ojos se adaptaron a la oscuridad, no consigues ver la más mínima
variación de color. Todo es absolutamente negro. Un vacío. Al contemplarlo
sientes que miras algo que es todo lo contrario al sol. Es la fuente y el
centro de la oscuridad universal.
El viento no deja de soplar, implacable y entumecedor. Calado hasta los
huesos, comienzas a temblar. Te resulta difícil sostener con firmeza tu fusil,
y cuando quieres enviar un mensaje por la radio tus dientes castañean. Estás
empapado y no recuerdas haber tenido nunca tanto frío. Una violenta ráfaga de
viento acuchilla la trinchera, tira el poncho camuflado y arranca un costado de
sus amarras. Gomosa y empapada, la lona te golpea la cara. Le pasas la radio a
Morales: es su turno de guardia.
Tendido de costado y con las rodillas dobladas dentro del pozo tratas de dormir, pero los charcos y el frío te lo impiden.
Tendido de costado y con las rodillas dobladas dentro del pozo tratas de dormir, pero los charcos y el frío te lo impiden.
Cerca de medianoche y desde la selva del frente, se escucha un intenso
crujir de ramas y se siente el crepitar de un arma automática. Una de las
posiciones cercanas al claro de la aldea responde con el chasquido de una
bengala que se eleva en un sonoro destello. Dibuja círculos rojos mientras cae
lentamente flotando en el cielo negro. Ves como ondea la lluvia oblicua a
través de aquella luz espectral, mientras dos ametralladoras escupen anaranjadas
municiones trazadoras de 7,62 mm, que vuelan por encima de tu cabeza con ese
intenso ruido de succión que siempre producen, en dirección a la selva de
palmeras y maleza. Desde los árboles no reciben mas respuesta, y esperan casi
media hora para convencerse de que no sucede nada más.
Te acurrucas en el fondo de ese agujero oscuro, húmedo y sombrío que tienes por trinchera, y abrazas con fuerza tu fusil M-16. De a ratos sueñas que estás enredado entre cabellos, tetas y piernas de mujer, y que juntos flotan entre sábanas limpias.
Los hombres Duermen a intervalos durante el resto de la noche y llovizna cuando despiertan al amanecer. Aturdida, la sección vuelve sobre sus pasos hacia el punto de exfiltración fluvial, en las riberas de un arroyo donde los espera una lancha. Igual que una cuadrilla de prisioneros condenados a trabajos forzados, los infantes de marina marchan hacia el punto de extracción sin alegría y sin esperanza, de que el nuevo día les brindará algo diferente o mejor.
Los hombres Duermen a intervalos durante el resto de la noche y llovizna cuando despiertan al amanecer. Aturdida, la sección vuelve sobre sus pasos hacia el punto de exfiltración fluvial, en las riberas de un arroyo donde los espera una lancha. Igual que una cuadrilla de prisioneros condenados a trabajos forzados, los infantes de marina marchan hacia el punto de extracción sin alegría y sin esperanza, de que el nuevo día les brindará algo diferente o mejor.
Ellos son los perros de batalla con los que me ha tocado convivir; hombres
que se batieron a ciegas por alguna oscura honra, o por la simple desesperación de
no tener más nada. Por hambre. Mal pagados e ignorados en su tierra, como
siempre. La misma vieja y puta historia.
Tal vez solo fueron perros porque no quisieron vivir de otra manera. Hoy, muchos de ellos ya están fuera de aquel mundo, y deambulan por las calles de pueblos y ciudades intentando ganarse la vida como obreros, vigilantes, sirvientes o bastardos olvidados, despreciados por muchos y con el hambre de las tripas pegado al corazón.
Al recordarlos siento mucho orgullo y cariño por ellos, y me río de todos los imbéciles que los critican y que nunca han arriesgado nada. Tal vez solo fueron perros porque no quisieron vivir de otra manera. Hoy, muchos de ellos ya están fuera de aquel mundo, y deambulan por las calles de pueblos y ciudades intentando ganarse la vida como obreros, vigilantes, sirvientes o bastardos olvidados, despreciados por muchos y con el hambre de las tripas pegado al corazón.
Mis compañeros infantes de marina fueron tipos que tuvieron los huevos y el valor de arriesgarlo todo por una causa que creyeron justa, y eso mas de lo que pueden afirmar la mayoría de los cobardes, que solo han visto acción en las películas de la tele, apoltronados en sus cómodos sillones.